Dios en el ascensor
Un monje de Poblet ha escrito un artículo
con el mismo título que yo pongo a este mío y en el que comenta un viejo dicho
monástico que decía «La escalera es el lugar de Dios», frase con la que los
antiguos benedictinos querían decir que, cuando paseaban por sus claustros o
subían sus larguísimas escaleras, ése era el momento ideal para conversar
personalmente con Dios, en una oración menos solemne que la oficial de sus
horas de rezo, pero no menos verdadera. Y añadía el de Poblet que, ahora que
las viejas escaleras han sido sustituidas por ascensores, tampoco es un mal
lugar para hablar con Dios la soledad de estos modernos montacargas.
Pero, leyéndolo yo pensaba, se ve que en
Poblet los ascensores suben y bajan casi siempre desiertos. Porque yo, en mi
casa, raramente me encuentro en soledad en los ascensores, siempre abarrotados
de señoras con bolsas de la compra, de niños con bicis y pelotas, de chavalas
que salen de sus casas aún peinándose, de señores con perros.
Mas luego, cuando pensé mejor las cosas,
me asaltó otro pensamiento: ¿Y no
será este encuentro diario con mis vecinos mi mejor manera de encontrarme con
Dios? ¿No serán todos ellos la forma visible que toma Dios para mí?
Así las cosas, recordé aquella otra vieja
historia de un monasterio en el que la piedad había decaído. No es que los
monjes fueran malos, pero sí que en la casa había una especie de gran
aburrimiento, que los monjes no parecían felices; nadie quería ni estimaba a
nadie y eso se notaba en la vida diaria como una capa espesa de mediocridad.
Tanto, que un día el Padre prior fue a visitar a un famoso abad con fama de
santo, quien, después de oírle y reflexionar, le dijo: «La causa, hermano, es
muy clara. En vuestro monasterio habéis cometido todos un gran pecado: Resulta
que entre vosotros vive el Mesías camuflado, disfrazado, y ninguno de vosotros
se ha dado cuenta.»
El buen prior regresó preocupadísimo a su
monasterio porque, por un lado, no podía dudar de la sabiduría de aquel santo
abad, pero, por otro, no lograba imaginarse quién de entre sus compañeros
podría ser ese Mesías disfrazado. ¿Acaso el maestro de coro? Imposible. Era un
hombre bueno, pero era vanidoso, creído. ¿Sería el maestro de los novicios? No,
no. Era también un buen monje, pero era duro, irascible. Imposible que fuera el
Mesías. ¿Y el hermano portero? ¿Y el cocinero? Repasó, uno por uno, la lista de
sus monjes y a todos les encontraba llenos de defectos.
Claro que -se dijo a sí mismo – sí el
Mesías estaba disfrazado, podía estar disfrazado detrás de algunos defectos aparentes,
pero ser, por dentro, el Mesías. Al llegar a su convento, comunicó a sus monjes
el diagnóstico del santo abad y todos sus compañeros se pusieron a pensar quién
de ellos podía ser el Mesías disfrazado y todos, más o menos, llegaron a las
mismas conclusiones que su prior.
Pero, por si acaso, comenzaron a tratar
todos mejor a sus compañeros, a todos, no sea que fueran a ofender al Mesías. Y
comenzaron a ver que tenían más virtudes de las que ellos sospechaban. Y, poco
a poco, el convento fue llenándose de amor, porque cada uno trataba a su vecino
como si su vecino fuese Dios mismo. Y todos empezaron a ser verdaderamente
felices amando y sintiéndose amados.
Recordando esta historia también yo
empecé a ver con ojos nuevos a mis compañeros de ascensor. ¿Y si esta vecina que viene con rostro
cansado arrastrando su carrito de la compra fuese una imagen, una encarnación
de Dios? ¿Y si lo fuera esta chavala que a mí me parece tan ridícula con ese
peinado?
Y empecé a darme cuenta de muchísimas
cosas. Estas: Que convivo con un montón de gente estupenda a la que apenas
conozco; que el ascensor es, en realidad, el único lugar en que convivo con
ellos; que estas casas enormes como colmenas en las que vivimos amontonados no
hacen más que acrecentar nuestro egoísmo y nos separan en lugar de unirnos; que
en esas pocas ocasiones en las que me encuentro con ellos en el ascensor
subirnos muchas veces como pasmarotes casi sin hablarnos; que cuando yo sonrío
en el ascensor a mi desconocido vecino y él me sonríe a mí, ya hemos iniciado
una amistad; que no puedo perder esta ocasión para saber quiénes están enfermos
o sufriendo en mí vecindad; que a lo mejor puedo curarles un poquito con tres o
cuatro palabras amables: que Dios, en definitiva, viaja todos los días conmigo
en el ascensor y que yo apenas me entero de ello; que no puedo ir a las
iglesias a buscarle y dejar de darle la mano cuando lo tengo más cerca.
Y, mira por dónde, el ascensor de mi casa
se me ha convertido en un santuario gozoso.
José Luis Martín Descalzo
Artículo publicado por Oleada joven
Fuente: Aleteia