“La Iglesia
vietnamita tiene más mártires que cualquier otra”
Cuando
mozo, el padre Felipe no quería ser ni cura ni fraile. Ni siquiera lo de ayudar
en misa como monaguillo le hacía mucho tilín. Pero... los caminos del Señor son
inescrutables. Y un buen día, tropezó, allá en el segoviano Fuentepiñel, su
pueblo natal, con Ramón de Muñana, el jesuita que, por aquel entonces, había
ido a predicar a su parroquia la novena del Sagrado Corazón.
Aquel encuentro cambió la vida de Felipillo de cabo a rabo: hoy es un veterano misionero jesuita, que ha gastado los más de sus días al servicio de la Iglesia, sobre todo, en el lejano Vietnam.
Ahora, al cabo de 56 años de misión, el P. Felipe Gómez ha recalado en el colegio del Sagrado Corazón que la Compañía de Jesús tiene en Logroño. Desde allí, nos da buena cuenta de su labor.
Aquel encuentro cambió la vida de Felipillo de cabo a rabo: hoy es un veterano misionero jesuita, que ha gastado los más de sus días al servicio de la Iglesia, sobre todo, en el lejano Vietnam.
Ahora, al cabo de 56 años de misión, el P. Felipe Gómez ha recalado en el colegio del Sagrado Corazón que la Compañía de Jesús tiene en Logroño. Desde allí, nos da buena cuenta de su labor.
¿En qué familia
nació el P. Felipe? ¿Cuántos hermanos? Tus padres ¿eran agricultores?
Nací
en una familia de labradores modestos, pero no pobres; nunca nos faltó un
mendrugo para comer. Yo soy el mayor de cuatro hermanos. Nací en junio de 1935.
En 1936, mi padre tuvo que ir al Ejército, y yo viví solo con mi madre hasta el
final del conflicto; mi segundo hermano vino 5 años después. Con mi madre
aprendí a rezar y, en la escuela del pueblo, empecé a estudiar.
¿Cómo y cuándo
surgió la vocación religiosa del P. Felipe Gómez? Y ¿por qué jesuita?
La
vocación es un don de Dios. Yo no quería ser “ni cura ni fraile”, y así se lo
había dicho a un tío de mi madre que era sacerdote; pero Dios tenía sus planes.
Resulta que, en 1947 o 48, vino un jesuita, el P. Muñana, a predicar la novena
del Sagrado Corazón en la parroquia. Después de la procesión, mi madre me dio
una naranja para merendar. Yo la estaba pelando en la calle, mientras llegaban
los otros chicos para ir por ahí, a hacer picias... En esas estábamos cuando,
de repente, el padre predicador salió de la iglesia. Y ¡zas! Yo no pude
escapar.
Entonces,
va y me dice: “¡Hola, Felipillo!”. “¡¿Quiay?!”, le respondí. “Con que no
quieres ir al seminario...”, inquirió. “¡No!”, respondí tajante. “Y... ¿no te
gustaría ser religioso?”, me preguntó. “¡No!”, insistí. Me miró fijamente y me
dijo: “¿Te gustaría ser como yo?”. No sé qué pasó por mí, pero respondí:
“Bueno, eso...”. “Anda –me indicó–, di a tu padre que voy a verle dentro de
diez minutos”. Volví a casa. Mi madre se admiró de que regresara tan pronto y
con la naranja sin encentar. Yo solo dije: “Que dice el predicador que viene
aquí dentro de un rato”. Mi padre estaba en la cuadra, echando de comer a los
machos. Gritó: “¿Queeé? ¿Que el predicador viene a merendar?”. Mi madre pensó
que, siendo amigo de su tío, quería hacernos una visita. Mi padre salió bufando
de la cuadra: “Pues no me vaga ir a la bodega a sacar vino fresco”. Llenó el
porrón con lo que tenía en un jarro, y mi madre arrebañó el jamón de la
despensa y preparó lo que pudo.
Y
llegó el P. Muñana. Tras un bocado y un traguillo, va y dice: “Felipín dice que
quiere ser jesuita...”. Mis padres, sorprendidos, arquearon los ojos sin saber
qué decir. “Nada –añadió–, es muy sencillo: ahora estudiará bachillerato y
luego...”.
Mi
padre pensó, enseguida, en el coste. “Sí, claro –señaló–, solo que eso cuesta
mucho, y yo, ahora...”. “Yo me encargo de eso –se apresuró a tranquilizarle el
P. Muñana–. En septiembre, le llevo a Burgos a pasar el examen de entrada. Y
luego, irá a Oña...”.
Y
así empecé en Oña, siendo un “pa-si-valemos”, como, con mucha sorna, nos
llamaban los teólogos del monasterio. Y Dios ha hecho lo demás. El salmo dice
que los caminos del Señor son rectos, pero, de hecho, tienen muchos recovecos.
Para llegar a Logroño desde Fuentepiñel, he tenido que pasar por París, Roma,
Saigón, Manila... y muchos más sitios entre medias. Solo que Dios es el mismo
en todas partes.
¿Cuántos años
de misionero?
Es
difícil responder a esta pregunta, porque ¿qué significa, hoy, “misionero”?.
Hablando en román paladino, “misionero” es el enviado a predicar el Evangelio a
los “paganos”, que, hoy en día, están en todas partes. Pero, en fin, en un
lenguaje más clásico, yo llegué a Vietnam en 1960. Me ordené de sacerdote en
Saigón, en 1966. Luego, en 1975, los comunistas ocuparon todo el país y tuve
que salir. Mi superior, el P. Pedro Arrupe, me envió a Filipinas, al Instituto
Pastoral del Este de Asia, en el que he trabajado hasta 2016, con un paréntesis
de ocho años en París, donde trabajé con vietnamitas y para Vietnam.
Sabemos que el
pan y el vino de tu primera celebración fueron el fruto del trigo y de la vid,
madurados bajo el sol de Castilla, elaborados con mimo y enviados por tus
padres, que se hicieron así presentes al no poder realizar aquel largo viaje...
Sí,
recuerdo que, al volverme para el Dominus vobiscum, vi con los ojos del
espíritu a mis padres sonriendo entre los saigoneses... Pronuncié mi homilía en
vietnamita y, bien que mal, expliqué a los feligreses que sí, que allí estaban
mis padres, en misa, con ellos... Les conté el origen de las hostias y del
vino. Al principio de mi charla, noté que los chiquillos se reían de mis
traspiés en los tonos (¡hasta 7 tonos tiene el idioma vietnamita!); pero, a
medida que avanzaba la historia, me miraban boquiabiertos. Los mayores
empezaron escuchando con cortesía. Y luego... percibí lágrimas furtivas en
muchos ojos. Sobre el altar yacían el pan y el vino de Fuentepiñel. “Esto es mi
Cuerpo...”, y mi madre aportaba la hostia. “Esta es mi sangre...”, y los afanes
de mi padre llenaban el cáliz...
Resúmenos tus
principales destinos...
Desde
1960 hasta 1975, en Vietnam, enseñando Teología. Luego, de 1976 a 2016, en
Manila (Filipinas), en el Instituto Pastoral (enseñando también Teología), con
un paréntesis de ocho años en París, al servicio de los vietnamitas (trabajo
social). Y, como diría mi santo padre Ignacio, “en todo amar y servir”.
¿El momento más
duro de tu peripecia misionera?
Honradamente,
nunca he sentido que el cielo se me cayera encima. Cierto, el día en que me
expulsaron de Vietnam fue muy triste; sobre todo, por ver a la gente llorar.
Pero siempre he sentido al Dios providente y nunca he sufrido depresión o
desesperanza.
Bueno,
“técnicamente hablando”, yo no fui expulsado. Me “hicieron el favor” de que
pudiera ir a ver a mi madre; así me lo dijeron. Fue el último día de agosto de
1975. Los comunistas habían entrado en Saigón, donde yo estaba, a finales de
abril. En Dalat, donde yo vivía, la policía me pidió que escribiera una carta
al Gobierno pidiendo volver a mi patria. Como no había otro remedio, así lo
hice. Y al día siguiente me respondieron “afirmativamente”. Nos cogieron a
todos los religiosos (éramos 14) y, en un minibús, nos llevaron a Saigón, a 300
km. Luego, en un avión, nos enviaron a Bangkok, y desde allí, a París. Yo volé
a Roma, a dar cuenta al P. Pedro Arrupe de lo sucedido y a esperar nuevo
destino. Me envió a cuidar de vietnamitas refugiados en Estados Unidos; “pero,
después –dijo–, irás a Manila, al Instituto Pastoral”.
Yo
no sentí ninguna enemistad de parte de los comunistas; era solo una medida
general para con todos los extranjeros.
¿Y el momento
más grato y reconfortante de todos?
Pues
cuando he podido volver a Vietnam, aunque solo temporalmente, para ejercer mis
ministerios y ayudar a mis hermanos.
Ya hace más de
cuarenta años que terminó –el 30 de abril del año 1975– la guerra entre el
norte y el sur. Pero dicen que todavía la Administración vietnamita no trata
igual a los del sur que a sus vecinos del norte. ¿Es eso cierto? ¿Crees que
todavía no ha llegado la definitiva reconciliación entre los vietnamitas?
Esto
no es verdad. Hoy todos los vietnamitas son más o menos lo mismo (cierto, los
comunistas tienen sus privilegios...) y el país se está abriendo mucho. El
régimen es totalitario en política, ideología (educación, prensa, libros) y
administración, pero es capitalista en economía. En religión, es bastante
tolerante. Por tradición, el sur (Saigón) es más abierto; el centro es más
conservador; el norte es más rígido, pero se está suavizando poco a poco.
Aquella guerra
sigue cobrándose víctimas entre la población civil por las bombas y minas que
quedaron desperdigadas. ¿Se ha hecho algo para atajar las heridas de este
desastre?
Esto
es verdad; pero tampoco hay que exagerar. En España mueren más personas por
accidentes de tráfico que en Vietnam por culpa de las minas. En Camboya es
peor, por las minas de los jemeres rojos. Luego se habla de que esto afecta
sobre todo a “campesinos empobrecidos”. En realidad, los campesinos del Delta
(donde pueden quedar minas) son los más ricos del país; los campesinos pobres
están en el centro de Vietnam, donde no hay minas. Piensa que esos campesinos
del Delta exportan arroz a Filipinas. Después de las guerras, siempre se
produce ese fenómeno. Hoy, en Vietnam, están deseando que los EE UU vuelvan...
Su enemigo, ahora, es China.
¿Cuál es el
presente de la Iglesia católica vietnamita? ¿Puede trabajar con libertad? Y su
futuro, ¿cómo se presenta?
La
Iglesia está bien viva. Hay 26 diócesis y muchas vocaciones (hace poco se
acaban de ordenar ocho jesuitas, y han entrado 21 novicios; otras
congregaciones tienen tantas o más vocaciones). La Iglesia trabaja bien y bajo
este régimen prospera; si se democratizase, me temo que pasaría como aquí...
Pero, en fin, el futuro solo Dios lo sabe. La Iglesia de Vietnam ha sido casi
siempre perseguida; tiene más mártires que cualquier otra Iglesia en el mundo
(entre 100.000 y 200.000). Ahora, los cristianos vietnamitas han empezado a
enviar misioneros a otros países.
Cambiando de
tema, la media de edad de los jesuitas españoles frisa los 78 años. Las
ordenaciones, en nuestro país, escasean. ¿Cómo contempla, desde la atalaya de
su mucha experiencia, el futuro de la Iglesia en España y en el mundo?
Es
un problema grave. Pero lo hemos conocido peor. A fines del siglo XVIII,
Voltaire “vaticinó” la desaparición del catolicismo en 30 años. La Compañía de
Jesús había sido suprimida por el mismo papa, Clemente XIV, en 1773. Pero luego
enterramos a Voltaire y lo haremos con otros del mismo jaez. Y seguiremos
“tirando p’alante”, porque nos asentamos en una roca que tiene promesa divina
de estabilidad. Los jesuitas no somos la Iglesia, claro; pero sobrevivimos: el
10 de septiembre hicieron los primeros votos seis novicios en Loyola. Nada como
para echar las campanas a vuelo, pero algo es algo: el Espíritu Santo no nos
olvida. Hay que reforzar nuestra esperanza; que Dios aprieta, pero no ahoga.
Durante siglos, hemos enviado misioneros a otros países; ahora ellos nos envían
misioneros a nosotros. También eso es la “comunión de los santos”... Con la
inmigración, la sociedad española se vuelve variopinta; la Iglesia se hace más
católica.
Recientemente,
el papa Francisco se ha encontrado en Polonia con millones de jóvenes que
acudieron a Cracovia desde todos los rincones del mundo, y les ha invitado a
combatir la guerra a golpe de fraternidad. ¿Crees que está cerca ese mundo
diferente con el que sueña el papa Francisco?
No
soy ni profeta ni hijo de profetas, como diría el bueno de Amós. Pero creo en
el Espíritu Santo, que es el “alma” de la Iglesia. El Espíritu sigue soplando,
aunque a veces no barruntamos de dónde viene ni adónde va. Tenemos, sí, al papa
Francisco, tenemos a la santa Madre Teresa de Calcuta..., que no son más que el
pico del iceberg de la santidad en la Iglesia. Estoy convencido de que vivimos
en la mejor Iglesia que ha existido jamás. Hay mucha caridad por ahí. Y, donde
hay amor, hay porvenir. Mencionas a los jóvenes: ellos son la Iglesia del
futuro. Ellos traen entusiasmo a una Iglesia que, a veces, me parece
cariacontecida. Traen creatividad a nuestra rutina. Sacuden nuestras certezas
con sus “ocurrencias renovadoras”. De ellos tiene que salir el mundo nuevo que
añoramos. Pero no será sin los “dolores de parto” de los que habló Jesús.
Alberto
Salazar