¿Qué
es lo que nos pide Jesús? Quiere corazones verdaderamente consagrados, que
viven del perdón que han recibido de él, para derramarlo con compasión sobre
los hermanos
Este sábado el Papa Francisco presidió en
el Santuario San Juan Pablo II en Cracovia (Polonia) la Misa con los sacerdotes,
religiosas, religiosos y seminaristas, en la que los exhortó a ser siempre una Iglesia en salida que lleve a los hombres la
misericordia de Dios.
A continuación el texto completo de la
homilía:
El pasaje del Evangelio que hemos
escuchado (cf. Jn 20, 19-31) nos habla de un lugar, de un discípulo y un libro.
El lugar es la casa en la que estaban los
discípulos al anochecer del día de la Pascua:
de ella se dice sólo que sus puertas estaban cerradas (cf. v. 19). Ocho días
más tarde, los discípulos estaban todavía en aquella casa, y sus puertas
también estaban cerradas (cf. v. 26). Jesús entra, se pone en medio y trae su
paz, el Espíritu Santo y el perdón de los pecados: en una palabra, la
misericordia de Dios. En este local cerrado resuena fuerte el mensaje que Jesús
dirige a los suyos: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v.
21).
Jesús envía. Él desea desde el principio
que la Iglesia esté de salida, que vaya al mundo. Y quiere que lo haga tal como
él mismo lo ha hecho, como él ha sido mandado al mundo por el Padre: no como un
poderoso, sino en forma de siervo (cf. Flp 2,7), no «a ser servido, sino a
servir» (Mc 10,45) y llevar la Buena Nueva (cf. Lc 4,18); también los suyos son
enviados así en todos los tiempos. Llama la atención el contraste: mientras que
los discípulos cerraban las puertas por temor, Jesús los envía a una misión;
quiere que abran las puertas y salgan a propagar el perdón y la paz de Dios con
la fuerza del Espíritu Santo.
Esta llamada es también para nosotros.
¿Cómo no sentir aquí el eco de la gran exhortación de san Juan Pablo II:
«¡Abrid las puertas!»? No obstante, en nuestra vida
como sacerdotes y personas consagradas, se puede tener con frecuencia la
tentación de quedarse un poco encerrados, por miedo o por comodidad, en
nosotros mismos y en nuestros ámbitos. Pero la dirección que Jesús indica es de
sentido único: salir de nosotros mismos.
Es un viaje sin billete de vuelta. Se
trata de emprender un éxodo de nuestro yo, de perder la vida por él (cf. Mc
8,35), siguiendo el camino de la entrega de sí mismo. Por otro lado, a Jesús no
le gustan los recorridos a mitad, las puertas entreabiertas, las vidas de doble
vía. Pide ponerse en camino ligeros, salir renunciando a las propias
seguridades, anclados únicamente en él.
En otras palabras, la vida de sus
discípulos más cercanos, como estamos llamados a ser, está hecha de amor
concreto, es decir, de servicio y disponibilidad; es una vida en la que no hay
espacios cerrados ni propiedad privada para nuestras propias comodidades.
Quien ha optado por configurar toda su
existencia con Jesús ya no elige dónde estar, sino que va allá donde se le
envía, dispuesto a responder a quien lo llama; tampoco dispone de su propio
tiempo. La casa en la que reside no le pertenece, porque la Iglesia y el mundo
son los espacios abiertos de su misión. Su tesoro es poner al Señor en medio de
la vida, sin buscar otra para él. Huye, pues, de las situaciones gratificantes
que lo pondrían en el centro, no se sube a los estrados vacilantes de los
poderes del mundo y no se adapta a las comodidades que aflojan la
evangelización; no pierde el tiempo en proyectar un futuro seguro y bien
remunerado, para evitar el riesgo convertirse en aislado y sombrío, encerrado
entre las paredes angostas de un egoísmo sin esperanza y sin alegría.
Contento con el Señor, no se conforma con
una vida mediocre, sino que tiene un deseo ardiente de ser testigo y de llegar
a los otros; le gusta el riesgo y sale, no forzado por caminos ya trazados,
sino abierto y fiel a las rutas indicadas por el Espíritu: contrario al «ir
tirando», siente el gusto de evangelizar.
En segundo lugar, aparece en el Evangelio
de hoy la figura de Tomás, el único discípulo que se menciona. En su duda y su
afán de entender —y también un poco terco—, este discípulo se nos asemeja un
poco, y hasta nos resulta simpático. Sin saberlo, nos hace un gran regalo: nos
acerca a Dios, porque Dios no se oculta a quien lo busca. Jesús le mostró sus
llagas gloriosas, le hizo tocar con la mano la ternura infinita de Dios, los
signos vivos de lo que ha sufrido por amor a los hombres.
Para nosotros, los discípulos, es muy
importante poner nuestra humanidad en contacto con la carne del Señor, es
decir, llevarle a él, con confianza y total sinceridad, hasta el fondo, lo que
somos.
Jesús, como dijo a santa Faustina, se
alegra de que hablemos de todo, no se cansa de nuestras vidas, que ya conoce;
espera que la compartamos, incluso que le contemos cada día lo que nos ha
pasado (cf. Diario, 6 septiembre 1937).
Así se busca a Dios, con una oración que
sea transparente y no se olvide de confiar y encomendar las miserias, las
dificultades y las resistencias. El corazón de Jesús se conquista con la
apertura sincera, con los corazones que saben reconocer y llorar las propias
debilidades, confiados en que precisamente allí actuará la divina
misericordia. ¿Qué es lo que nos pide Jesús? Quiere corazones
verdaderamente consagrados, que viven del perdón que han recibido de él, para
derramarlo con compasión sobre los hermanos.
Jesús busca corazones abiertos y tiernos
con los débiles, nunca duros; corazones dóciles y transparentes, que no
disimulen ante los que tienen la misión en la Iglesia de orientar en el camino.
El discípulo no rechaza hacerse preguntas, tiene la valentía de sentir la duda
y de llevarla al Señor, a los formadores y a los superiores, sin cálculos ni
reticencias. El discípulo fiel lleva a cabo un discernimiento atento y
constante, sabiendo que cada día hay que educar el corazón, a partir de los
afectos, para huir de toda doblez en las actitudes y en la vida.
El apóstol Tomás, al final de su búsqueda
apasionada, no sólo ha llegado a creer en la resurrección, sino que ha
encontrado en Jesús lo más importante de la vida, a su Señor; le dijo: «Señor
mío y Dios mío» (v. 28). Nos hará bien rezar cada día estas palabras
espléndidas, para decirle: «Eres mi único bien, la ruta de mi camino, el
corazón de mi vida, mi todo.
En el último versículo que hemos
escuchado, se habla, en fin, de un libro: es el Evangelio, en el que no están
escritos muchos otros signos que hizo Jesús (v. 30). Después del gran signo de
su misericordia —podemos pensar—, ya no se ha necesitado añadir nada más. Pero
queda todavía un desafío, queda espacio para los signos que podemos hacer
nosotros, que hemos recibido el Espíritu del amor y estamos llamados a difundir
la misericordia.
Se puede decir que el Evangelio, libro
vivo de la misericordia de Dios, que hay que leer y releer continuamente,
todavía tiene al final páginas en blanco: es un libro abierto, que estamos
llamados a escribir con el mismo estilo, es decir, realizando obras de
misericordia.
Os pregunto: ¿Cómo están las páginas del
libro de cada uno de vosotros? ¿Se escriben cada día? ¿Están escritas sólo en
parte? ¿Están en blanco? Que la Madre de Dios nos ayude en ello: que ella, que
ha acogido plenamente la Palabra de Dios en su vida (cf. Lc 8,20-21), nos de la
gracia de ser escritores vivos del Evangelio; que nuestra Madre de misericordia
nos enseñe a curar concretamente las llagas de Jesús en nuestros hermanos y
hermanas necesitados, de los cercanos y de los lejanos, del enfermo y del
emigrante, porque sirviendo a quien sufre se honra a la carne de Cristo.
Que la Virgen María nos ayude a
entregarnos hasta el final por el bien de los fieles que se nos han confiado y
a sostenernos los unos a los otros, como verdaderos hermanos y hermanas en la
comunión de la Iglesia, nuestra santa Madre.
Queridos hermanos y hermanas, cada uno de
nosotros guarda en el corazón una página personalísima del libro de la
misericordia de Dios: es la historia de nuestra llamada, la voz del amor que
atrajo y transformó nuestra vida, llevándonos a dejar todo por su palabra y a
seguirlo (cf. Lc 5,11).
Reavivemos hoy, con gratitud, la memoria
de su llamada, más fuerte que toda resistencia y cansancio.
Demos gracias al Señor continuando con la
celebración eucarística, centro de nuestra vida, porque ha entrado en nuestras
puertas cerradas con su misericordia; porque nos da la gracia de seguir
escribiendo su Evangelio de amor.
Fuente:
ACI Prensa
