El ascensor divino
Estamos en un siglo de
inventos. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los peldaños de una escalera:
en las casas de los ricos, un ascensor la suple ventajosamente. Yo quisiera también
encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña
para subir la dura escalera de la perfección.
Entonces busqué en los Libros
Sagrados algún indicio del ascensor, objeto de mi deseo, y leí estas palabras
salidas de la boca de Sabiduría eterna: El que sea pequeñito, que venga a mí. Y
entonces fui, adivinando que había encontrado lo que buscaba.
Nunca palabras más tiernas ni más melodiosas alegraron mi alma ¡El
ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús! Y para eso,
no necesito crecer; al contrario, tengo que seguir siendo pequeña, tengo que
empequeñecerme más y más. Tú, Dios mío, has rebasado mi esperanza, y yo quiero
cantar tus misericordias: «Me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato
tus maravillas, y las seguiré publicando hasta mi edad más avanzada». Sal. LXX.
¿Cuál será para mí esta edad avanzada?
Me parece que podría ser ya ahora, pues
dos mil años no son más a los ojos de Dios que veinte años..., que un solo
día... No piense, Madre querida, que su hija quiera dejarla... No crea que
estime como una gracia mayor morir en la aurora de la vida que al atardecer. Lo
que ella estima, lo único que desea es agradar a Jesús... Ahora que él parece
acercarse a ella para llevarla a la morada de su gloria, su hija se alegra.
Hace ya mucho que ha comprendido que Dios no tiene necesidad de nadie (y mucho
menos de ella que de los demás) para hacer el bien en la tierra. Perdóneme,
Madre, si la estoy poniendo triste..., me gustaría tanto alegrarla... Pero si sus
oraciones no son escuchadas en la tierra, si Jesús separa durante algunos días
a la Madre de la hija, ¿cree que esas oraciones no serán escuchadas en el
cielo...? Yo sé que su deseo es que yo realice junto a usted una misión muy5
dulce y muy fácil. ¿Pero no podría concluirla desde el cielo...? Como un día
Jesús dijo a san Pedro, también usted le dijo a su hija: «Apacienta mis
corderos».
Y yo me quedé atónita, y le dije que «era demasiado pequeña...», y
le pedí que apacentase usted misma a sus corderitos, y que me cuidase también a
mí y me concediera la gracia de pastar con ellos. Y usted, Madre querida,
respondiendo en parte a mi justo deseo, cuidó de los corderitos a la vez que de
las ovejas6, encargándome a mí de llevarlos a ellos con frecuencia a pacer a la
sombra, de enseñarles las hierbas mejores y las más nutritivas, y también de
mostrarles las flores de brillantes colores que nunca deben tocar a no ser para
aplastarlas con sus pies... Usted no ha temido, Madre querida, que yo
extraviase a sus corderitos. Ni mi inexperiencia ni mi juventud la han
asustado.
Tal vez se acordó de que el Señor se suele complacer en conceder la
sabiduría a los pequeños, y de que un día, exultante de gozo, bendijo a su
Padre por haber escondido sus secretos a los sabios y entendidos y habérselas
revelado a los más pequeños. Usted, Madre, sabe bien que son muy pocas las
almas que no miden el poder divino por la medida de sus cortos pensamientos y
que quieren que haya excepciones a todo en la tierra. ¡Sólo Dios no tiene
derecho alguno a hacerlas! Sé que hace mucho tiempo que entre los humanos se
practica esta forma de medir la experiencia por los años, pues ya el santo rey
David en su adolescencia cantaba al Señor: «Soy joven y despreciado».
Sin
embargo, no teme decir en ese mismo salmo 118: «Soy más sagaz que los ancianos,
porque busco tu voluntad... Tu palabra es lámpara para mis pasos... Estoy
dispuesto para cumplir tus mandatos, y nada me turba...» Madre querida, usted
no tuvo reparo en decirme un día que Dios iluminaba mi alma, que hasta me daba
la experiencia de los años... Madre, yo soy demasiado pequeña para sentir
vanidad, soy demasiado pequeña también para hacer frases bonitas con el fin de
hacerle creer que tengo una gran humildad.
Prefiero reconocer con toda
sencillez que el Todopoderoso ha hecho obras grandes en el alma de la hija de
su divina Madre, y que la más grande de todas es haberle hecho ver su pequeñez,
su impotencia. Madre querida, usted sabe cómo Dios ha querido que mi alma
pasara por muchas clases de pruebas. He sufrido mucho desde que estoy en la
tierra. Pero si en mi niñez sufría con tristeza, ahora ya no sufro así: lo hago
con alegría y con paz, soy realmente feliz de sufrir.
Madre, muy bien tiene que
conocer usted todos los secretos de mi alma para no sonreír al leer estas
líneas. Pues, a juzgar por las apariencias, ¿existe acaso un alma menos probada
que la mía? Pero ¡qué extrañada se quedaría mucha gente si la prueba que desde
hace un año vengo sufriendo apareciese ante sus ojos...! Usted, Madre querida,
conoce ya esta prueba. Sin embargo, quiero volver a hablarle de ella, pues la
considero como una gracia muy grande que he recibido durante su bendito
priorato.
Fuente: Catholic.net