Teresa y su priora (II)
Perdóneme, Madre, mi
sencillez infantil. Yo sé que me va a permitir hablarle sin andar rebuscando lo
que a una joven religiosa le está permitido decirle a su priora.
Tal vez no
siempre me mantenga dentro de los límites prescritos a los súbditos; pero,
Madre, me atrevo a decir que la culpa será suya, pues yo la trato como una hija,
ya que usted no me trata como priora sino como madre... Sé muy bien, Madre
querida, que a través de usted me habla Dios.
Jesús sabía muy bien que su florecita
necesitaba el agua vivificante de la humillación, que era demasiado débil para
echar raíces sin esa ayuda, y quiso prestársela, Madre, por medio de usted. De
un año y medio a esta parte, Jesús ha querido cambiar la forma de hacer crecer
a su florecita; sin duda pensó que estaba ya suficientemente regada, pues ahora
es el sol quien la hace crecer. Jesús no quiere ya para ella más que su sonrisa
divina, y esa sonrisa se la da también por medio de usted, Madre querida. Y ese
dulce sol, lejos de ajar a la florecita, la hace crecer de una manera
maravillosa.
En el fondo de su cáliz conserva las preciosas gotas de roció que
recibió, y esas gotas le recuerdan incesantemente que es pequeña y débil... Ya
pueden todas las criaturas inclinarse hacia ella, admirarla, colmarla de
alabanzas. No sé por qué, pero nada de eso lograría añadir ni una gota de falsa
alegría a la verdadera alegría que saborea en su corazón al ver lo que es en
realidad a los ojos de Dios: una pobre nada, y sólo eso. Digo que no sé por
qué, ¿pero no será porque hasta tanto que su pequeño cáliz no estuvo lo
suficientemente lleno del rocío de la humillación, se vio privada del agua de
las alabanzas? Ahora ya no existe ese peligro; al contrario, a la florecita le
parece tan delicioso el rocío que la llena, que no lo cambiaría por el agua
insípida de los halagos.
No quiero hablar, Madre querida, de las muestras de
amor y de confianza que usted me ha dado. Pero no piense que el corazón de su
hija sea insensible a ellas. Lo que pasa es que sé muy bien que ahora no tengo
nada que temer; al contrario, puedo gozarme de ellas, atribuyendo a Dios todo
lo bueno que él ha querido poner en mí. Si a él le gusta hacerme parecer mejor
de lo que soy, no es cosa mía, es muy libre de hacer lo que quiera... ¡Por qué
caminos tan diferentes, Madre, lleva el Señor a las almas!
En la vida de los
santos, vemos que hay muchos que no han querido dejar nada de sí mismos después
de su muerte: ni el menor recuerdo, ni el menor escrito; hay otros, en cambio,
como nuestra Madre santa Teresa, que han enriquecido a la Iglesia con sus
sublimes revelaciones, sin temor alguno a revelar los secretos del Rey, a fin
de que sea más conocido y más amado de las almas. ¿Cuál de estos dos tipos de
santo agrada más a Dios? Me parece, Madre, que ambos le agradan por igual, pues
todos ellos han seguido las mociones del Espíritu Santo, y el Señor dijo: Decid
al justo que todo está bien. Sí, cuando sólo se busca la voluntad de Jesús,
todo está bien. Por eso, yo, pobre florecita, obedezco a Jesús tratando de
complacer a mi Madre querida. Usted, Madre, sabe bien que yo siempre he deseado
ser santa.
Pero, ¡ay!, cuando me comparo con los santos, siempre constato que
entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cumbre
se pierde en el cielo y el oscuro grano que los caminantes pisan al andar. Pero
en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no puede inspirar deseos
irrealizables4; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la
santidad. Agrandarme es imposible; tendré que soportarme tal cual soy, con
todas mis imperfecciones. Pero quiero buscar la forma de ir al cielo por un
caminito muy recto y muy corto, por un caminito totalmente nuevo.
Fuente: Catholic.net