Fin del Manuscrito C
Madre querida, ésa es mi
oración. Yo pido a Jesús que me atraiga a las llamas de su amor, que me una tan
íntimamente a él que sea él quien viva y quien actúe en mí. Siento que cuanto
más abrase mi corazón el fuego del amor, con mayor fuerza diré «Atráeme»; y que
cuanto más se acerquen las almas a mí (pobre trocito de hierro, si me alejase
de la hoguera divina), más ligeras correrán tras los perfumes de su Amado.
Porque un alma abrasada de amor no puede estarse inactiva.
Así lo entendieron todos los santos, y más
especialmente los que han llenado el universo con la luz de la doctrina
evangélica. ¿No fue en la oración donde san Pablo, san Agustín, san Juan de la
Cruz, santo Tomás de Aquino, san Francisco, santo Domingo y tantos otros amigos
ilustres de Dios bebieron aquella ciencia divina que cautivaba a los más
grandes genios? Un sabio decía: «Dadme una palanca, un punto de apoyo, y
levantaré el mundo».
Lo que Arquímedes no pudo lograr, porque su petición no se
dirigía a Dios y porque la hacía desde un punto de vista material, los santos
lo lograron en toda su plenitud. El Todopoderoso les dio un punto de
apoyo: El mismo, El solo. Y una palanca: la oración, que abrasa con fuego de
amor. Y así levantaron el mundo. Y así lo siguen levantando los santos que aún
militan en la tierra. Y así lo seguirán levantando hasta el fin del mundo los
santos que vendrán.
Madre querida, quisiera decirle ahora lo que yo entiendo
por el olor de los perfumes del Amado. Dado que Jesús ascendió al cielo, yo
sólo puedo seguirle siguiendo las huellas que él dejó. ¡Pero qué luminosas y
perfumadas son esas huellas! Sólo tengo que poner los ojos en el santo
Evangelio para respirar los perfumes de la vida de Jesús y saber hacia dónde
correr... No me abalanzo al primer puesto, sino al último; en vez de
adelantarme con el fariseo, repito llena de confianza la humilde oración del
publicano. Pero, sobre todo, imito la conducta de la Magdalena.
Su asombrosa,
o, mejor dicho, su amorosa audacia, que cautiva el corazón de Jesús, seduce al
mío. Sí, estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los
pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a
echarme en brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él.
Es cierto que Dios, en su misericordia preveniente, ha preservado mi alma del
pecado mortal. Pero no es ésa la razón de que yo me eleve a él por la
confianza y el amor.
FIN DE
LOS MANUSCRITOS AUTOBIOGRÁFICOS
Fuente: Catholic.net
