Instrumentos de Dios
Madre, yo no sabría
explicarle tan bien estos tristes sentimientos de la naturaleza si yo misma no
los hubiese experimentado en mi propio corazón. Y me gustaría mecerme en la
dulce ilusión de que sólo han visitado el mío, si usted no me hubiese mandado
escuchar las tentaciones de sus queridas novicias.
En el cumplimiento de la
misión que usted me confió he aprendido mucho. Sobre todo, me he visto obligada
a practicar yo misma lo que enseñaba a las demás.
Él es, pues,
muy libre de servirse de mí para comunicar a un alma un buen pensamiento. Si yo
creyera que ese pensamiento me pertenece, me parecería al «asno que llevaba las
reliquias», que pensaba que los homenajes tributados a los santos iban
dirigidos a él. No desprecio los pensamientos profundos que alimentan el alma y
la unen a Dios.
Pero hace mucho tiempo ya que he comprendido que el alma no
debe apoyarse en ellos, ni hacer consistir la perfección en recibir muchas
iluminaciones. Los pensamientos más hermosos no son nada sin las obras. Es
cierto que los demás pueden sacar mucho provecho de las luces que a ella se le
conceden, si se humillan y saben dar gracias a Dios por permitirles tomar parte
en el festín de un alma a la que él se digna enriquecer con sus gracias.
Pero
si esta alma se complace en sus grandes pensamientos y hace la oración del
fariseo, entonces viene a ser como una persona que se muere de hambre ante una
mesa bien surtida mientras todos sus invitados disfrutan en ella de comida
abundante y hasta dirigen de vez en cuando una mirada de envidia al personaje
poseedor de tantos bienes. ¡Qué gran verdad es que sólo Dios conoce el fondo de
los corazones...! ¡Y qué cortos son los pensamientos de las criaturas...!
Cuando ven un alma con más luces que las otras, enseguida sacan la
conclusión de que Jesús las ama a ellas menos que a esa alma y de que no las
llama a la misma perfección.
¿Desde cuándo no tiene ya derecho el Señor a
servirse de una de sus criaturas para conceder a las almas que ama el alimento
que necesitan? En tiempos del faraón el Señor aún tenía ese derecho, pues en la
Sagrada Escritura le dice a este monarca: «Te he constituido rey para mostrar
en ti mi poder y para hacer famoso mi nombre en toda la tierra». Desde que el
Todopoderoso pronunció estas palabras han pasado siglos y siglos, y su forma de
actuar sigue siendo la misma: siempre se ha servido de sus criaturas como de
instrumentos para realizar su obra en las almas.
Fuente: Catholic.net