La caridad
(IV)
Tiempo atrás creía no estar
apegada a nada. Pero desde que comprendí las palabras de Jesús, veo que, cuando
llega la ocasión, [16vº] soy aún muy imperfecta. Por ejemplo, en el oficio de
pintura nada es mío, lo sé muy bien.
Pero si, al ponerme a trabajar, encuentro
los pinceles y las pinturas en completo desorden, si ha desaparecido una regla
o un cortaplumas, ya me pongo en un tris de perder la paciencia y tengo que
armarme de todo mi valor para no reclamar con aspereza los objetos que me
faltan.
No, no
existe alegría comparable a la que saborea el verdadero pobre de espíritu. Si pide
con desprendimiento algo que necesita, y no sólo se lo niegan sino que hasta
intentan quitarle lo que tiene, está siguiendo el consejo de Jesús: «Al que
quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa...»
Darle
también la capa es, creo yo, renunciar una a sus últimos derechos, considerarse
como la sierva y la esclava de las demás. Cuando se ha entregado la capa, es
más fácil caminar, correr. Por eso Jesús añade: «Y al que te exija caminar con
él mil pasos, acompáñale dos mil». Así que no basta con dar a quien me
pida; debo adelantarme a su deseos, mostrarme muy agradecida y muy honrada de
poder prestarle un servicio; y si me cogen una cosa que tengo a mi uso, no he
de hacer ver que lo siento, sino, por el contrario, mostrarme contenta de que
me hayan quitado de en medio ese estorbo. Madre querida, estoy muy lejos de
practicar lo que entiendo tan bien, pero el simple deseo que tengo de hacerlo
me da paz.
Me doy cuenta, más aún que los días anteriores, que me he explicado
rematadamente mal. He hecho una especie de discurso sobre la caridad, cuya
lectura ha tenido que cansarla. Perdóneme, Madre querida, y piense que en este
momento las enfermeras17 están practicando conmigo lo que acabo de escribir: no
les importa caminar dos mil pasos cuando veinte bastarían. ¡He podido, pues,
contemplar la caridad en acción18! Sin duda que mi alma debe sentirse perfumada
por ello. Pero mi mente confieso que se ha paralizado un poco ante semejante
abnegación, y mi pluma ha perdido agilidad.
Para poder trasladar al papel mis
pensamientos, tendría que estar como el pájaro solitario, y pocas veces tengo
esa suerte. En cuanto cojo la pluma, aparece una hermana que pasa junto a mí
con la horca al hombro y que cree que me distraerá dándome un poco de palique:
el heno, los patos, las gallinas, la visita del médico, todo sale a relucir. A
decir verdad, la escena no dura mucho; pero hay más de una hermana caritativa,
y de pronto otra heneadora me deja unas flores sobre las rodillas, pensando
quizás inspirarme pensamientos poéticos. Y yo, que en ese momento no los busco, preferiría que las flores siguieran meciéndose en sus tallos.
Por fin,
cansada de abrir y cerrar este famoso cuaderno, abro un libro (que no quiere
quedarse abierto), y digo muy decidida que estoy copiando algunos pensamientos
de los salmos y del Evangelio para el santo de nuestra Madre. Y es muy cierto,
pues no economizo precisamente las citas... Madre querida, creo que la
divertiría mucho si le contase todas mis aventuras en los bosquecillos del
Carmelo. No sé si habré podido escribir diez líneas sin verme interrumpida.
Esto no debería hacerme reír, ni divertirme; pero, por amor a Dios y a mis
hermanas (tan caritativas conmigo), trato de parecer contenta, y sobre todo de
estarlo...
Ahora mismo acaba de irse una heneadora después de decirme con tono
compasivo: -«Pobre hermanita, ¡cómo tiene que cansarte estar escribiendo así
todo el día! -«No te preocupes, le contesté, parece que escribo mucho, pero en
realidad no escribo casi nada». -«Me alegro, me dijo ya más tranquila; de todas
formas, me alegro de que estemos con la siega, pues eso no dejará de distraerte
un poco». Y, en efecto, es una distracción tan grande la que tengo (sin contar
las visitas de las enfermeras), que no miento cuando digo que no escribo casi
nada. Por suerte, no me desanimo fácilmente. Para demostrárselo, Madre, voy a
terminar de explicarle lo que Jesús me ha hecho comprender acerca de la
caridad. Hasta aquí sólo le he hablado de lo exterior. Ahora quisiera decirle
cómo entiendo yo la caridad puramente espiritual. Estoy segura, Madre,
de que no tardaré en mezclar una con otra.
Pero como es a usted a quien le
hablo, sé que no le será difícil captar mi pensamiento y desenredar la madeja
de su hija. No siempre es posible en el Carmelo practicar al pie de la letra
las enseñanzas del Evangelio. A veces una se ve obligada, en razón de su
oficio, a negarse a hacer un favor. Pero cuando la caridad ha echado hondas
raíces en el alma, se manifiesta al exterior. Hay una forma tan elegante de
negar lo que no se puede dar, que la negativa agrada tanto como el mismo don.
Es cierto que cuesta menos pedir un favor a una hermana que está siempre
dispuesta a complacernos. Pero Jesús dijo: «Al que te pide prestado, no lo
rehuyas».
Así pues, no debemos huir de las hermanas que tienen la costumbre de
estar siempre pidiendo favores, con el pretexto de que tendremos que
negárselos. Ni debemos tampoco ser serviciales por parecerlo, o con la
esperanza de que en otra ocasión la hermana a la que ahora ayudamos nos
devolverá el favor, pues Nuestro Señor nos dice también: «Y si prestáis a
aquellos de los esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores
prestar a otros pecadores con intención de cobrárselo. No, vosotros prestad sin
esperar nada, y tendréis un gran premio». Sí, el premio es grande, incluso en
esta tierra... En este camino, sólo cuesta dar el primer paso.
Prestar sin
esperar nada a cambio parece duro a la naturaleza; preferiríamos dar, pues lo
que damos ya no nos pertenece. Cuando alguien viene a decirnos con aire
muy sincero: «Hermana, necesito tu ayuda durante unas horas; pero no te
preocupes, que ya tengo permiso de nuestra Madre, y en otra ocasión te
devolveré el tiempo que me dediques, pues sé lo ocupada que estás», como
realmente sabemos muy bien que ese tiempo que prestamos nunca se nos devolverá,
preferiríamos decir: Te lo regalo Esto satisfaría nuestro amor propio, pues dar
es un acto más generoso que prestar, y además así hacemos saber a la hermana
que no contamos con sus servicios... ¡Qué contrarias a los sentimientos de la
naturaleza son las enseñanzas de Jesús! Sin la ayuda de su gracia, no sólo no
podríamos ponerlas por obra, sino ni siquiera comprenderlas.
Fuente: Catholic.net