SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS: "HISTORIA DE UN ALMA" (CAPÍTULO X LA PRUEBA DE LA FE 1896-1897)

La caridad (IV)

Tiempo atrás creía no estar apegada a nada. Pero desde que comprendí las palabras de Jesús, veo que, cuando llega la ocasión, [16vº] soy aún muy imperfecta. Por ejemplo, en el oficio de pintura nada es mío, lo sé muy bien. 

Pero si, al ponerme a trabajar, encuentro los pinceles y las pinturas en completo desorden, si ha desaparecido una regla o un cortaplumas, ya me pongo en un tris de perder la paciencia y tengo que armarme de todo mi valor para no reclamar con aspereza los objetos que me faltan. 

A veces, ¿cómo no?, hay que pedir las cosas indispensables; pero si se hace con humildad, no se falta al mandamiento de Jesús, al contrario, se obra como los pobres, que tienden la mano para recibir lo que necesitan, y, si son rechazados, no se extrañan, pues nadie les debe nada. ¡Y qué paz inunda el alma cuando se eleva por encima de los sentimientos de la naturaleza...!

No, no existe alegría comparable a la que saborea el verdadero pobre de espíritu. Si pide con desprendimiento algo que necesita, y no sólo se lo niegan sino que hasta intentan quitarle lo que tiene, está siguiendo el consejo de Jesús: «Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa...» 

Darle también la capa es, creo yo, renunciar una a sus últimos derechos, considerarse como la sierva y la esclava de las demás. Cuando se ha entregado la capa, es más fácil caminar, correr. Por eso Jesús añade: «Y al que te exija caminar con él mil pasos, acompáñale dos mil». Así que no basta con dar a quien me pida; debo adelantarme a su deseos, mostrarme muy agradecida y muy honrada de poder prestarle un servicio; y si me cogen una cosa que tengo a mi uso, no he de hacer ver que lo siento, sino, por el contrario, mostrarme contenta de que me hayan quitado de en medio ese estorbo. Madre querida, estoy muy lejos de practicar lo que entiendo tan bien, pero el simple deseo que tengo de hacerlo me da paz. 

Me doy cuenta, más aún que los días anteriores, que me he explicado rematadamente mal. He hecho una especie de discurso sobre la caridad, cuya lectura ha tenido que cansarla. Perdóneme, Madre querida, y piense que en este momento las enfermeras17 están practicando conmigo lo que acabo de escribir: no les importa caminar dos mil pasos cuando veinte bastarían. ¡He podido, pues, contemplar la caridad en acción18! Sin duda que mi alma debe sentirse perfumada por ello. Pero mi mente confieso que se ha paralizado un poco ante semejante abnegación, y mi pluma ha perdido agilidad. 

Para poder trasladar al papel mis pensamientos, tendría que estar como el pájaro solitario, y pocas veces tengo esa suerte. En cuanto cojo la pluma, aparece una hermana que pasa junto a mí con la horca al hombro y que cree que me distraerá dándome un poco de palique: el heno, los patos, las gallinas, la visita del médico, todo sale a relucir. A decir verdad, la escena no dura mucho; pero hay más de una hermana caritativa, y de pronto otra heneadora me deja unas flores sobre las rodillas, pensando quizás inspirarme pensamientos poéticos. Y yo, que en ese momento no los busco, preferiría que las flores siguieran meciéndose en sus tallos. 

Por fin, cansada de abrir y cerrar este famoso cuaderno, abro un libro (que no quiere quedarse abierto), y digo muy decidida que estoy copiando algunos pensamientos de los salmos y del Evangelio para el santo de nuestra Madre. Y es muy cierto, pues no economizo precisamente las citas... Madre querida, creo que la divertiría mucho si le contase todas mis aventuras en los bosquecillos del Carmelo. No sé si habré podido escribir diez líneas sin verme interrumpida. Esto no debería hacerme reír, ni divertirme; pero, por amor a Dios y a mis hermanas (tan caritativas conmigo), trato de parecer contenta, y sobre todo de estarlo... 

Ahora mismo acaba de irse una heneadora después de decirme con tono compasivo: -«Pobre hermanita, ¡cómo tiene que cansarte estar escribiendo así todo el día! -«No te preocupes, le contesté, parece que escribo mucho, pero en realidad no escribo casi nada». -«Me alegro, me dijo ya más tranquila; de todas formas, me alegro de que estemos con la siega, pues eso no dejará de distraerte un poco». Y, en efecto, es una distracción tan grande la que tengo (sin contar las visitas de las enfermeras), que no miento cuando digo que no escribo casi nada. Por suerte, no me desanimo fácilmente. Para demostrárselo, Madre, voy a terminar de explicarle lo que Jesús me ha hecho comprender acerca de la caridad. Hasta aquí sólo le he hablado de lo exterior. Ahora quisiera decirle cómo entiendo yo la caridad puramente espiritual. Estoy segura, Madre, de que no tardaré en mezclar una con otra. 

Pero como es a usted a quien le hablo, sé que no le será difícil captar mi pensamiento y desenredar la madeja de su hija. No siempre es posible en el Carmelo practicar al pie de la letra las enseñanzas del Evangelio. A veces una se ve obligada, en razón de su oficio, a negarse a hacer un favor. Pero cuando la caridad ha echado hondas raíces en el alma, se manifiesta al exterior. Hay una forma tan elegante de negar lo que no se puede dar, que la negativa agrada tanto como el mismo don. Es cierto que cuesta menos pedir un favor a una hermana que está siempre dispuesta a complacernos. Pero Jesús dijo: «Al que te pide prestado, no lo rehuyas». 

Así pues, no debemos huir de las hermanas que tienen la costumbre de estar siempre pidiendo favores, con el pretexto de que tendremos que negárselos. Ni debemos tampoco ser serviciales por parecerlo, o con la esperanza de que en otra ocasión la hermana a la que ahora ayudamos nos devolverá el favor, pues Nuestro Señor nos dice también: «Y si prestáis a aquellos de los esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestar a otros pecadores con intención de cobrárselo. No, vosotros prestad sin esperar nada, y tendréis un gran premio». Sí, el premio es grande, incluso en esta tierra... En este camino, sólo cuesta dar el primer paso. 

Prestar sin esperar nada a cambio parece duro a la naturaleza; preferiríamos dar, pues lo que damos ya no nos pertenece. Cuando alguien viene a decirnos con aire muy sincero: «Hermana, necesito tu ayuda durante unas horas; pero no te preocupes, que ya tengo permiso de nuestra Madre, y en otra ocasión te devolveré el tiempo que me dediques, pues sé lo ocupada que estás», como realmente sabemos muy bien que ese tiempo que prestamos nunca se nos devolverá, preferiríamos decir: Te lo regalo Esto satisfaría nuestro amor propio, pues dar es un acto más generoso que prestar, y además así hacemos saber a la hermana que no contamos con sus servicios... ¡Qué contrarias a los sentimientos de la naturaleza son las enseñanzas de Jesús! Sin la ayuda de su gracia, no sólo no podríamos ponerlas por obra, sino ni siquiera comprenderlas. 

Fuente: Catholic.net