La caridad (III)
Madre querida, como le he
dicho, mi último recurso para no ser vencida en los combates es la deserción.
Este recurso lo empleaba ya durante el noviciado, y siempre me dio muy buenos
resultados. Quiero, Madre, citarle un ejemplo que la va a hacer sonreír. Durante
una de sus bronquitis, fui una mañana muy despacito a dejar en su celda las
llaves de la reja de la comunión, pues era sacristana.
En el fondo, no me
disgustaba aquella ocasión que tenía de verla a usted, incluso me agradaba
mucho, aunque trataba de disimularlo. Una hermana, animada de un santo celo,
pero que sin embargo me quería mucho, al verme entrar en su celda, pensó,
Madre, que iba a despertarla, y quiso cogerme las llaves; pero yo era demasiado
lista para dárselas y ceder de mis derechos.
Ahora comprendo que habría sido mucho más perfecto
ceder ante aquella hermana, joven, es cierto, pero al fin más antigua que yo.
Pero entonces no lo comprendí; y por eso, queriendo a toda costa entrar a su
pesar detrás de ella, que empujaba la puerta para no dejarme pasar, pronto
ocurrió la desgracia que las dos nos temíamos: el ruido que hacíamos le hizo a
usted abrir los ojos... Entonces, Madre, toda la culpa recayó sobre mí. La
pobre hermana a la que yo había opuesto resistencia se puso a echar un
discurso, cuyo fondo sonaba así: Ha sido sor Teresa del Niño Jesús la que ha
hecho ruido... ¡Dios mío, qué hermana tan antipática...!, etc.
Yo, que
pensaba todo lo contrario, sentía unas ganas enormes de defenderme.
Afortunadamente, me vino una idea luminosa: pensé en mi interior que, si
empezaba a justificarme, no iba a poder conservar la paz en mi alma; sabía
también que no tenía la suficiente virtud como para dejarme acusar sin decir
nada. Así que mi única tabla de salvación era la huida. Pensado y hecho: me fui
sin decir ni mus, dejando que la hermana continuase su discurso, que se parecía
a las imprecaciones de Camila contra Roma. Me latía tan fuerte el corazón, que
no pude ir muy lejos, y me senté en la escalera para disfrutar en paz los
frutos de mi victoria. Aquello no era valentía, ¿verdad, Madre querida? Pero
creo que, cuando la derrota es segura, vale más no exponerse al combate.
¡Ay!,
cuando vuelvo con el pensamiento al tiempo de mi noviciado, me doy cuenta de lo
imperfecta que era... Me angustiaba por tan poca cosa, que ahora me río de
ello. ¡Qué bueno es el Señor, que hizo crecer a mi alma y le dio alas...! Ahora
ya ni todas las redes juntas de los cazadores me dan miedo, «pues de nada sirve
tender redes a la vista de las aves» (Prov.). Seguramente que más adelante el
tiempo en que ahora vivo me parecerá también lleno de imperfecciones, pero
ahora no me sorprendo ya de nada ni me aflijo al ver que soy la debilidad
misma; al contrario, me glorío de ello y espero descubrir cada día en mí nuevas
imperfecciones.
Acordándome de que la caridad cubre la multitud de los pecados, exploto esta mina fecunda que Jesús ha abierto ante mí. El Señor
explica en el Evangelio en qué consiste su mandamiento nuevo. Dice en san
Mateo: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu
enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que
os persiguen». La verdad es que en el Carmelo una no encuentra enemigos, pero
sí que hay simpatías. Se siente atracción por una hermana, mientras que ante
otra darías un gran rodeo para evitar encontrarte con ella, y así, sin darse
cuenta, se convierte en motivo de persecución.
Pues bien, Jesús me dice que a
esa hermana hay que amarla, que hay que rezar por ella, aun cuando su conducta
me indujese a pensar que ella no me ama: «Pues si amáis sólo a los que os aman,
¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman». San Lucas,
VI. Y no basta con amar, hay que demostrarlo. Es natural que nos guste hacer un
regalo a un amigo, y sobre todo que nos guste dar sorpresas. Pero eso no es
caridad, pues también los pecadores lo hacen. Y Jesús nos dice también: «A todo
el que te pide, dale, y al que se lleve lo tuyo no se lo reclames». Dar a todas
las que pidan gusta menos que ofrecer algo una misma por propia iniciativa. Más
aún, cuando se nos pide algo amablemente, no nos cuesta dar.
Pero si, por desgracia,
no se emplean palabras bastante delicadas, enseguida el alma se rebela si no
está firmemente afianzada en la caridad. Encuentra mil razones para negar lo que le piden y sólo después de haber convencido de su falta de
delicadeza a la que pide acaba dándole como un favor lo que reclama, o le
presta un ligero servicio16 que le habría exigido veinte veces menos tiempo del
que le llevó hacer valer sus derechos imaginarios. Si es difícil dar a todo el
que nos pide, lo es todavía mucho más dejar que nos cojan lo que nos pertenece,
sin reclamarlo. Digo, Madre, que es difícil, pero debería más bien decir que
parece difícil, pues el yugo del Señor es suave y ligero. Cuando lo aceptamos,
sentimos enseguida su suavidad y exclamamos con el salmista: «Corrí por el
camino de tus mandatos cuando me ensanchaste el corazón». Sólo la caridad puede
ensanchar mi corazón.
Y desde que esta dulce llama lo consume, Jesús, corro
alegre por el camino de tu mandato nuevo... Y quiero correr por él hasta que
llegue el día venturoso en que, uniéndome al cortejo de las vírgenes, pueda
seguirte por los espacios infinitos cantando tu cántico nuevo, que será el
cántico del amor. Decía que Jesús no quiere que reclame lo que me pertenece. Y
debería parecerme fácil y natural, pues no tengo nada mío. Por el voto de
pobreza he renunciado a los bienes de la tierra. No tengo, pues, derecho a
quejarme si me quitan algo que no me pertenece; al contrario, debería alegrarme
cuando se me ofrece la ocasión de vivir la pobreza.
Fuente: Catholic.net
