Unos días antes de mi profesión tuve la dicha de recibir la bendición del Sumo Pontífice
Antes
de hablarte de esta prueba, Madre querida, debería haberte hablado de los
ejercicios espirituales que precedieron a mi profesión. Esos ejercicios, no
sólo no me proporcionaron ningún consuelo, sino que en ellos la aridez más
absoluta y casi casi el abandono fueron mis compañeros. Jesús dormía, como
siempre, en mi navecilla. ¡Qué pena!, tengo la impresión de que las almas pocas
veces le dejan dormir tranquilamente dentro de ellas.
Jesús está ya tan cansado
de ser él quien corra con los gastos y de pagar por adelantado, que se apresura
a aprovecharse del descanso que yo le ofrezco. No se despertará, seguramente,
hasta mi gran retiro de la eternidad; pero esto, en lugar de afligirme, me produce
una enorme alegría...
Debería entristecerme
por dormirme (¡después de siete años!) en la oración y durante la acción de
gracias. Pues bien, no me entristezco... Pienso que los niños agradan tanto a
sus padres mientras duermen como cuando están despiertos; pienso que los
médicos, para hacer las operaciones, duermen a los enfermos. En una
palabra, pienso que «el Señor conoce nuestra masa, se acuerda de que no somos
más que polvo». Mis ejercicios para la profesión fueron, pues, como todos los
que vinieron después, unos ejercicios de gran aridez. Sin embargo, Dios me mostró
claramente, sin que yo me diera cuenta, la forma de agradarle y de practicar
las más sublimes virtudes.
He observado muchas veces que Jesús no quiere que
haga provisiones. Me alimenta momento a momento con un alimento totalmente
nuevo, que encuentro en mí sin saber de dónde viene... Creo simplemente que
Jesús mismo, escondido en el fondo de mi pobre corazón, es quien me concede la
gracia de actuar en mí y quien me hace descubrir lo que él quiere que haga en
cada momento. Unos días antes de mi profesión tuve la dicha de recibir la
bendición del Sumo Pontífice. La había solicitado, a través del hermano Simeón,
para papá y para mí, y fue para mí una inmensa alegría el poder devolverle a mi
querido papaíto la gracia que él me había proporcionado llevándome a Roma. Por
fin, llegó el hermoso día de mis bodas. Fue un día sin nubes.
Pero la víspera,
se levantó en mi alma la mayor tormenta que había conocido en toda mi vida...
Nunca hasta entonces me había venido al pensamiento una sola duda acerca de mi
vocación. Pero tenía que pasar por esa prueba. Por la noche, al hacer el
Viacrucis después de Maitines, se me metió en la cabeza que mi vocación era un
sueño, una quimera... La vida del Carmelo me parecía muy hermosa, pero el
demonio me insuflaba la convicción de que no estaba hecha para mí, de que
engañaba a los superiores empeñándome en seguir un camino al que no estaba
llamada... Mis tinieblas eran tan oscuras, que no veía ni entendía más
que una cosa: ¡que no tenía vocación...! ¿Cómo describir la angustia de mi
alma...?
Me parecía (pensamiento absurdo, que demuestra a las claras que esa
tentación venía del demonio) que si comunicaba mis temores a la maestra de
novicias, ésta no me dejaría pronunciar los votos. Sin embargo, prefería
cumplir la voluntad de Dios, volviendo al mundo, a quedarme en el Carmelo
haciendo la mía. Hice, pues, salir del coro a la maestra de novicias, y, llena
de confusión, le expuse el estado de mi alma... Gracias a Dios, ella vio más
claro que yo y me tranquilizó por completo.
Por lo demás, el acto de humildad
que había hecho acababa de poner en fuga al demonio, que quizás pensaba que no
me iba a atrever a confesar aquella tentación. En cuanto acabé de hablar,
desaparecieron todas las dudas. Sin embargo, para completar mi acto de humildad,
quise confiarle también mi extraña tentación a nuestra Madre, que se contentó
con echarse a reír. En la mañana del 8 de septiembre, me sentí inundada por un
río de paz. Y en medio de esa paz, «que supera todo sentimiento», emití los
santos votos...
Mi unión con Jesús no se consumó entre rayos y relámpagos -es
decir, entre gracias extraordinarias-, sino al soplo de un ligero céfiro
parecido al que oyó en la montaña nuestro Padre san Elías... ¡Cuántas gracias
pedí aquel día...! Me sentía verdaderamente reina, así que me aproveché de mi
título para liberar a los cautivos y alcanzar favores del Rey para sus súbditos
ingratos. En una palabra, quería liberar a todas las almas del purgatorio y
convertir a los pecadores... Pedí mucho por mi Madre, por mis hermanas
queridas..., por toda la familia, pero sobre todo por mi papaíto, tan probado y
tan santo... Me ofrecí a Jesús para que se hiciese en mí con toda perfección su
voluntad, sin que las criaturas fuesen nunca obstáculo para ello...
Pasó
por fin ese hermoso día, como pasan los más tristes, pues hasta los días más
radiantes tienen un mañana. Y deposité sin tristeza mi corona a los pies de la
Santísima Virgen. Estaba segura de que el tiempo no me quitaría mi felicidad...
¡Qué fiesta tan hermosa la de la Natividad de María para convertirme en esposa
de Jesús! Era la Virgencita recién nacida quien presentaba su florecita al Niño
Jesús... Todo fue pequeño, excepto las gracias y la paz que recibí y excepto la
alegría serena que sentí por la noche al ver titilar las estrellas en el
firmamento mientras pensaba que pronto el cielo se abriría ante mis ojos
extasiados y podría unirme a mi Esposo en una alegría eterna...
Fuente: Catholic.net