Días de vacación
Los jueves por la tarde nos
daban asueto. Pero no era como los asuetos de Paulina, y no los pasaba con papa
en el mirador... Tenía que jugar, no con mi Celina, cosa que me gustaba mucho
cuando estábamos las dos solas, sino con mis primitas y con las pequeñas
Maudelonde. Era para mí un verdadero martirio, y como no sabía jugar como las
demás niñas, no era una compañera agradable.
Sin embargo, hacía todo lo posible
por imitar a las otras, sin conseguirlo, y me aburría enormemente, sobre todo
cuando había que pasarse toda la tarde bailando cuadrillas. Lo único que me
gustaba era ir al jardín de la estrella. Allí era la primera en todo: como
cogía flores en cantidad y sabía encontrar las más bonitas, despertaba la
envidia de mis compañeras...
Otra cosa que también me gustaba era quedarme sola
con María, lo cual sólo ocurría por casualidad: como entonces no tenía a Celina
Maudelonde que la arrastrase a juegos corrientes, me dejaba elegir a mí, y yo
elegía alguno totalmente nuevo. María y Teresa se convertían en ermitañas, que
no tenían más que una pobre cabaña, un pequeño campo de trigo y unas pocas
legumbres que cultivar. Su vida transcurría en continua contemplación; o sea,
una de las ermitañas reemplazaba a la otra en la oración cuando había que
ocuparse de la vida activa.
Todo se hacía con tal armonía, con tal silencio y
con un estilo tan religioso, que resultaba perfecto. Cuando nuestra tía venía a
buscarnos para ir a dar un paseo, continuábamos el juego también en la calle.
Las dos ermitañas rezaban [23vº] juntas el rosario, sirviéndose de los dedos
para no exhibir su devoción ante un público indiscreto. Pero un día, la más
joven de las ermitañas se olvidó: le habían dado un pastel para la merienda, y
ella, antes de comerlo, hizo una gran señal de la cruz, lo que hizo reír a
todos los profanos del siglo...
María y yo nos entendíamos a la perfección.
Hasta tal punto teníamos los mismos gustos, que una vez nuestra unión de
voluntades se pasó de la raya. Volviendo una tarde de la Abadía, yo le dije a
María: «Guíame, voy a cerrar los ojos». «Yo también quiero cerrarlos», me
respondió. Dicho y hecho. Cada una hizo su propia voluntad sin discutir...
Ibamos por la acera, por lo que no teníamos por qué temer a los coches. Tras un
delicioso paseo de varios minutos, y de saborear el placer de caminar a ciegas,
las dos pequeñas atolondradas cayeron sobre unas cajas colocadas a la puerta de
una tienda, o, mejor dicho, las tiraron al suelo. El tendero salió, todo
furioso, a recoger su mercancía. Las dos ciegas voluntarias se levantaron ellas
solas y escaparon a todo correr, con los ojos bien abiertos y perseguidas por
los justos reproches de Juana, que estaba tan enfadada como el tendero...
En
consecuencia, como castigo, decidió separarnos, y desde aquel día María y
Celina fueron juntas, mientras que yo iba con Juana. Eso puso fin a nuestra
excesiva unión de voluntades y no les vino mal a las mayores, que nunca estaban
de acuerdo y se pasaban todo el camino discutiendo. De esa manera, la paz fue
completa.
Fuente: Catholic.net
