La paz es
una conquista que deseamos para todos. Promover espiritualidades sanas nos
llevará a reducir conflictos entre los hombres.
¿Existe una relación entre la paz que une a pueblos e
individuos, y la espiritualidad que cada uno alberga en el propio corazón?
Para afrontar
el tema, podemos partir de un dato inicial: existe conflictualidad no sólo
entre personas y pueblos, sino que se da también en el interior de cada corazón
humano. Porque surgen conflictos cuando en la propia interioridad se enfrentan
ideas y emociones, deseos y proyectos, decisiones y resultados.
Es difícil encontrar a alguien que se sienta plenamente satisfecho consigo
mismo. Su dinamismo interior le lleva con mayor o menor frecuencia a tensiones
internas, a una lucha que necesariamente y en formas no siempre claras termina
por reflejarse hacia afuera, en las relaciones con los demás.
Demos un paso ulterior. Una vez que hemos evidenciado que la lucha es parte
integrante de la vida de cada ser humano, descubrimos que el modo de afrontar
los propios conflictos internos varía mucho de persona a persona.
Unos aceptan las tensiones y luchas de cada día con serenidad, con optimismo,
incluso a veces con una sana dosis de humor. Otros las viven de modo dramático,
incluso trágico, lo que genera consecuencias graves no sólo para uno mismo,
sino para los demás.
Aquí es donde podemos reflexionar sobre la espiritualidad, entendida como
visión profunda desde la cual todos valoramos la vida en sus múltiples
dimensiones y orientamos y dirigimos las propias decisiones. Según la
perspectiva que cada uno asume sobre lo que significa vivir, con las tensiones
inevitables de toda existencia humana, es posible alcanzar un cierto estado de
equilibrio que lleva a la paz con uno mismo. Igualmente, es posible mantener y
aumentar la conflictualidad interna, lo cual no queda circunscrito a la propia
conciencia, sino que repercute de modo inevitable entre quienes nos rodean.
Las espiritualidades son muy diversas, y los resultados que se alcanzan con
cada una de ellas varían de persona a persona. Una espiritualidad realista,
capaz de asumir las propias responsabilidades, de reconocer los errores, de
pedir perdón a uno mismo, a Dios, a los demás, conlleva una serie de ventajas
importantes en orden a la conquista de la paz. Una espiritualidad ingenuamente
optimista, que avanza por la vida sin ponerse preguntas serias, sin observar
con atención los peligros y tensiones que surgen de modo inevitable en tantas
ocasiones, puede provocar choques y fracasos que generan luego sensaciones de
derrota y amargura.
Una espiritualidad pesimista, cerrada, dominada por el miedo y la sospecha, encadenará corazones e impedirá ese mínimo de energías que permiten desarrollar una psicología sana, en paz. Una espiritualidad consumista y tecnicista subordinará los juicios y las opciones según el mayor o menor grado de satisfacción que uno crea alcanzar desde los productos adquiridos y usados como centro de la propia realización en clave muchas veces egoística.
Una espiritualidad pesimista, cerrada, dominada por el miedo y la sospecha, encadenará corazones e impedirá ese mínimo de energías que permiten desarrollar una psicología sana, en paz. Una espiritualidad consumista y tecnicista subordinará los juicios y las opciones según el mayor o menor grado de satisfacción que uno crea alcanzar desde los productos adquiridos y usados como centro de la propia realización en clave muchas veces egoística.
Desde las distintas espiritualidades cada uno ingresa en la vida social. Hay
quienes vuelcan sus tensiones en la familia, en el trabajo, en la calle,
incluso en el tiempo de vacaciones. Basta con ver las caras de algunos
automovilistas para comprender quién vive en paz y quién está controlado por la
amargura y la rabia.
Otros, en cambio, difunden a su alrededor una paz y una dicha profunda, que
contagia y suscita remansos de armonía y de concordia. Da gusto hablar con un
familiar equilibrado, trabajar con un compañero sereno y reflexivo, ir por la
calle entre personas que sonríen o que simplemente tienen un rostro amable y
relajado.
Lo que vale para la vida social pequeña, cotidiana, vale para los pueblos y las
naciones. Los conflictos que destruyen y dañan regiones pequeñas o países
inmensos nacen, ciertamente, desde situaciones económicas y políticas muy
complejas. Pero ello no quita que haya individuos, pueblos y culturas que
superan las pruebas desde una perspectiva de paz. En otros lugares, en cambio,
personas y grupos reducidos (pero llenos de rabia y, por desgracia, a veces muy
bien financiados) lanzan ataques contra soldados, policías o incluso contra
personas inocentes y sencillas. Provocan así conflictos sangrientos que pueden
durar años y que desgastan y destruyen los esfuerzos de muchos por conseguir
una sociedad más justa y más pacífica.
La paz es una conquista que deseamos para todos y en todos los niveles.
Promover espiritualidades sanas llevará a reducir conflictos y a levantar
caminos de diálogo y de encuentro entre las personas, los grupos y las
culturas. Denunciar y aislar espiritualidades violentas y desequilibradas
permitirá reducir males que dañan enormemente a miles de inocentes que sufren
como víctimas de conflictos absurdos y endémicos.
La tarea es cosa de todos, y empieza de un modo silencioso, humilde, pero
decisivo, en uno mismo. Se trata simplemente de mirar el propio corazón, de ver
con qué ideas es alimentado, de sentir si vive de amor o de egoísmo. Cuando
haga falta, será necesario arrancar rencores y marginar ideales falsos que
llevan a conflictos dañinos. En la mayoría de los casos, se tratará simplemente
de nutrir lo mucho bueno que hemos recibido en el hogar, en la escuela, en la
parroquia. Existen muchos elementos de paz y de concordia que son propios de la
gran mayoría de las culturas humanas, y que merecen ser protegidos y difundidos
a todos los niveles: familiar, escolar, laboral, local, regional, nacional e
internacional.
Por P. Fernando Pascual, L.C.