LAS ESTACIONES EN EL MATRIMONIO (I)

El amor, atravesando el tiempo, conoce ciertas transformaciones. Como el hombre que nace, crece, madura y envejece, así también el amor


Cuando se habla de estaciones en el matrimonio se habla de las etapas de la evolución en el amor, es decir, del crecimiento en el amor.

Cuando nos ponemos a reflexionar sobre el amor, existe siempre un peligro: la idealización, tratándolo como si fuese una especie de ensueño, un cierto mito. Tal actitud no sirve de nada. El amor es una realidad, no un sueño. El amor no debe ser soñado, sino vivido. Y la vida es crecimiento. Y este crecimiento se realiza en el tiempo. Y en el tiempo hay primavera, verano, otoño e invierno. Cada estación es necesaria para la maduración en el amor, para el crecimiento en el amor. El amor que no crece, se estanca. Y el agua estancada es nido de bichos, insectos y microbios, y quien bebe esa agua y se acerca a ese estanque sufrirá de paludismo, de disentería, malaria o cólera.

El amor requiere, pues, del tiempo para crecer y desarrollarse. Requiere de las estaciones para sembrar, regar, crecer, limpiar, madurar, cosechar y disfrutar de la cosecha. Si no, el amor muere, se agosta, se seca.


El amor, atravesando el tiempo, conoce ciertas transformaciones. Como el hombre que nace, crece, madura y envejece, así también el amor. Los esposos, por mucho que se amen, no se amarán siempre de la misma manera. Existen avances y retrocesos, momentos de calma y época de crisis. Esto obliga a los cónyuges a vivir en estado de alerta, para no irse a pique en esos momentos críticos.

I. PRIMAVERA MATRIMONIAL (aurora) 

¿Cuáles son los síntomas de la estación primaveral? Los árboles comienzan a florecer, los pájaros a cantar, el sol alegra nuestro día. La primavera nos ofrece mañanas suaves, mediodías de ensueño, tardes apacibles y noches refrescantes, serenas, y claras. La luna brilla llena en el claro cielo primaveral, casi sin estrellas. La primavera es la estación siempre deseada, después de un invierno tal vez crudo e implacable. La primavera la sangre altera. En la primavera todo es ensueño, alegría, felicidad y proyectos de siembra. Las plantas exuberantes, húmedas y rizadas.

Azorín describe así la primavera: “Un almendro en flor solo, en un barranco rojizo. Arriba, el cielo azul. Tintineo de un rebaño lejano. Son de una fuente. Olor a romero y espliego. Sombras azules. Voz de una canción que se apaga con la tarde. Allá en lo alto de la montaña, de noche, la lucecita de una hoguera” (En su libro “Un pueblecito”, Riofrío de Ávila).

Es el amor fresco, todavía inmaduro, lleno de rocío, de ilusiones, entusiasmos de los primeros años de matrimonio. Es un amor todavía hecho capullo que no ha abierto su flor. Es un amor de ensueño, de belleza. Es un amor que no ha recibido todavía los soles fuertes del verano, ni el granizo ni tempestades del otroño, ni las heladas del invierno. Es un amor tierno, no fortalecido todavía. Es un amor de descubrimiento: en esos primeros años ambos, el esposo y la esposa, descubren juntos un universo nuevo, con la ternura propia del comienzo, hermosa, sin duda, pero quizá demasiado fácil. En la primavera del matrimonio el amor está apenas estrenándose, la ternura en gestos y palabras está abriéndose camino...no ha tenido tiempo de contaminarse ni de ser rehusada, ni violada.

¿Cuáles serían, entonces, las características de la primavera matrimonial?

1. Es verdad, que los primeros años de matrimonio deben ser años de primavera, donde comienza a florecer el amor. El árbol matrimonial comienza a echar su flor olorosa y perfumada, como la flor del almendro o del azahar. Vienen los primeros hijos y se oyen las melodías por toda la casa. Todo se llena de sonrisas y de gorjeo.

2. Ambos comienzan a conjugar el pronombre “nosotros”. Antes era el “tú y el yo”. Ahora brota de los labios el “nosotros”: “Que te parece si vamos, si hacemos, si viajamos, si caminamos, si compramos...”. Es la estación de los sueños compartidos, de los proyectos compartidos.

3. Se van comunicando la ternura mutua, esa tendencia a acercarnos al estado anímico del otro, y no sólo al cuerpo del otro. La ternura es altruista, es ese deseo de comprensión, de compasión y aceptación del otro. Esa ternura se manifiesta en un mirar, en una sonrisa, en una lágrima, en una caricia, en una forma de apartar el cabello. En la ternura el alma utiliza el cuerpo, pero sin apegarse y diluirse en él.

4. Los primeros meses de matrimonio son una época de euforia amorosa. Los corazones, llenos de efervescencia, se buscan y se completan. Los conflictos son mínimos; los hábitos, que darán lugar más tarde a la peligrosa rutina, todavía no están constituidos. El amor es nuevo y está intacto. Surgen, claro está, algunos malentendidos aquí o allí, pero apenas esbozados se superan de inmediato. Se está demasiado ocupado en edificar el futuro, el porvenir, que aparece ahora como el nuevo presente: la casa común, el círculo de amigos común; después, tarea la más preciosa de todas, el recién nacido, fruto del amor, que lanza a los jóvenes esposos a una esperanza nueva, maravillosamente fascinadora. Recién salidos de la esperanza en que se vivía el noviazgo, se vuelve a ella por la fecundidad de la unión. El amor, en esta fase, es fácil y generoso.

5. Ya desde la primavera matrimonial vendrá la primera crisis de la desilusión, que aparece entre el segundo y el tercer año de matrimonio. Los meses, poco a poco, han hecho que el matrimonio se vaya encauzando. Y el descubrimiento, que al principio era sólo alegría, comienza poco a poco a desvelar lo que no había podido aparecer antes. En el noviazgo somos presa de la ilusión: se cree que todo será color de rosa. No se ha experimentado la convivencia diaria, los roces diarios, los defectos diarios. En el noviazgo sólo se ven las rosas; nunca las espinas. Éstas se comenzarán a ver ya en el matrimonio, en medio de la convivencia diaria. En el noviazgo el amor viene visto en un espejo deformado, que me hace más grande y mejor de lo que es en realidad. Se había construido una imagen ideal, no real.

Con esta experiencia se va entrando ya en el verano del matrimonio. Ya hace calor, vienen los soles de la dificultad, se suda en el trabajo de la casa, en el cuidado de los niños. La familia del otro cónyuge también pesa en mi familia. ¡Cuesta!

Consejos que les doy para vivir esta primavera matrimonial:

1. Comenzar el matrimonio con esta decisión: “Quiero hacerte feliz”. Y no: “Quiero que me hagas feliz”. Sólo así el amor tendrá un valor moral que inundará la vida cotidiana a pesar de la monotonía y sus erosiones.

2. Comenzar el matrimonio con esta certeza: “Nadie puede ser para mí todo”; sí puede ser casi todo, pero nunca la plenitud definitiva. ¿Por qué? Porque el hombre es un ser referencial; no es ni causa ni origen de su término; es camino hacia algo. Por eso nadie está capacitado para llenar y por siempre a alguien. Se necesita una referencia superior. Lo otro sería crear demasiadas expectativas, error que sucede con bastante frecuencia y que indica un escaso conocimiento del hombre y de uno mismo. Sólo así superaremos la crisis de la desilusión. No se debe decir nunca: ”Tú eres todo para mí”; sino más bien: “Construyamos juntos nuestros matrimonio para ir logrando la plenitud del amor”. Esta plenitud no se logra en los primeros años. Es un fruto que se consigue.

3. Comenzar el matrimonio con este desafío y tarea: “El amor conyugal se protege y afianza con la virtud”. La virtud es hábito bueno. Y lograr las virtudes, cuesta. Sólo así la vida afectiva y sexual estará bien orientada, será estable, firme y tendrá raíces fuertes. De lo contrario, la sexualidad y la afectividad desembocarán en un desenfreno, que en poco tiempo será fuente de amargas decepciones.

4. Comenzar el matrimonio dosificando el tarro de las esencias de la ternura. No destaparlo todo de golpe, porque empalagaría. Ternura es delicadeza, exquisitez, finura, elegancia, suavidad, cortesía. Ternura es benevolencia, abnegación, renuncia, dulzura, amabilidad. Si faltase esta ternura en los primeros años de matrimonio, ese matrimonio puede caer en una gran enfermedad: la rutina; y la rutina desemboca en la desilusión. Cuando hay rutina, hay apatía, dejadez, despreocupación por afinar y mejorar el trato. La ternura que espera la mujer del hombre es recia y suave a la vez; fuerte y tersa. Con esos materiales hay que edificar el cariño diario.

5. Comenzar el matrimonio con esta consigna: “No confundamos el amor y el sexo”. Si se confunden, se está firmando el acta de defunción de esa relación amorosa. El auténtico amor y esa relación terminan por agotarse. Por eso, hay que llenar el amor con valores humanos, espiritualidad. Sólo así esa relación amorosa será humana, digna y hermosa.

II. VERANO MATRIMONIAL (mediodía) 

Así lo describe León Tolstoi: “Gran sequía y calor asfixiante. El sol se pone en el horizonte entre una neblina rojiza. Únicamente el rocío de la noche refrescaba la tierra. El trigo que no ha sido segado se seca y cae el grano. Los pantanos se secan, el ganado muere de hambre sin encontrar pastos en los prados requemados por el sol. Tan sólo por las noches y en los bosques se siente algo de frescor mientras están humedecidos por el rocío. A veces, uno se ahoga en el polvo caliente, sofocante, que la noche no ha refrescado. Y ese polvo se mete en los ojos, en los cabellos, en las narices y, sobre todo, en los pulmones de los hombres y animales. Cuanto más se eleva el sol, más se levanta aquella transparente nube de polvo fino y ardiente. El sol parece una enorme esfera de color carmesí. No corre un solo soplo de viento y los hombres se ahogan en aquella atmósfera inmóvil. En estos veranos hay que ir con las narices y las bocas tapadas con pañuelos. Y cuando se llegue a casa, hay que arrojarse sobre los pozos y pegarse por obtener agua y beberla hasta llegar al cieno” (Guerra y Paz, parte X, cap, 5).

Y Azorín describe el verano con estas palabras: “Desde una altura, una inmensa extensión de mar azul y una costa lejana. Haz luminoso de faro que pasa y torna esplendente la noche. Trajes femeninos ligeros y olorosos. Ventanilla abierta en el tren. Paseo lento durante el ocaso”.

El verano también tiene su encanto. De la tierra seca, caldeada por el sol, se exhalan los aromas del romero, del tomillo y de la hierba seca.

También en verano puede venir una tormenta. Sobre el horizonte asoma su hombro negro una nube redonda, torva, maléfica, mágica, y con ella un extraño dramatismo en el paisaje. De repente entra en el umbral una tolvanera que enciende la tiniebla con innumerables lucecitas áreas. Poco después, otra ráfaga y otra. Caen unas gotas gruesas que estallan sobre el polvo del camino. Las gotas menudean, y un trueno gigante retumba. La nube cubre el horizonte. Llega a la carrera, un galope triunfal, como si dentro de ella un dios bárbaro viajase. Llueve. El chubasco arrecia. Otro trueno parece machacar las vegas. Un rayo da su latigazo a los caballos aéreos de la nube. La tolvanera no deja ver nada, y súbitamente entra una bocanada de sentimientos, emociones que buscan recaudo en el zaguán.

¿Cuáles serían, pues, las características del verano matrimonial, del amor en el verano matrimonial?

1. Es la época en la cual el matrimonio se constituye realmente. Se abdica de los sueños, se desvela la verdadera cara de ambos, se conocen cuerpo y alma; la vida en común deja de ser una cohabitación eufórica para convertirse en una cotidianidad terriblemente exigente. Se establece entonces el ritmo del verdadero amor. Donde sólo había un entusiasmo impetuoso, aparece un esfuerzo constante. Menos arrobamientos y éxtasis, y más paciencia recíproca. Comienza la juventud y la madurez del amor.

2. El amor se ha cristalizado en la realidad cotidiana. El tiempo eliminó del amor su esperanza onírica (sueños) y así forjarlo con total solidez. Hacia el quinto año, el matrimonio entra en posesión de sí mismo. Los salientes se han rebajado, la fase de adaptación terminó; hay un mutuo conocimiento que impide mayores roces. Ya están presentes los hijos, dando sentido al hogar; en esta época el amor se instala definitivamente. Es un amor acrisolado por el tiempo y listo para resistir el futuro y fortalecerse día a día.

3. Suavemente, los esposos consolidan su unidad en la vida en común, tan sencilla que llega a parecer trivial, cuando la verdad es que consiste en una dura victoria sobre lo cotidiano.

3. Como todo lo que es joven, este amor de verano crece, madura, se robustece y adquiere fuerza, pasea sobre el mundo y sobre el tiempo una esperanza soberbia, una terca voluntad de felicidad. Hombre y mujer están en estado de encuentro; su presencia es constante en esta etapa. Quizás sea éste el momento más sabroso del amor.

4. Sin embargo, no todo ocurre sin peligros. Si yo se superó la primera crisis de la primavera, la de la desilusión, entonces viene ahora la segunda: la crisis del silencio. Si el marido y mujer, en vez de avanzar uno en dirección al otro, superando las decepciones inevitables que surgen en el transcurso de los primeros años, se atrincheran en el silencio y en el conformismo, entran, más o menos en esta época, en una etapa decisiva. Si el demonio mudo se apodera de ellos, conjugando sus esfuerzos con los estragos del tiempo, caen ambos en una especie de letargo.

5. Si sólo hubiese silencio, ya sería algo grave; pero si a esto se agrega el paso de los años, se apodera del amor un cierto entumecimiento. La pareja vive, entonces, en retroceso, sin crecer, sin un ritmo seguro, sin dinamismo; pierde su juventud y comienza a esclerotizarse. Todo lo que está sujeto a la prueba del tiempo corre el riesgo de la esclerosis. Cuando un matrimonio sucumbe a este riesgo, cuando se congela en el silencio, dejando pasar los meses en un aislamiento recíproco, se encuentra en peligro de muerte.

6. Vencer al tiempo, y a esta segunda crisis, es indispensable para que sobreviva el amor. Esta fase segunda, crítica por excelencia, es la piedra de toque de la durabilidad de la unión. Una vez vencida, da paso a la tercera estación, al tercer momento, el de mayor felicidad: el amor de madurez; pero, si el tiempo victorioso envuelve al matrimonio en el silencio, ambos avanzan en dirección a la crisis de la madurez.

Por P. Antonio Rivero, L.C.



Fuente: Catholic.net