Las
redes sociales me han acostumbrado a una forma superficial de contar mi vida
Han
inventado un teléfono para hablar sólo por teléfono. Un teléfono que no permite nada más que
la posibilidad de hacer y contestar llamadas. Ni whatsapp, ni mails, ni
internet. Un teléfono aparentemente inútil en los tiempos que corren, pero muy
práctico en realidad.
Hay
personas que pagan altas cantidades de dinero por tener un teléfono como los de
antes. ¡Qué paradoja! Uno de esos teléfonos que antes costaban tan poco ahora
valen mucho. ¿Qué ha cambiado?
Tal
vez hemos cambiado nosotros y nos hemos dado cuenta de que hemos perdido algo
importante en la vida. Hemos
dejado de estar presentes donde tenemos que estar. Nos
ausentamos del lugar en el que nos encontramos.
Dejamos
de escuchar a las personas con las que hablamos. Dejamos de mirar al que
tenemos delante. Tal vez
hemos perdido el aquí y el ahora. Recuperar ese tesoro resulta caro.
Me
doy cuenta de que con
frecuencia no estoy con la persona con la que me toca estar. El
móvil tiene la capacidad de trasladarme a otro lugar. Lejos, muy lejos.
El
cuerpo está ahí, donde estoy, con las personas a las que quiero. Tal vez
cenando, o simplemente esperando la cola del médico, o caminando por la calle.
No importa dónde. El móvil me traslada a otra parte, a otro mundo. Estoy, pero
no estoy realmente. Estoy
ausente estando presente.
Tal
vez por eso uno ahora está dispuesto a pagar lo que sea por volver a lo de
antes. A esa libertad sin
llamadas, sin mensajes. Libres de esa necesidad que nos hemos
creado de estar siempre localizados, siempre disponibles, siempre conectados.
Siempre respondiendo a todo lo que nos piden. Nos parece muy difícil
liberarnos.
Dicen
que lo que más nos cuesta hoy es superar el síndrome de abstinencia cuando
tenemos que renunciar por algún motivo a estar conectados a todas las redes
sociales posibles.
Conectados
pero desconectados de nuestra realidad. Conectados con los que no están.
Desconectados de los que sí que están.
Sería
bueno que me preguntara cuánta dependencia real tengo del móvil y de internet. Nos parece imposible cambiar. Nos hemos
introducido en un mundo que no conocíamos y nos hemos vuelto esclavos.
¿Es
posible crecer en libertad en ese mundo desconocido? Sería bueno examinarme al final del día y
preguntarme si he dependido mucho o poco de lo que me entra por la pantalla del
móvil. Es una buena pregunta al final del día, al final de la
semana. La independencia de esa necesidad de estar siempre ahí.
A
veces pienso que si no estoy conectado es como si no existiera. Y no es verdad.
Pero el mundo me hace creer que sí.
Por
eso me pregunto cómo están
mis relaciones, mis vínculos de verdad. Cómo está mi capacidad de amar y
comunicarme en el día a día. Con aquellos con los que comparto
la vida.
A
veces puedo comunicar cosas, contar anécdotas, inventar cuentos. Mandar fotos,
decir lo que he hecho. Pero en
el fondo nunca hablo de mí, de lo que estoy viviendo. Las redes sociales me han acostumbrado a
una forma superficial de contar mi vida.
Cuento
lo que me ha pasado, pero no cómo lo he vivido. Cuento lo que he hecho, lo que
he dicho, pero no lo que hay en lo más hondo del corazón. Tal vez ni yo mismo
he pensado en ello. Vivo superficialmente mi vida pasando de una escena a otra.
Sin profundidad, sin hondura.
Y
tampoco me preocupo de verdad por lo que ocurre en el corazón de los que están
más cerca. No me detengo a mirar a los ojos de las personas. Creo que están
bien. No pregunto mucho porque tampoco busco esa intimidad.
Y
me quedo a mitad de camino al encuentro del otro. En tierra de nadie. No pregunto. No
cuento. No me abro. No
escucho. No percibo la vida que hay en los demás. Pienso sólo
en lo que a mí me ocurre. En lo que me preocupa. Me cuesta buscar en los ojos
de aquellos que me aman y a los que amo la paz para seguir caminando.
Fuente:
Aleteia