Es
Él quien sana y permite amar sin rencor ni odio, sosteniendo el dolor
A
veces, cuando mostramos a otro las heridas, aumenta el odio contra los que las
causaron. Pensamos en nuestra herida y aumenta el dolor. El de la herida. El de
la mano que la causó.
¡Cuántas
veces al recordar un suceso doloroso en nuestro pasado revivimos el mismo
dolor, la misma rabia, el mismo odio! Volvemos a sentir lo mismo, no importa
que hayan pasado muchos años.
El
recuerdo sigue vivo en el alma al ser recordado. La herida se vuelve a abrir. Con ella
vuelve el dolor. No acabamos de perdonar al que nos hirió. No
acabamos de perdonarnos a nosotros mismos cuando la herida tiene que ver con
nuestras debilidades y caídas. El corazón vuelve a sufrir como entonces.
Jesús
enseña a sus amigos las heridas de su pasión. Para que crean. Para que no
duden. No para que aumente su odio contra los que lo hicieron.
No
quiere que vuelva la rabia al corazón de los que le aman. No quiere que hablen
con odio de los judíos que lo prendieron aquella noche. No quiere que mencionen
el nombre de Judas si no es para perdonarlo. No quiere oír hablar de Caifás, ni
de Pilatos, ni de Herodes.
No
quiere que recuerden con rabia en el corazón los latigazos de aquella noche. No
quiere hablarles de la angustia que vivió en la cisterna durante muchas horas.
Tampoco quiere hablar de Getsemaní, de su soledad, del sueño de aquellos a los
que amaba.
A
veces hacemos eso con nuestras heridas. Volvemos a ellas. Hablamos de lo que
pasó. Nos alteramos hablando mal de los causantes de nuestro dolor. Nos
encendemos con odio contra los que actuaron con malicia.
Pero
no fue así en el cenáculo. Jesús
no les enseña sus heridas para hablar mal de otros, para que el odio aumente.
No. Quiere que tengan paz. Y es imposible tener paz cuando
volvemos a recordar con rabia lo que ha ocurrido.
¡Están
tan heridos! No pueden hablar del día anterior, no pueden mencionar lo que ha
pasado, sin sentir odio, rabia, impotencia. Contra los causantes, contra ellos
mismos.
Jesús
les muestras sus heridas al mismo tiempo que les da su paz. Sus heridas son causa de paz. ¿Cómo es
eso posible?
Que
mis heridas lleguen a ser un día fuente de paz para mi vida, para la vida de
los otros. Mis propias
heridas fuente de vida. Mis heridas redimidas, salvadas. Mis
heridas llenas de luz y esperanza.
Me
conmueve. ¡Qué lejos estoy yo de mirar así mis heridas! En cuanto las toco se
abren y supuran. En cuanto pienso en ellas vuelven los mismos sentimientos de
rabia y rencor. ¿Cómo se puede olvidar ese odio?
Heridas
redimidas. Heridas perdonadas. Me emociona pensar en esas heridas de Jesús.
Leía
el otro día: “El Dios
misericordioso hace a los seres humanos entrar en sí mismos, en su corazón, en
sus entrañas. Jesús se abre a los seres humanos en su vulnerable condición
humana. Se deja herir para curar las heridas de todos ellos”.
Sus
heridas me salvan. En sus
heridas mis propias heridas son curadas. Escribía Benedetti: “Tengo que amarte amor, tengo que amarte,
aunque esta herida duela como dos, aunque te busque y no te encuentre y aunque
la noche pase y yo te tenga y no”.
Quiero
aprender a amar a Dios, a los hombres, desde mi herida. Amar siendo amado. Amar sin rencor ni
odio. Amar sosteniendo el dolor de mis heridas.
Jesús
lavó sus pies unos días antes de su muerte. Hoy, les enseña sus propias heridas
y sana las heridas de su corazón.
Decía
el papa Francisco: “El Señor
nos lava y purifica de todo lo que se ha acumulado en nuestros pies por
seguirlo. Y esto es sagrado. No permite que quede manchado. Así como las heridas de guerra Él las besa, la suciedad del trabajo Él la lava”.
En la
última cena les lavó los pies manchados. En
este día de Gloria les sana las heridas abiertas. Trae su paz, trae el perdón.
Por
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia