La
condición cristiana exige combatir el mal, denunciar las injusticias,
revestirnos de auténticas entrañas de misericordia ante dramas de nuestra vida
cotidiana
Un año el alba de la Pascua ha llegado circundada de
situaciones personales y colectivas que reclaman sanación, misericordia,
redención y, en suma, resurrección. Varios podrían ser los ejemplos que
avalarán esta afirmación. Pondremos solo algunos ejemplos, de distinta
naturaleza y valoración.
Así y sin ir más lejos, en las vísperas mismas de la
Semana Santa, la Unión Europea firmó un acuerdo ya definitivo –lo de definitivo
es, al menos por ahora…- con Turquía –país donde prosiguen los atentados
yihadistas- sobre los refugiados , que, aunque menos rechazable que el del 7 de
marzo , no acaba de satisfacer las auténticas expectativas de la mejor
humanidad de bien. El sábado 19 de marzo se estrelló un avión en territorio
ruso, con el saldo de 62 víctimas mortales, entre ellas dos pilotos españoles.
Sí, también eran tantos motivos para la alegría y la
esperanza. Las calles de toda nuestra España han vuelto en Semana Santa a
llenarse de hermosísimas expresiones de piedad popular y nuestras celebraciones
litúrgicas del Triduo Pascual han vuelto a derramar gracia de Dios por doquier,
amén de otros muchos ejemplos anónimos de actitudes y de acciones solidarias
dignas del ser humano y del ser cristiano.
Sin embargo y lejos de planteamientos maniqueos o de
botellas medio llenas o medio vacías, la cierto es que la humanidad entera
sigue gimiendo y necesitando auténticos valores, rearme moral,
misericordia y redención. Sigue, incluso tantas veces sin saberlo, necesitando
y demandando la Pascua. Y la Pascua está aquí en nosotros, ahora en su
esplendor celebrativo, intensificada, si cabe aún más, en pleno Año Jubilar de
la Misericordia. Y ni podemos ni debemos ser prófugos de ella, prófugos de una
Pascua que vuelve y viene a nosotros como el más pleno y definitivo abrazo y
pacto de Dios con su pueblo.
Ante el eterno problema del mal y su infinita e
irresoluble cadena de interrogantes –mal, a veces, inevitable y otras muchas
veces fruto de la acción inadecuada del hombre- la única respuesta definitiva
no es otra que Jesucristo y este crucificado y resucitado por nosotros y para
nosotros. El gemido, el llanto, la impotencia, la negligencia y el pecado de la
entera humanidad de todos los tiempos han sido asumidos en la cruz salvadora y
florecida del Señor del tiempo y de la historia. Nada necesitamos más que la
Pascua. Nada necesitamos más que poner nuestras miradas, penas, gozos, alegrías
y expectativas en Él. En su cruz, caben todas las cruces de todas las personas
y situaciones.
Y para ello, el Dios de Jesucristo nos confía a los
cristianos ser testigos de la Pascua. Los cristianos, en efecto, estamos
llamados y urgidos a afrontar la realidad con un plus añadido de humanidad,
bien impregnados por nuestra fe, una fe a la que siguen a las obras, una fe que
solo es avalada por la autenticidad de las obras. Y esta íntima unidad entre fe
y obras se ha de traducir a la vida, a la vida concreta, a la personal y a la
social.
La condición cristiana exige combatir el mal,
denunciar las injusticias, revestirnos de auténticas entrañas de misericordia
ante dramas como el de los migrantes y los refugiados y asumir con
responsabilidad –como demandó el Papa Francisco el Domingo de Ramos- su destino. Ser
cristiano significa no permanecer indiferentes ante ningún dolor humano y
rechazar y evitar toda forma de corrupción, tenga el “color” que tenga… Ser
cristiano significa ejemplaridad, ecuanimidad, coherencia, valentía y
testimonio cabal de la Pascua. Y todo ello en medio de un mundo que se olvida
de la Pascua, pero que nada necesita más que la Pascua.
Fuente: ECCLESIA/Catholic.net