El síndrome Down no solo no te mata, no solo te hace más fuerte, sino que
te hace mil veces más humano
María del Mar y Francisco
eran padres primerizos. Y literatos, porque lo que también les había apasionado
en la vida, esa chispa de Cupido, el amor, que todo lo entrelaza, era la pasión
por la cultura, por los libros, por la música, por la belleza. María del Mar,
de familia cristiana, de toda la vida, es, además, profesora de Universidad.
Éste es el testimonio, y el anticipo, de un libro, escrito por su marido,
Francisco, escritor, sobre el nacimiento del pequeño Francisco. Un libro,
editado por ediciones Tolstoievsky con el título “El diario Down”. Un angelito
rubio, rubísimo, con Síndrome de Down. Este texto es reproduciendo de lo
publicado en la página web sindromedown.net
Unas veces es el escritor quien sale a la búsqueda de
un buen tema literario y otras es la vida quien te lo impone. A las puertas de
la paternidad nada hacía indicar que mi existencia fuera a experimentar un giro
drástico. Intuía que ser padre de un niño normal –las pruebas médicas apuntaban
en esa dirección– me iba a permitir, biberones y pañales aparte, seguir
alimentando los afanes del día a día.
Me equivoqué.
Francisco nació en una clínica madrileña en las
Navidades de 2013. Quizá por la conmoción de asistir por primera vez a un
parto, o porque se lo llevaron rápidamente, solo recuerdo de ese momento
crucial las palabras del anestesista: “¡Qué rubio es!”. No iba a ser moreno,
como yo había previsto. Nada, en realidad, salió como estaba previsto.
Un par de horas después del nacimiento, la matrona me
pidió que bajara al nido. Allí me esperaba una doctora junto al bebé,
acostadito en una urna. El gesto sombrío de su cara no auguraba nada bueno. Me
dijo que el niño tenía trisomía del 21, o lo que es lo mismo: el síndrome de
Down. “Pero no estamos seguros. Solo tenemos sospechas”, añadió. “Sospechas…
–pensé–. Cortesía por parte de quienes están completamente seguros”.
Ya no había vuelta atrás. La dichosa trisomía del 21
percutía en mi cerebro machaconamente mientras subía las escaleras en dirección
a la habitación donde habría de entregar buenas noticias. (¿Y cómo darle
semejante noticia a una madre?). Olvidaba que ella era, simplemente, una madre.
Y que con ella la trisomía tenía la batalla perdida: solo quería que le
trajeran a su hijo para abrazarlo y llenarlo de besos de por vida. Lo demás
eran solo circunstancias del amor. Ella lo sabía.
Yo, sin embargo, tardé un poco más en comprenderlo.
Pasé una semana llorando, desconsolado. Y justo cuando
comenzaban a secarse mis lágrimas, la primera visita al cardiólogo supuso otra
puñalada: el niño tenía una cardiopatía severa.
–Tetralogía de Fallot. ¿Sabe qué es eso?
El doctor cogió papel y bolígrafo y dibujó un corazón
y, tras una lección que me sonó a arameo, sentenció:
–… Hay que operarle a corazón abierto.
A corazón abierto…
Al salir del hospital me miré en el espejo retrovisor.
Diez días sin apenas dormir y ahí seguía, con ojeras. Con ojeras y sin más
lágrimas que derramar. De repente, recordé las palabras de mi imperioso padre:
“¡Cuando te caigas, levántate!”. Y eso hice: levantarme. O mejor dicho: me
senté; me senté a escribir un diario, mi experiencia con el síndrome de Down.
Lo que yo pensaba que iba a ser una enumeración de
luchas y renuncias constantes, fracasos como padre y rutinas de hospitales se
convirtió en la revelación más grande: el síndrome Down no solo no te mata, no
solo te hace más fuerte, sino que te hace mil veces más humano.
Descubrí la bondad de un niño que se cae de morros,
sangra por la nariz y sigue sonriéndome pese a lo boludo que soy (pura estampa
del perdón más generoso). Descubrí –tratando de perdonarme a mí mismo– la
amarga sensación de haber traicionado a un hijo en los dos o tres primeros días
de su existencia, cuando yo era incapaz de bajar al nido solo, como si en
aquella cuna no estuviera el ser más dulce del mundo sino mis peores fantasmas.
Descubrí el sufrimiento, que es consustancial a todo ser humano, sin excepción,
mientras operaban a mi hijo a corazón abierto; y el alivio inexpresable de
escuchar que todo había ido bien. Pero también descubrí que la paternidad ha
sido para mí una experiencia tan dura como hermosa. Descubrí que el Síndrome de
Down no son más que tres palabras huecas, que mi hijo no sufre más ni menos que
cualquier otro niño, que disfruta como un loco en el parque o tirándole del
rabo a su perra Betty, y que su risa suena aún más viva y brillante que la de
su hermano Mario, el pequeño y terrible Mario, que llegó sin avisar solo unos
pocos meses después, con los cromosomas habituales, y que también descubrirá un
día en Francisco al mejor hermano del mundo.
En definitiva, aprendí a querer a mi hijo por la
escritura. Y he aprendido a ver el mundo con los preciosos ojos azules de mi
Francisco. Cuando los ojos azules de Francisco me miran fijamente solo ven a un
padre borroso y algo marchito, pero cuando yo lo miro a él –y no es pasión
ciega– veo a un pequeño gran arquitecto dispuesto a levantar un muro indestructible.
Un muro contra la adversidad, contra el miedo, contra la desazón.
Hoy Francisco (“Chico” en el ámbito familiar) acude a
estimulación temprana y fisioterapia en la Fundación Down Madrid, donde a
diario se desvive un equipo de profesionales maravillosos por sacar lo mejor de
estos niños. Y como ellos hay cientos de fundaciones, entidades, organizaciones
y colegios en los que trabajan personas que luchan día a día por que la
sociedad comprenda que la vida de un niño con síndrome de Down no vale menos ni
es menos digna que la de cualquier otro ser humano. Más bien al contrario: un
niño con discapacidad enseña y aporta tanto o más a la sociedad que lo que
recibe de ella.
Quiero pensar que mi hijo Francisco y su hermano Mario
van a tener un futuro lleno de esperanza y felicidad.
Por Francisco Rodríguez
Criado
Fuente: Unomasdoce