Martes de la Octava de Pascua
"Tú,
Señor que nos has salvado por el misterio pascual, continúa favoreciendo con
dones celestes a tu pueblo, para que alcance la libertad verdadera y pueda
gozar de la alegría del cielo, que ya ha empezado a gustar en la tierra. Por
nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del
Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén."
El
Señor, que nos ha salvado por el misterio pascual, continúa favoreciendo con
dones celestiales a su pueblo, para que alcance la libertad verdadera y pueda
gozar de la alegría del cielo, que ya ha empezado a gustar en la tierra.
El Mesías tenía que
padecer, para así entrar en su gloria
Después
que Cristo se había mostrado, a través de sus palabras y sus obras, como Dios
verdadero y Señor del universo, decía a sus discípulos, a punto ya de subir a
Jerusalén: Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a
los gentiles y a los sumos sacerdotes y a los escribas, para que lo azoten,
hagan burla de él y lo crucifiquen. Esto que decía estaba de acuerdo con las
predicciones de los profetas, que habían anunciado de antemano la muerte que
había de padecer en Jerusalén.
Las
sagradas Escrituras habían profetizado desde el principio la muerte de Cristo y
todo lo que sufriría antes de su muerte; como también lo que había de suceder
con su cuerpo, después de muerto; con ello predecían que este Dios, al que
tales cosas acontecieron, era impasible e inmortal; y no podríamos tenerlo por
Dios, si, al contemplar la realidad de su encarnación, no descubriésemos en
ella el motivo justo y verdadero para profesar nuestra fe en ambos extremos, a
saber, en su pasión y en su impasibilidad; como también el motivo por el cual
el Verbo de Dios, por lo demás impasible, quiso sufrir la pasión: porque era el
único modo como podía ser salvado el hombre. Cosas, todas éstas, que sólo las
conoce él y aquellos a quienes él se las revela; él, en efecto, conoce todo lo
que atañe al Padre, de la misma manera que el Espíritu penetra la profundidad
de los misterios divinos.
El
Mesías, pues, tenía que padecer, y su pasión era totalmente necesaria, como él
mismo lo afirmó cuando calificó de hombres sin inteligencia y cortos de
entendimiento a aquellos discípulos que ignoraban que el Mesías tenía que
padecer para entrar en su gloria. Porque él, en verdad, vino para salvar a su
pueblo, dejando aquella gloria que tenía junto al Padre antes que el mundo
existiese; y esta salvación es aquella perfección que había de obtenerse por
medio de la pasión, y que había de ser atribuida al que nos guiaba a la
salvación, como nos enseña la carta a los hebreos, cuando dice que él es el que
nos guía a la salvación, perfeccionado por medio del sufrimiento.
Y
vemos, en cierto modo, cómo aquella gloria que poseía como Unigénito, y a la
que por nosotros había renunciado por un breve tiempo, le es restituida a
través de la cruz en la misma carne que había asumido; dice, en efecto, San
Juan, en su evangelio, al explicar en qué consiste aquella agua que dijo el
Salvador qué brotaría como un torrente del seno del que crea en él. Esto lo
dijo del Espíritu Santo, que habían de recibirlos que a él se unieran por la
fe, pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido
glorificado; aquí el evangelista identifica la gloria con la muerte en cruz.
Por esto el Señor, en la oración que dirige al Padre antes de su pasión, le
pide que lo glorifique con aquella gloria que tenía junto a él, antes que el
mundo existiese.
Tomado de
serviciocatolico.com
Fuente:
ACI Prensa