Para vivir la caridad
hay que comenzar reconociendo en el otro a alguien digno de consideración, y
ponerse en sus circunstancias
Todos hemos experimentado que, en
muchas ocasiones, para asimilar bien lo que sucede a nuestro alrededor, no
basta con que se nos transmitan simplemente unos datos objetivos. Por ejemplo,
si alguien interpreta una pieza musical para unos amigos, esperará ver cómo los
demás pasan un rato agradable al oír la misma melodía que a él apasiona.
En
cambio, si los amigos se limitaran a decir que la ejecución ha sido correcta,
pero sin mostrar el menor entusiasmo, entonces seguramente vendría el desánimo,
junto a la sensación de que en realidad no se posee talento.
Cuántos problemas se evitarían si
procuráramos entender mejor lo que sucede en el interior de los demás, sus
expectativas e ideales. “Más que en “dar”, la caridad está en
“comprender””. Para vivir la caridad hay que comenzar reconociendo en el
otro a alguien digno de consideración, y ponerse en sus circunstancias. Hoy se
suele hablar de empatía para referirse a la cualidad que facilita meterse en el
lugar de los demás, hacerse cargo de su situación y ponderar sus sentimientos.
Unida a la caridad, esta actitud contribuye a fomentar la comunión, la unión de
corazones, como escribe san Pedro: “tened todos el mismo pensar y el mismo
sentir”.
Aprender de
Cristo
Con su vida,
Jesús nos enseña a ver a los demás de un modo distinto, compartiendo sus
afectos, acompañándolos en ilusiones y desencantos.
Desde el principio, los discípulos
experimentaron la sensibilidad del Señor: su capacidad de ponerse en el sitio
de los demás, su delicada comprensión de lo que sucedía en el interior del
corazón humano, su finura para percibir el dolor ajeno. Al llegar a Naím, sin
que medie palabra, se hace cargo del drama de la mujer viuda que ha perdido a
su hijo único; al escuchar la súplica de Jairo y el rumor de las plañideras,
sabe consolar a uno y apaciguar al resto; es consciente de las necesidades de
quienes le siguen y se preocupa si no tienen qué comer; llora con el llanto de Marta
y María ante la tumba de Lázaro y se indigna ante la dureza de corazón de los
suyos cuando quieren que baje fuego del cielo para quemar la aldea de los
samaritanos que no les han recibido.
Las razones del
corazón suelen abrir las puertas del alma con mayor facilidad que una
argumentación fría o distante.
Con su vida, Jesús nos enseña a ver
a los demás de un modo distinto, compartiendo sus afectos, acompañándolos en
ilusiones y desencantos. Aprendemos de Él a interesarnos por el estado interior
de quienes nos rodean, y con la ayuda de la gracia superamos progresivamente
los defectos que lo impiden, como la distracción, la impulsividad o la
frialdad. No hay excusa para cejar en este empeño. La cercanía con el Corazón
del Señor ayudará a moldear el nuestro de manera que nos llenemos de los
sentimientos de Cristo Jesús.
Es hermoso descubrir cómo los
apóstoles, al calor de su relación con el Señor, van apaciguando sus
temperamentos, muy variados, que en ocasiones les han llevado a manifestarse
poco compasivos frente a otras personas. Juan, tan vehemente que con su hermano
Santiago mereció el sobrenombre de hijo del trueno, más tarde se llenará de
mansedumbre e insistirá en la necesidad de abrirse al prójimo, de entregarse a
los demás como lo hizo el mismo Cristo: “En esto hemos conocido el amor: en que
Él dio su vida por nosotros. Por eso también nosotros debemos dar la vida por
nuestros hermanos”.
Caminos para
amar la verdad
Al tratar de ayudar a los demás, la
caridad y la mansedumbre nos guiarán hacia las razones del corazón, que suelen
abrir las puertas del alma con mayor facilidad que una argumentación fría o
distante.
El amor de Dios nos impulsará a
conservar un estilo afable, que muestre lo atractivo que es la vida cristiana:
“La verdadera virtud no es triste y antipática, sino amablemente alegre”.
Sabremos descubrir lo positivo de cada persona, pues amar la verdad implica
reconocer las huellas de Dios en los corazones, por más desfiguradas que
parezcan estar.
La auténtica
empatía implica sinceridad y es incompatible con una conducta impostada, que
esconde los propios intereses.
La caridad hace que, en el trato con
amigos, colegas de trabajo, familiares, el cristiano se muestre comprensivo con
quienes están desorientados, a veces porque no han tenido la oportunidad de
recibir una buena formación en la fe, o porque no han visto un ejemplo
encarnado del auténtico mensaje del Evangelio.
Se mantiene, así, una disposición de
empatía también cuando los otros están equivocados: “No comprendo la violencia:
no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la
oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre
con la caridad”. Hemos de decir la verdad con una paciencia constante –veritatem
facientes in caritate-, sabiendo estar al lado de quien quizá está
confundido, pero que con un poco de tiempo se podrá abrir a la acción de la
gracia.
Esta actitud consiste muchas veces,
como señala el Papa Francisco, en “detener el paso, dejar de lado la ansiedad
para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al
que se quedó al costado del camino. A veces es como el padre del hijo pródigo,
que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar
sin dificultad”.
“¿Quién desfallece sin que yo
desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo, sin que yo me abrase de dolor?” ¡Cuánto
afecto sincero se descubre en esta cariñosa alusión de san Pablo a los
cristianos de Corinto! Es más fácil que la verdad se abra paso a través de este
modo de compartir sentimientos, porque se establece una corriente de afectos
-de afabilidad- que potencia la comunicación. El alma se vuelve así más
receptiva a lo que escucha, especialmente si se trata de un comentario
constructivo que la anima a mejorar en su vida espiritual.
¿Cómo habría sido la conversación de
Jesús, de qué modo habría sabido responder a las inquietudes de los discípulos
de Emaús, que al final le dicen: “Quédate con nosotros”? Y eso, a pesar de que
al inicio les reprocha su incapacidad de comprender lo que habían anunciado los
Profetas. Quizá sería el tono de voz, la mirada cariñosa, lo que haría que
estos personajes se supieran acogidos pero, al mismo tiempo, invitados a
cambiar. Con la gracia del Señor, también nuestro trato reflejará el aprecio
por cada persona, el conocimiento de su mundo interior, que impulsa a caminar
en la vida cristiana.
Fragmento. Por
Javier Laínez. Leer el artículo completo.
Fuente: OPUS DEI