LOS SANTOS TENÍAN DEFECTOS? (I)

Si idealizamos a los santos, los deshumanizamos, y si los deshumanizamos, les robamos la belleza de la santidad

No niego que sea lindo pensar en los santos como seres inmaculados cuyas vidas fueron un derroche de oración, gracia y santa ternura. Y ante tanta lindura normalmente no tendría ningún problema en omitir cualquier comentario que pudiese desestimar esta belleza (especialmente cuando hablo con niños pequeños). Pero creo que es un modo de aproximarse a los santos cuya belleza no solo es aparente, sino que puede llegar a ser peligrosa para la vida cristiana. Y es que los santos, como sabemos, no son piezas de museo ni figuritas coleccionables, más bien son poderosos intercesores y auténticos modelos de vida.

Si los santos fueron estas brillantes y distantes figuras de porcelana cuyas vidas nunca se mancharon con ningún pecado, ¿qué relación pueden tener conmigo?, un ser de carne y hueso que pierde y gana batallas y muchas veces debe levantar el rostro después de haberlo tenido hundido en el fango… ¿Cómo podemos confiar en la intercesión o podemos tener por modelos de vida a quienes solo saben de éxtasis místicos, actos heroicos y entrañables gestos de misericor…


-¡Pero los santos no fueron así!- podría decirme alguien y yo estaría totalmente de acuerdo; sin embargo, ¿cuánto sabemos de sus pecados? ¿Cuántas novelas hemos leído cuyos autores esconden los rasgos más difíciles del carácter del santo y endulzan hasta volver inofensivos sus momentos de duda y hasta de rebeldía ante Dios? Créeme, ¡son muchas! Por esta razón he decidido escribir un artículo para repasar los pecados de los santos. No te asustes. Mi intención no es negar la santidad de nadie, todo lo contrario, quiero explicarte cómo la santidad brilla con más fuerza y se expresa en toda su auténtica belleza cuando nace, por la Gracia de Dios, en el corazón herido de un hombre verdadero. Creo que solo así podremos redescubrir la importancia radical de la amistad con los santos en nuestro camino hacia el cielo.

Para hacer esto utilizaré la Biblia (porque el Espíritu Santo es el único autor de vidas de santos que no endulza a sus personajes) y un estilo de narrativa teatralizado y un poco irónico para amenizar la lectura; así que nadie se escandalice, por favor.

Hay 5 santos en la Biblia que no serían santos si yo fuera Dios. ¡No, Señor! Si me hubiesen hecho lo que le hicieron a nuestro Padre celestial de un solo sopapo hubieran terminado con uno que otro diente roto y de patitas en la calle… del purgatorio. Si yo fuese Dios hubiese sido tajante, claro desde el inicio: “Si quieres estar conmigo te conviertes y de ahí en adelante nada de tonterías, ¿ok?” Pero nada. La justicia de Dios no es la mía. Sin embargo - ¡ay mamá! - si fuese la mía, el primero en salir de mi lista de santos sería el fresco de… 

1. Moisés

Imagínense. Dios lo elige, lo anima, le encarga la gran misión de liberar a su pueblo y para ello derrama sobre él una ingente cantidad de gracia. Los milagros son portentosos: Dios convierte el río Nilo en sangre y abre el mar rojo ante sus ojos. Moisés fue amigo del Señor. Así es, Dios habló con él como nunca había hablado con ninguno desde Adán y hasta le reveló su nombre: «yo soy el que soy» (Ex 3, 14). ¡¿Eso hacen los amigos o no?!

¿Y qué le pidió a cambio? Solo le pidió confianza. Y Moisés confió, no puedo negarlo. Pero los lamentos del pueblo en el desierto le agotaban el corazón y horadaban su confianza como la gota que roe la piedra. Pienso en aquella noche en la que Moisés increpó a Dios: «¿Por qué tratas mal a tu siervo? (…) ¿Acaso he sido yo el que ha concebido a todo este pueblo y lo ha dado a luz, para que me digas: “llévalo en tu regazo?” (…) Si vas a tratarme así, mátame, por favor» (Num. 11,11). Aquí se pasó: ¿tratarlo mal, matarlo?, entiendo que no le haya gustado la figura femenina del regazo pero ofenderse así después de todo lo que Dios había hecho por él, ¿no es exagerado? Ahí ya me hubiera empezado a molestar este Moisés pero eso no es todo.

Imagínense. Dios lo perdona y lo consuela: «¿Es acaso corta la mano de Yahvé? - le dijo - Ahora vas a ver si vale mi palabra o no» (Num. 11,23) y ¡cataplún!, el Señor hizo llover codornices hasta dejar a todo el pueblo satisfecho. También hizo llover maná y otras cosas ricas pero no me quiero detener aquí. Lo más lindo fue la alianza que Dios selló con su pueblo a través de Moisés. Un enorme signo de su amor que prepararía la alianza definitiva y que nuestro profeta acogió - démosle un poco de crédito - con un corazón agradecido y humilde. Pero el pueblo cobarde ya no aguantaba más, se había acostumbrado a convivir con las maravillas de Dios y sus reclamos y lloriqueos rompían ahora como olas contra la roca frágil del corazón de Moisés… y nuestro “santo” terminó por ceder ante tanta presión. Moisés dudó de Dios.

Y Dios, como era obvio, aquí sí se molestó de verdad y le dijo: «Por no haber confiado en mí y reconocido mi santidad ante los israelitas, os aseguro que no entrareis en la patria prometida». Claro que Dios después lo perdonó y bla bla bla, pero en mi historia hipotética, conmigo como protagonista, cae un rayo y el bueno de Moisés se va con su desconfianza y sus cobardías a otro lado ¡Habrase visto! No reconocer la santidad de Yahvé delante de esa chusma malagradecida. Hasta el mismísimo Dios una vez dio la cara por Moisés cuando el pueblo dudó de la legitimidad de su llamado: «Él es de toda confianza en mi casa - le dijo al pueblo - boca a boca hablo con él, abiertamente y no en enigmas, y contempla la imagen de Yahvé». Eso hace un amigo de verdad… ¡Dar la cara por el otro!… Moisés se cansó de hacerlo y yo, si fuese Dios, me hubiese cansado de él. ¡Next!

2. El Rey David

¡Qué gran hombre fue David! Dios lo eligió entre 11 hermanos más robustos y capaces que él por su buen corazón. Lo consagró para hacer grandes cosas. Y la primera de ellas sí que fue grande, ¡enorme! diría yo: venció un duelo imposible contra el mayor guerrero del pueblo filisteo, el terrible Goliat… y lo derribó con una piedra bien puesta en el entrecejo, ¡sí, señor! David confiaba mucho en Dios y nuestro Señor bendecía cada uno de sus pasos.

David era «valeroso, buen guerrero, de palabra amena y de presencia agradable» (1 Sam, 16, 18). No me extraña que con ese curriculum haya despertado los celos del rey Saúl. Pero descuida porque Dios, que nunca abandona a sus elegidos, lo protegió de la persecución de Saúl y tras una prolongada guerra civil lo colocó en el trono del rey de Israel y de Judá. La gratitud hacia Dios desbordaba en el corazón del nuevo rey. De pastorcito de ovejas pasó a ser el rey de Israel, ¡qué historia! Todo fue un magnífico hasta que…

¡Dios mío! ¿Por qué lo hiciste David? Tu corazón estaba forjado en la batalla. Eras un hombre cabal, recio, señor de sí mismo; y no solo eso, eras apuesto y poderoso, podías conquistar a la mujer que quisieras ¡¿Por qué elegiste a Betsabé, la mujer de Urías?! Y no solo cometiste adulterio con ella sino que usaste el poder que Dios te había confiado para consumar un pecado mayor: «Poned a Urías - dijiste a tu comandante - en el puesto más duro de la lucha, y cuando arrecie el combate, dejadle solo, para que caiga muerto» (2 Sam 11, 15). ¡Fuiste un canalla! Allanaste el camino para casarte con Betsabé ensangrentando tus manos y sacrificando tu amistad con Dios…

¡Oh, sí! Te arrepentiste. Pero Dios tuvo que enviarte al profeta Natán para despertar tu conciencia adormecida. Y ahí el corazón se te deshizo en lágrimas al ver con claridad tu pecado. Es cierto, no pusiste más excusas, ayunaste y pasaste noches enteras acostado en tierra, rogaste el perdón de Dios y hasta escribiste un salmo desgarrador: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro - orabas entre sollozos - renueva en mi interior un espíritu firme; no me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu» (Sal 50).

Pues agradece que yo no soy Dios porque no hubieras vuelto a ver ni mi espíritu ni mi rostro. Después de todo lo que hizo Dios por ti, ¿crees que tu pecado se paga con salmos, ayunos y lloriqueos? Algo vio Dios en tu corazón que yo no puedo ver porque si por mí fuera hubieses ido a parar a un cuadrilátero de boxeo con Urías, Saúl y Goliat juntos. Cuánta razón tenías cuando dijiste eso de «es mejor caer en las manos misericordiosas de Dios que no en las manos de los hombres» (2 Sam 24, 14). Seguramente ya intuías que tú tampoco formas parte de mi lista de santos.

3. El profeta Elías

Es un profeta enigmático. Todo en él es fuerte, empezando por su nombre: Eli Yahu, que significa “Yahvé es mi Dios”. Elías aparece en la historia de Israel para denunciar los abusos y las injusticias vengan de quien vengan, del populacho o de los mismísimos reyes. ¡Y se necesitaban agallas! Porque Elías surgió en uno de los tiempos más duros de la historia de Israel: cuando sus doce tribus, desperdigadas por la tierra prometida, olvidaron a Yahvé y llenaron sus altares de ídolos. Dicho esto creo que todavía no queda clara la envergadura del hombre del que estamos hablando. Veamos si lo hago mejor en el próximo párrafo.
Para demostrar que Yahvé es el único Dios, Elías citó a medio millar de sacerdotes de Baal (divinidad o idolillo de la época) en el monte Carmelo y les propuso lo siguiente: «Elegid un novillo, despedazadlo, ponedlo sobre la leña. Yo haré lo mismo. Invocad el nombre de vuestro dios. Yo rogaré a Yahvé. El que responda con fuego, ése es Dios» (Cfr. 1 Re 18, 20–40). Los sacerdotes aceptaron el reto e invocaron a su dios, pero no ocurrió nada. Elías hizo lo mismo y Yahvé no solo rostizó al becerrito sino que abrasó con su fuego la leña, las piedras y la tierra alrededor de las cuales se encontraba el animalito. Todos quedaron mudos. El pueblo estaba atemorizado. Pero poco a poco fueron elevándose las voces hasta alcanzar la algazara: «¡Yahvé es Dios, Yahvé es Dios!». El pueblo había vuelto al culto de Yahvé.

¿Ya entiendes mejor de quién estamos hablando? ¿Te imaginas la confianza que Elías tenía en Yahvé, su cercanía a Dios? Si esto no te sorprende te cuento que la Biblia no narra su muerte, nos dice que fue envuelto en llamas y desapareció sin dejar rastro… ¿quieres más? Pues Elías es, junto a Moisés, quien se aparece a Jesucristo el día de la transfiguración. ¡Imagínate! Tal vez no haya personaje en la Biblia cuya santidad esté más confirmada que la de este hombre… y sin embargo…

¿Te gustó lo que ocurrió durante el desafío con los sacerdotes de Baal? A mí también, pero a la reina Jezabel no le gustó para nada y decidió deshacerse de nuestro profeta. ¿Qué se te ocurre que hizo Elías? ¿La esperó y la recibió con una sonrisa confiada? ¿La fue a buscar para enfrentarla? ¡No, papá! Nuestro temible profeta, el mismísimo que desafió a 500 sacerdotes en el monte Carmelo, nos dice la Biblia: «tuvo miedo, se levantó y se fue a poner su vida a salvo» (1 Re 19, 3) ¡¿Qué?! Sí. Algo así como ocurrió con San Mateo que cuando miró al Señor Jesús «Dejándolo todo, se levantó y lo siguió» (Lc 5, 38), pero al revés.


El profeta, apesadumbrado y lleno de vergüenza, caminó errabundo por el desierto hasta que se recostó agotado sobre una retama e imploró: «¡Ya es demasiado Yahvé! ¡Toma mi vida, pues no soy mejor que mis padres!». Esta es la parte donde Dios se conmueve pero yo me irrito; donde Él renueva la fuerza de sus elegidos y yo les sacaría en cara toda su mezquindad; donde Él confirma la misión de sus santos y yo los mandaría de regreso a su casa con un cartel bien grande que dijese: “perdedor”. Me pregunto: si a pedido suyo Dios era capaz de enviar fuego del cielo, ¿por qué Elías dudó de su poder y de su amor ante la persecución de Jezabel? El corazón de un verdadero santo no puede tener este tipo de grietas. Elías tampoco clasifica para mí.

Por: Mauricio Artieda



Fuente: Catholic-link.com