«Buscaba la felicidad y la encontré aquí, porque si uno no está feliz es porque no está en su sitio»
De todos
los estados de vida que hay en la Iglesia, la vocación de la vida
contemplativa es sin duda la más especial. El propio origen de
los monasterios marca la radicalidad de esta opción, que surgió a partir del siglo IV cuando el cristianismo dejó de estar
perseguido.
Entonces el martirio era considerado casi «la
autentificación de la fe». Esa forma de concebirlo empujó a las comunidades
cristianas a buscar otras maneras de dar la vida, dando lugar a las primeras
colonias de eremitas, cuyo estilo de vida era llamado la
«martiria blanca».
Separación del mundo
Desde sus
inicios, la vida contemplativa ha implicado además una separación del mundo
para facilitar el recogimiento exigido por la espiritualidad. «La vida en
clausura es tan fuerte que, si la persona que ingresa en ella no tiene una
rectitud de intención, o se rompe o se marcha», recuerda el padre Ángel. Por
eso las comunidades religiosas y el propio Código de Derecho Canónico
establecen un largo proceso para que una
aspirante a la vida contemplativa llegue finalmente a profesar los votos
solemnes. «Desde que una postulante ingresa en un monasterio hasta que está en
condiciones de solicitar la profesión solemne no pasan menos de cinco años, y
además la comunidad religiosa vota si acepta su solicitud»,
explica el padre Ángel.
Los años
de discernimiento no impiden, sin embargo, que algunas
religiosas opten por dejar el monasterio con el paso del
tiempo, como ha ocurrido esta semana con tres monjas de la India que vivían en el convento
de las Mercedarias Descalzas en Santiago y que, según una denuncia, estaban
supuestamente «retenidas». «Nunca un monasterio es un gueto
cerrado que pasa todo lo que pueda pasar dentro del muro sin que
nadie tenga la posibilidad de acercarse a esas vidas que están dentro», afirma
el padre Ángel. Esa es la realidad que este sacerdote ha podido constatar
después de acompañar durante años a monjas de clausura.
Aunque a
primera vista la vida monástica «pueda parecer durísima, la realidad es que las
personas que la viven suelen ser entrañables y la llevan con toda naturalidad»,
recuerda a ABC el profesor de Derecho Canónico de
la Universidad de NavarraJorge Miras.
Y así
es. Las clarisas del monasterio de la Inmaculada y San Pascual son
una buena prueba de ello. ABC ha visitado su convento en
pleno corazón de Madrid para conocer de primera mano cómo es la
vida dentro de sus muros. «La jornada está muy organizada. La oración, el
silencio y el trabajo vertebran toda la vida monástica», comenta sor María Victoria detrás de las rejas del
locutorio del convento, que solo atraviesa en contadísimas ocasiones, cuando
sale para ir al médico o visitar a su familia.
De origen
keniata, esta monja de 28 años ingresó en la orden hace siete. «Cuando llegas
aquí dejas atrás toda la vida mundana. Solo tienes a Cristo como la única
riqueza. El silencio, la contemplación y la oración te ayudan a concentrar la
atención en las cosas de Dios. Buscaba la felicidad y la
encontré aquí, porque si uno no está feliz es porque no está en su
sitio», asegura esta joven, una de las ocho religiosas extranjeras que tiene el
convento.
«Agradecida a Dios»
Entre las
más veteranas de esta comunidad integrada por veinte religiosas se encuentra
también sor María del Carmen. A sus 85 años, y después de 67 en el monasterio, esta hermana se siente
«agradecida a Dios» por su vocación. «Puedo decir que no me he arrepentido ni un solo día de estar aquí, pese
a las alternativas que tiene la vida y las crisis que desaniman». Para estas
religiosas, rezar por los sufrimientos del mundo y también por «los despistados
que no se han enterado aún de que de Dios venimos y a Dios vamos» colma de
sentido sus vidas, como sostiene sor María del Carmen.
La
jornada en cualquier monasterio arranca muy temprano. Las clarisas de San
Pascual se levantan a las seis de la mañana. Los cistercienses
de la estricta observancia son aún más madrugadores, ya que a las cuatro y
media ya están en el coro para la oración. Otros, como los benedictinos, lo
hacen un poco más tarde, entre las cinco y media y seis. Todos empiezan el día
con la celebración de la Eucaristía o el rezo comunitario de la Liturgia de las
Horas, que se compone de siete oraciones distribuidas a lo largo de la jornada.
Además de
la oración, están las horas de refectorio, es decir, de las comidas. Los
cartujos comen juntos solo los domingos, mientras que el resto de los
institutos monásticos suelen compartir los desayunos, los almuerzos y cenas,
pero siempre en silencio. «Es la educación que tienen monjas y monjes de vivir
en ese desierto», explica el padre Ángel. El día se completa con los espacios
de recreo o convivencia. Los cartujos, por ejemplo, salen un día a la semana
del monasterio y hacen cuatro horas de marcha. Las
clarisas de San Pascual dedican un rato después de la cena a conversar un rato.
La convivencia es como la
de cualquier familia. «Cada uno es de nuestro padre y de nuestra madre. Si
ofendemos a alguien pedimos perdón antes de que finalice el día, y cuando
llegan los momentos difíciles, como la enfermedad de alguna de las hermanas,
estamos como una piña», señala sor Nieves, otra religiosa clarisa que lleva en
el convento medio siglo.
Según el
monasterio, los monjes y monjas llevan una vida más solitaria o más comunitaria.
Los cistercienses, benedictinas e incluso las clarisas tienen «una
expresión comunitaria más notable», mientras que las carmelitas
«llevan su vida más en su celda y el trabajo lo realizan en soledad». Los
benedictinos y cistercienses, además, tienen como muy característica la
hospitalidad.
Fuente: ABC
