La persona no muere, sino que deja la
visibilidad de su cuerpo, mientras que su vida espiritual o personal sigue más
y mejor
Mi padre, en su lecho, con
gesto adusto escuchó al médico decirle que la grave, penosa e incurable
enfermedad con que se encontraba afectado, terminaría con su vida terrena en
poco tiempo, una vida que amaba apasionadamente. Después de despedir
amablemente al médico, volteó hacia la luz de la ventana profundamente
pensativo; pasados unos momentos, el gesto de su cara se relajó en un semblante
de paz.
-¿Sabes lo que el médico me
ha dicho? Ha afirmado que me voy a casa. ¿No es eso hermoso? -Me preguntó.
-Para usted sí, padre, no
para nosotros -Le contesté con dolor de hijo, y también con un equivocado
sentimiento de lástima hacia quien yo suponía había recibido el último “No” en
su vida.
-¿Sabes que de pronto la luz
de la ventana me ha hecho sentir nostalgia, hijo? Me voy a la casa del Padre.
Sí, soy como un niño que se va a la casa del
padre, solo debo de esperar a que me recoja.
Lo dijo con una sonrisa plena
de esperanza.
Mi humano dolor cedió y dejé
de sentir lástima.
Murió con mucha paz dejando
muy claras disposiciones sobre el trato post
mortem a su cuerpo. Quiso que lo veláramos aunque durmiéramos
poco, o no durmiéramos, una misa de cuerpo presente y que no lo cremáramos.
-Ustedes disculpen -nos dijo-
pero eso de evitar molestias, y que no se
asusten los niños, no va conmigo, a mí me dan cristiana sepultura de cuerpo
entero como en
mis buenos tiempos.
Lo dijo claro, pues nunca estuvo
de acuerdo con la nueva práctica en la que el difunto, del hospital o su casa,
lo llevan al crematorio inmediatamente, con la intención a veces de que aquí no
ha pasado nada, prácticas que empiezan a propagarse revestidas de estoicismo,
con tristeza humana pero sin esperanza cristiana, con evidente y franca
indiferencia en pro de la comodidad en la que se desdibuja la muerte como
venida de Dios.
Mi padre la aceptó como quien
solo cambia de casa, y quería mostrarla como lo que es: una paradoja divina que encierra la más
importante lección de vida al mostrar el amor de Dios.
Es así, porque la persona no muere, sino que deja la
visibilidad de su cuerpo, mientras que su vida espiritual o personal sigue más
y mejor, porque cuando se muere en gracia de Dios se parte a la
casa del cielo. El cristiano no vive para morir sino para vivir más, y la
muerte es su “a través”, por lo que lejos
de ser una derrota, es el momento cúlmen de la vida, el momento triunfal.
Contaba con que nuestra actitud familiar en el funeral fuera un
testimonio de nuestro credo cristiano frente a una sociedad del bienestar de
la que había sido testigo, y que había permeado en el círculo de parientes y
amigos. Fue su legado apostólico.
Una sociedad que tiende a
apartar de sí la realidad del fin de la vida, cuyo solo pensamiento le produce
angustia, aferrándose al absurdo de excluir esta realidad del plano de la
existencia humana, haciendo parecer que siempre se mueren “los demás”.
Una cultura donde el hombre está más pendiente de su naturaleza
corporal que de su ser personal o espiritual, por lo que el verdadero sentido
de estar vivo solo está en función de lo sensible, inmediato y placentero, mientras que siente pena
por “los desafortunados “que no tienen acceso a la buena vida. Una cultura falta
de esperanza con marcado temor hacia la muerte.
En cambio, quienes se saben
más persona que naturaleza, se sobreponen a ella, porque siendo la persona
elevable, viven para ser elevados, aceptando en su vida a un Dios personal que
les da el sentido de su existencia.
Mi padre, además, trataba
personalmente con los santos como con personas, a las que consideraba más vivas
y poderosas que lo fueron en su paso por la tierra. Con ellos dialogaba y a
ellos se encomendaba.
Se habla de las almas que
están en el cielo solo en forma metafórica, la
Iglesia no rinde culto a almas, sino a santos, a personas
concretas, pues nadie deja de ser persona tras la muerte. Con lo cual se puede
ser persona sin cuerpo (como los ángeles).
El cuerpo no es la persona, el cuerpo es de la persona, que, en el cielo, conserva
su inteligencia para tratarnos y su voluntad para querernos.
Aun en la fase final de su
enfermedad, nunca perdió su siempre actitud de pensar en los demás y cuando lo
visitaban en su lecho les preguntaba con sincero interés por sus vidas y
afanes, dando algún discreto consejo, un consuelo; Esforzándose en ser ameno siempre
con la fineza de su buen humor. Los visitantes llegaban con una disposición
consoladora y eran ellos los que salían consolados.
Yo estaré checando nos dijo
con un guiño y bien sabíamos a lo que se refería.
Fuente: Aleteia