Queridos
diocesanos:
Es domingo 18 de Octubre
celebraremos el día del DOMUND, o de las Misiones, bajo el lema «misioneros de
la misericordia». Como todos los años, esta Jornada nos recuerda que la
vocación cristiana es inseparable de la responsabilidad que todo cristiano
tiene de anunciar el evangelio a todas las gentes y en toda circunstancia.
Todos los bautizados hemos recibido el
mandato de Cristo: «Id y haced discípulos a todas las gentes». Ningún cristiano
puede eximirse de esta obligación, o, como decía san Juan Pablo II, ningún
cristiano puede permanecer ocioso a la hora de anunciar el Evangelio.
¿En qué consiste el anuncio
del Evangelio? El lema de este año nos
lo recuerda con la palabra Misericordia, que nos habla de tener un corazón
sensible y cercano a las necesidades de los demás. Dios es el Misericordioso
por excelencia. De ahí, que, en el sermón de la montaña, Jesús nos pida ser
«misericordiosos como vuestro Padre del cielo». Dios, en efecto, tiene entrañas
de misericordia y lo ha mostrado a lo largo de toda la historia de salvación.
La misericordia de Dios, sin embargo, se ha hecho visible y tangible en la
persona de su Hijo Jesucristo, que constituye en centro del Evangelio. Por eso,
evangelizar es anunciar a Jesús, sus hechos, sus palabras, sus milagros y,
sobre todo, su muerte y resurrección. Este es el núcleo del Evangelio, que debemos
proclamar con palabras y obras, con el testimonio de nuestra vida entregada al
modo de Cristo.
Se es misionero en la vida
cotidiana. En la familia, en el trabajo, en las relaciones sociales, en los
diversos ámbitos de convivencia. Para ello no es necesario «sermonear». El Papa
Benedicto XVI decía sabiamente que un cristiano sabe cuándo tiene que hablar de
Dios y cuándo tiene que callar. Lo que nunca podrá dejar de hacer es dar
testimonio de Cristo con la palabra y con las obras, y siempre con la caridad
que es la nota distintiva de Cristo y de sus discípulos.
El Evangelio está destinado
a todos los hombres sin excepción: todos necesitan la buena de la salvación y
todos necesitan la salvación que sólo Cristo nos ofrece. Nadie, excepto él,
puede librarnos del pecado y de la muerte. Esa es la misión que ha recibido del
Padre. Ahora bien, el Evangelio tiene unos destinatarios privilegiados: son los
pobres. Los pobres que el mundo margina y olvida de manera injusta y tantas
veces despiadada. Son aquellos que padecen hasta de manera física el pecado de
los demás: la violencia, la avaricia, la esclavitud de todo tipo, la
persecución por su fe, la explotación. Son los abandonados –niños, enfermos,
ancianos-, los que carecen de un techo digno, de un trabajo que les haga
sentirse personas útiles en medio de la sociedad.
A ellos va dirigido el
Evangelio de la Misericordia, que se manifiesta en las obras sostenidas por la
fe. No se puede predicar al Dios de la Misericordia sin, al mismo tiempo,
practicarla con la entrega de nosotros mismos, de nuestro tiempo y de nuestros
bienes. No podemos anunciar el evangelio sin, como decía san Pablo, dar
nuestras mismas personas al servicio de aquello que predicamos con alegría.
Cristo ha venido para implantar en el mundo la justicia y la santidad, de
manera que se haga visible su Reino en la práctica de un orden nuevo y justo
que viene hecho realidad ya en él, en su persona que da la vida en redención
por todos.
Seamos, por tanto, misioneros de la Misericordia, la misma
que Dios ha tenido con nosotros cuando nos ha hecho cristianos, y nos ha
enviado al mundo para dar testimonio de su amor.
Pensemos especialmente en
aquellos que no conocen a Cristo y viven, por tanto, en la ignorancia del amor
de Dios, de su perdón infinito. Pensemos en los países donde la evangelización
no progresa por falta de medios y de personas que la hagan posible. Hagamos
memoria de los países donde los cristianos sufren persecución por su fe y
tienen que abandonar su tierra, sus casas y posesiones. Entonces, la fe en
Cristo se hará firme y poderosa en nosotros y escucharemos la llamada del
Señor: «id y enseñad…», y sentiremos la misma pasión por el evangelio que
abrasaba a san Pablo cuando decía: «ay de mí si no evangelizo».
+ César Franco
Obispo de Segovia.
