«Religioso dominico peruano. El primer mulato en subir a los altares,
honrado en numerosos países del mundo. Patrón de la justicia social, de los
barberos, barrenderos, enfermeros, farmacéuticos, protector de los pobres»
El que tantas veces se presentó como «un perro mulato», primero de América en
subir a los altares, es uno de los más grandes santos que Perú ha dado a la
Iglesia. Ostenta el patronazgo de numerosas entidades de Perú, Venezuela,
México, Argentina, Panamá, Guatemala, España, Chile, Costa Rica, Bolivia y otros
países. Quién le iba a decir al humilde Martín que al paso del tiempo le
honrarían hermandades y cofradías, que al procesionar su imagen sería aclamada
por las avenidas de su hermosa tierra aún pasando los siglos... Pero así es.
La
gracia que le acompañó en vida, y a la que se aferró, sigue alumbrándonos a
través de su heroico testimonio de amor a Cristo.
Sin embargo, su
familia repudió al muchacho por su color de piel. Juan se ocupó de su educación,
pero en 1590 cuando lo nombraron gobernador de Panamá, se vio obligado a
enviarlo a Lima. Eso sí, la cercanía le había permitido constatar las numerosas
virtudes de Martín, su bondad y proverbial generosidad con los pobres, a los que
daba limosna haciendo uso de la asignación que él le entregaba. No era una
táctica nueva. Cuando vivía con su madre, le solía sisar el dinero que le
proporcionaba para efectuar las compras. Al regresar a casa, cándidamente se
excusaba diciendo que las monedas que le faltaban las había perdido por el
camino.

Elegante y amable en el trato, Martín era también muy inteligente, así que no le
costó aprender las técnicas de barbería, oficio reputado en la época, y adquirir
nociones de medicina que le servirían más tarde en su misión. Antes de
convertirse en religioso obtenía un buen sueldo como ayudante del boticario
Mateo Pastor. Con lo que ganaba, ayudaba a otros muchachos que no tenían medios
económicos.
El ejercicio de su profesión le permitía acceder tanto a la flor y
nata de la sociedad limeña como a las clases inferiores; a todos hablaba de la
bondad de Dios. Combinaba esta tarea con la labor voluntaria que realizaba en
hospitales; pasaba las noches prácticamente en vela orando ante una imagen de
Cristo crucificado.
A los 15 años, animado por fray Juan de Lorenzana, quiso ser dominico como
él, pero la discriminación por diferencia de raza, prejuicio marcado entonces,
le siguió al convento de Nuestra Señora del Rosario. Y únicamente pudo ingresar
como «donado». Pero era más que suficiente para su espíritu humilde y servicial,
ya que solo deseaba estar más cerca de Dios y ayudar al prójimo. Por lo demás,
se gozaba en «pasar desapercibido y ser el último». El trato desigual
que le dispensaron, los insultos que recibía por su tez oscura, no le
arrebataron su alegría, y la escoba que pusieron en sus manos fue instrumento de
gloria para su vida.
En una visita que su padre hizo al convento, logró que el provincial
considerara a Martín como hermano cooperador. Profesó en junio de 1603. Fiel
observante, pronto a la oración, obediente, humilde, generoso, puntual, sobrio,
sencillo, austero, era también diligente y dadivoso con los demás hasta el
extremo. El Santísimo Sacramento y la Virgen del Rosario fueron objeto supremo
de su devoción.
Por lo general, estaba tan extenuado por sus tareas que hacía
ímprobos esfuerzos para no sucumbir al sueño durante la oración. Sus cuidados
como enfermero fueron un pararrayos para el convento; allí acudían numerosas
personas en su busca. Pero su piedad y misericordia con los enfermos y pobres
que recogía en las calles, portándolos a hombros hasta su propio lecho para
prodigarles atenciones con toda ternura, suscitaron recelos y envidias; fue
objeto de injurias hasta de sus propios hermanos.
Dios le otorgó el don de milagros, entre otros. Las curaciones
extraordinarias se produjeron no solo con sus cuidados sino simplemente con su
presencia. Él, humildemente, advertía: «yo te curo, Dios te sana». Como
recibió el don de la bilocación, podía vérsele en varios lugares a la vez
consolando y remediando los males de unos y de otros. Una vez solicitó a su
superior permiso para socorrer a un obrero que rogaba su auxilio mientras se
caía del andamio. Y ese milagro que precisaba el albañil se produjo ante la
fuerte impresión de la víctima y del superior de Martín.
Memorable fue la acción
del santo durante la epidemia de viruela; se convirtió en el «ángel de Lima».
Hasta los animales hambrientos y heridos eran objeto de su afecto. Fundó los
Asilos y Escuelas de Huérfanos de Santa Cruz para niños y niñas. Sus hermanos
contemplaban asombrados su intensísima acción apostólica cotidiana,
preguntándose en qué momento dormía.
Era estimado por todos, incluido el virrey, que no ocultaba su veneración por
él. En 1639 contrajo el tifus exantemático que cursaba con espasmos, alta fiebre
y delirios. Y supo que había llegado su hora: «He aquí el fin de mi
peregrinación sobre la tierra. Moriré de esta enfermedad. Ninguna medicina será
de provecho». Manifestó que en ese instante le acompañaban la Virgen, San
José, santo Domingo, san Vicente Ferrer y santa Catalina de Alejandría. Y
besando el crucifijo falleció el 3 de noviembre de ese año. Gregorio XVI lo
beatificó en 1837. Juan XXIII lo canonizó el 6 de mayo de 1962, y lo declaró
santo patrón de la justicia social.
Fuente: Zenit