«Si comprendiéramos lo que es un sacerdote, moriríamos de amor». Esta frase del Cura de Ars, San Juan María Vianney, no es solo poética: es profundamente teológica
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Cura de Ars. Dominio público |
Dicha por un
hombre sencillo, que apenas pudo terminar sus estudios eclesiásticos, resuena
como un eco de lo que decía San Ignacio de Antioquía: «El sacerdote es imagen
de Cristo, y donde está el obispo, allí está la Iglesia» (Carta a los
Esmirniotas, 8).
Pero hoy,
quizás más que nunca, nos cuesta ver en el sacerdote esa imagen luminosa del
Señor. ¿Será que esperamos demasiado de ellos, idealizándolos erróneamente? ¿O
será que, a veces, no los miramos con los ojos de la fe?
Como sacerdote,
quisiera invitarte a hacer una pausa. A mirar al sacerdote —sí, incluso a ese
que te cuesta— desde una mirada diferente. ¿Qué te diría el Cura de Ars si lo
tuvieras sentado frente a ti mientras te quejas de tu párroco, de tu vicario o
de tu obispo?
¿De verdad
estás orando por él?
No es un
secreto que muchos laicos —y también muchos sacerdotes— sufren por actitudes,
decisiones o ausencias de algunos sacerdotes. A veces duele su frialdad, su
falta de escucha, su modo de celebrar, su distancia… pero te pregunto: ¿cuántas
veces, en lugar de quejarnos, hemos orado por ellos?
El Cura de Ars,
canonizado no por sus talentos, sino por su santidad, comprendía que el
sacerdote lleva un peso espiritual que muchas veces ni él mismo
comprende del todo.
El cardenal
Raniero Cantalamessa, quien fue predicador de la Casa Pontificia, afirmaba en
una meditación para sacerdotes: «El sacerdote no es sólo un transmisor de lo
sagrado, sino alguien que vive constantemente entre la gloria y la miseria
humana» (Cantalamessa, El sacerdote y la gracia, 2010). Y esa
tensión puede desgastar profundamente.
Orar por un
sacerdote no es una opción piadosa, es un acto de justicia cristiana. En
palabras de Edith Stein: «Quien reza por los sacerdotes, se convierte en
colaborador invisible de la obra redentora».
El Cura de Ars
y la santidad que despierta la conciencia
San Juan María
Vianney no fue un reformador institucional ni un orador elocuente. Su
parroquia, Ars, era un pueblo olvidado al que nadie quería ir. Pero fue ahí, en
lo escondido, donde brilló su fidelidad. Se levantaba a las dos de la mañana
para orar. Pasaba hasta 16 horas diarias en el confesionario. Apenas comía. Y
todo lo ofrecía, especialmente, por la conversión de los sacerdotes tibios.
En sus palabras
más conocidas: «Después de Dios, el sacerdote lo es todo. Él mismo no se
entenderá bien sino en el cielo». Lo dijo no desde la vanidad clerical, sino
desde la experiencia mística. Sabía que cada sacerdote lleva dentro una lucha
tremenda y que el demonio no apunta a los que están lejos del rebaño, sino a
quienes pueden guiarlo.
El teólogo Hans
Urs von Balthasar escribió: «Donde el sacerdote no brilla con la luz de Cristo,
el mundo se oscurece más rápidamente» (La gloria y la cruz, 1982). Y es
que un sacerdote tibio, herido o solo puede arrastrar consigo muchas almas. No
porque tenga poder en sí mismo, sino porque su función es ser canal. Y si el
canal está sucio o roto, el agua no pasa.
¿Por qué no
ofrecer un sacrificio por él?
Vivimos en una
cultura que reacciona, pero muy pocas veces intercede. Nos es fácil hablar,
pero nos cuesta cargar con el otro. Sin embargo, la comunión de los santos nos
recuerda que el dolor ofrecido, aunque pequeño, tiene un valor redentor.
Una señora
mayor me decía hace poco: «A veces, cuando me duelen los huesos, no me quejo,
lo ofrezco por el padre. Él debe tener otros dolores que no se ven». Esa
actitud es profundamente evangélica. Lo invisible, cuando se une a la cruz de
Cristo, transforma la historia.
Santa Teresita
del Niño Jesús, patrona de las misiones y gran intercesora por los sacerdotes,
afirmaba: «No somos nosotros quienes sostenemos al sacerdote con nuestras
críticas, sino con nuestras oraciones».
Y lo vivió con
pasión, ofreciendo su enfermedad y sufrimientos por los sacerdotes que nunca
conocería. ¿Y tú? ¿Estás dispuesto a amar a los sacerdotes de tu
parroquia con hechos concretos?
El Cura de Ars
nos enseñó que la corrección también es caridad
No confundamos
compasión con silencio cómplice. Si algo te duele, si alguna actitud del
sacerdote te parece injusta o impropia, no lo hables con todo el mundo. Háblalo
con él directamente con claridad y sobre todo con caridad. La
corrección fraterna, bien hecha, puede ser un acto de caridad y humildad.
San Benito, en
su Regla, recomienda: «Corrige al hermano con mansedumbre, no sea
que tú también caigas en la misma tentación» (Regla, cap. 64). Aplicado al
sacerdote, esto exige prudencia, amor y respeto.
A veces, una
carta escrita con honestidad, una conversación cara a cara, puede ser más útil
que cien murmuraciones, comentarios y demás que solo hieren y dividen a la
Iglesia. Tal vez él no ve lo que tú ves. Tal vez necesita una palabra que no
sea juicio, sino comprensión.
Oración por
un sacerdote
P.
Mauricio Montoya
Fuente: CatholicLink