El Papa León XIV ha predicado sobre la parábola del buen samaritano en su segunda Audiencia General. Este es el texto completo
Hoy me gustaría hablarles de una
persona experta, preparada, un doctor en la Ley, que sin embargo necesita
cambiar de perspectiva, porque está concentrado en sí mismo y no se da cuenta
de los demás (cf. Lc 10,25-37). De hecho, le pregunta a Jesús cómo se «hereda»
la vida eterna, utilizando una expresión que la considera como un derecho
inequívoco. Pero detrás de esta pregunta, quizás se esconde precisamente una
necesidad de atención: la única palabra sobre la que pide explicaciones a Jesús
es el término «prójimo», que literalmente significa «el que está cerca».
Por eso, Jesús cuenta una
parábola que es un camino para transformar esa pregunta, para pasar del «¿quién
me quiere?» al «¿quién ha querido?». La primera es una pregunta inmadura, la
segunda es la pregunta del adulto que ha comprendido el sentido de su vida. La
primera pregunta es la que pronunciamos cuando nos situamos en un rincón y
esperamos, la segunda es la que nos impulsa a ponernos en camino.
La parábola que cuenta Jesús
tiene, de hecho, como escenario un camino, y es un camino difícil y áspero,
como la vida. Es el camino que recorre un hombre que baja de Jerusalén, la
ciudad en la montaña, a Jericó, la ciudad bajo el nivel del mar. Es una imagen
que ya presagia lo que podría ocurrir: efectivamente, sucede que ese hombre es
asaltado, golpeado, despojado y abandonado medio muerto. Es la experiencia que
se vive cuando las situaciones, las personas, a veces incluso aquellos en
quienes hemos confiado, nos quitan todo y nos dejan tirados.
Pero la vida está hecha de
encuentros, y en estos encuentros nos revelamos tal y como somos. Nos
encontramos frente al otro, frente a su fragilidad y su debilidad, y podemos
decidir qué hacer: cuidar de él o hacer como si nada. Un sacerdote y un levita
bajan por ese mismo camino. Son personas que prestan servicio en el Templo de
Jerusalén, que viven en el espacio sagrado. Sin embargo, la práctica del culto
no lleva automáticamente a ser compasivos. De hecho, antes que una cuestión
religiosa, ¡la compasión es una cuestión de humanidad! Antes de ser creyentes,
estamos llamados a ser humanos.
Podemos imaginar que, después de
haber permanecido mucho tiempo en Jerusalén, aquel sacerdote y aquel levita
tienen prisa por volver a casa. Es precisamente la prisa, tan presente en
nuestra vida, la que muchas veces nos impide sentir compasión. Quien piensa que
su viaje debe tener la prioridad, no está dispuesto a detenerse por otro.
Pero he aquí que llega alguien
que sí es capaz de detenerse: es un samaritano, es decir, alguien que pertenece
a un pueblo despreciado (cf. 2 Re 17). En su caso, el texto no precisa la
dirección, sino que solo dice que estaba de viaje. La religiosidad aquí no
tiene nada que ver. Este samaritano se detiene simplemente porque es un hombre
ante otro hombre que necesita ayuda.
La compasión se expresa a través
de gestos concretos. El evangelista Lucas se detiene en las acciones del
samaritano, al que llamamos «bueno», pero que en el texto es simplemente una
persona: el samaritano se acerca, porque si quieres ayudar a alguien, no puedes
pensar en mantenerte a distancia, tienes que implicarte, ensuciarte, quizás
contaminarte; le venda las heridas después de limpiarlas con aceite y vino; lo
carga en su montura, es decir, se hace cargo de él, porque solo se ayuda de
verdad si se está dispuesto a sentir el peso del dolor del otro; lo lleva a una
posada donde gasta su dinero, «dos denarios», más o menos dos días de trabajo;
y se compromete a volver y, si es necesario, a pagar más, porque el otro no es
un paquete que hay que entregar, sino alguien que hay que cuidar.
Queridos hermanos y hermanas,
¿cuándo seremos capaces nosotros también de interrumpir nuestro viaje y tener
compasión? Cuando hayamos comprendido que ese hombre herido en el camino nos
representa a cada uno de nosotros. Y entonces, el recuerdo de todas las veces
que Jesús se detuvo para cuidar de nosotros nos hará más capaces de compasión.
Recemos, pues, para que podamos
crecer en humanidad, de modo que nuestras relaciones sean más verdaderas y más
ricas en compasión. Pidamos al Corazón de Cristo la gracia de tener cada vez
más sus mismos sentimientos.
Por Papa León XIV
Fuente: ACI Prensa