Décima meditación de los Ejercicios Espirituales en el Aula Pablo VI
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En la décima
meditación de los Ejercicios Espirituales en el Aula Pablo VI, de la que
publicamos un resumen, el predicador de la Casa Pontificia reflexiona sobre la
«continua transformación» de la vida, comparándola con una semilla que crece a
través de alegrías, penas, conquistas y fracasos. Frente al «peso de la
realidad», que puede aplastar o volver cínico, emerge la luz de un «destino
mayor», la realización natural de una existencia «llamada a la plenitud».
La vida, con su
belleza y sus dificultades, nos plantea una pregunta crucial: ¿qué sentido
tiene nuestro peregrinaje por este mundo cuando todo está destinado a terminar?
Sin esperanza en la eternidad, el peso de la realidad puede aplastarnos o
volvernos cínicos, empujándonos a la resignación. San Pablo nos propone fijar
nuestra mirada en las cosas invisibles, que son eternas.
La humanidad
está marcada por la decadencia física, pero hay una renovación interior que se
produce día a día. Todo lo que parece desvanecerse tiene en realidad un destino
mayor: Dios nos ha creado para la resurrección, y esto no es una utopía, sino
la lógica natural de una existencia llamada a la plenitud.
En el misterio
de la cruz y la resurrección de Cristo, Dios ha llevado a cumplimiento su
designio de amor. La aparente derrota del Crucificado es, en realidad, la
revelación de un Padre que no renuncia a sus hijos. Esto significa que nuestra
vida no se deja al azar, sino que forma parte de un plan de adopción y
redención que nos convierte en hijos predilectos destinados a la eternidad.
Todo lo que experimentamos -las alegrías, las penas, los logros y los fracasos-
forma parte de una transformación continua, semejante a la de una semilla que,
al morir, genera nueva vida. Así, también nosotros, aun atravesando el límite
de la muerte, estamos destinados a una vida nueva y gloriosa.
Esta
transformación no es sólo futura, sino que comienza ya ahora. En la Eucaristía,
en efecto, tiene lugar un misterioso intercambio: ofrecemos a Dios nuestra vida
y recibimos a cambio a Cristo mismo, que nos transforma en su amor. En cada
Misa que celebramos, todo lo que somos es asumido en la vida de Cristo, que lo
lleva consigo ante el Padre. No se trata de un rito simbólico, sino de un
verdadero proceso de transformación de nuestra persona, que nos hace participar
de la vida eterna ya en el presente.
No sabemos
exactamente cómo serán las cosas al final, pero sí sabemos que lo que seremos
está ya en germen dentro de nosotros. No estamos destinados a la nada, sino a
un futuro lleno de esperanza. Esta certeza lo cambia todo: nuestra vida no es
una película sin sentido, sino una obra escrita y dirigida por un Director
extraordinario, que nos invita a fijar la mirada en la eternidad y a caminar
hacia Él con confianza. Es un hecho real: Dios ha engendrado hijos, y entre
esos hijos estamos nosotros. El futuro permanece ante nosotros como un designio
de amor sólo parcialmente desvelado. Sin embargo, lo que vemos hoy ya es
maravilloso: somos hijos amados, ciudadanos del cielo, que viven para Dios y
para siempre.
Fuente: Vatican News