El sacramento de la confesión es un acto de liberación; pero puede suceder que, después de haber recibido el perdón de Dios, la culpa siga acechando. Te explicamos por qué
La confesión
sacramental es, en esencia, un acto de liberación: un encuentro con la
misericordia divina que, en teoría, debería disolver el peso de la culpa. Sin
embargo, para muchas personas—especialmente para aquellas con tendencias
escrupulosas—, el perdón recibido no logra calmar la tormenta interior.
Persiste una voz interna que sigue repitiendo: "No es suficiente. No
merezco sentirme en paz".
¿Por qué ocurre
este fenómeno, que entrelaza lo espiritual y lo psicológico? Y, más importante
aún: ¿cómo sanar esa fractura entre el alma y la gracia que ya se ha recibido?
Cuando la
culpa se vuelve una prisión
La raíz de este
conflicto suele encontrarse en una distorsión de la mirada moral. Para las
personalidades escrupulosas, la fe deja de experimentarse como un camino de
amor y se convierte en un sistema de reglas rígidas, donde el miedo al error lo
domina todo. En este contexto, la culpa ya no es un llamado al crecimiento,
sino un juez interno implacable.
Desde la
psicología, este patrón se identifica como una forma de obsesión: la mente se
aferra a pensamientos intrusivos sobre el pecado, repasa una y otra vez la
falta cometida y cuestiona la validez del perdón ya recibido, como si la
misericordia de Dios dependiera de la perfección humana. Se centra más en la
falta cometida que en la gracia recibida.
¿Qué dicen
los santos al respecto?
San Francisco de Sales,
Doctor de la Iglesia, reconocía este peligro cuando advertía: "El
escrúpulo es un aguijón que atormenta el alma; nace de un exceso de amor
propio, que nos hace temer más el deshonor que el pecado mismo". Es decir,
la obsesión por la pureza moral puede esconder un ego frágil, confundiendo el
amor a Dios con la necesidad de control.
Por su parte,
san Alfonso María de Ligorio, patrono de los confesores y moralistas, insistía
en que "Dios no nos pide certezas, sino confianza". Para él, la
escrupulosidad era una trampa: al exigir una seguridad absoluta de estar en
gracia, la persona no solo desconfía de sí misma, sino que incluso duda de la
eficacia del sacramento.
Ligorio
recordaba que el arrepentimiento genuino no requiere sentir emociones intensas,
sino que es un acto de humildad. Sin embargo, cuando la mente está dominada por
el miedo, la humildad se transforma en autoflagelación.
Dios: ¿Juez
o padre?
Este fenómeno
se agrava en una cultura religiosa que a menudo, sin darse cuenta, ha
enfatizado más el castigo y el temor al infierno que la misericordia y la
ternura de Dios. Muchas personas crecen con una imagen de Dios como de un juez
severo, más que como un Padre amoroso, una visión que, paradójicamente,
contradice el núcleo del Evangelio.
Aquí es donde
la teología juega un papel clave: si el perdón sacramental es objetivo (es
decir, real e independiente de nuestras emociones), ¿por qué nuestra
subjetividad lo cuestiona?
¿Cómo salir
de este círculo de culpa?
1. Redefinir
la confesión
Más que un
trámite obligatorio, debe vivirse como un encuentro con la compasión y la
misericordia de Dios. San Francisco de Sales aconsejaba a los escrupulosos:
"Avanza con sencillez, como un niño que camina de la mano de su
padre".
Esto implica
abandonar el hiperanálisis de los pecados y aprender a confiar en que Dios
comprende nuestras limitaciones y en su plena misericordia.
2. Trabajar
en la autoimagen
La incapacidad
de perdonarse a uno mismo suele ser un reflejo de una herida más profunda: una
desconexión con la propia dignidad. La fe no debería alimentar esa herida, sino
sanar la relación con uno mismo.
Por lo que
puede ser benéfico buscar una ayuda en el director espiritual para superar el
miedo y abrazar el amor y la Gracia de Dios, más que el castigo.
Finalmente, es
vital recordar que la paz no es un premio por la perfección personal, sino un
fruto de la gracia aceptada. Como escribió santa Teresa de Lisieux: "La
santidad no está en decir muchas oraciones, sino en dejar que Dios nos
ame".
Guillermo Dellamary
Fuente: Aleteia