Pietro Parolin envió un mensaje en el que definía como «una gracia» el haberlo conocido personalmente. «Él ha sido una gran luz encendida en la noche del mundo», escribió el purpurado
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Foto cedida por la familia Basso |
Cuando le
diagnosticaron progeria, los médicos le dieron una expectativa de vida de 14
años. Cuando falleció el pasado octubre, tenía 28. Sus padres hablan de un
hombre que amó intensamente la vida y que se hizo investigador para ayudar a
los que vendrían después
Sammy tenía
poco más de 2 años cuando una genetista, que solo conocía la progeria por
las fotografías de un libro, sugirió la posibilidad de que el pequeño padeciera
esta enfermedad rara. Laura Lucchin y Amerigo Basso recuerdan
vivamente la conmoción al recibir la noticia pese a que han pasado 27 años. Su
primera reacción fue encerrarse en sí mismos y sobreproteger a Sammy, que tenía
por delante un rosario de problemas de salud que, muy probablemente, terminarían
con su vida en poco tiempo. Les dijeron que no viviría más allá de los 14 años,
ya que esta dolencia provoca un envejecimiento prematuro y acelerado.
«No se sabía absolutamente nada de esta enfermedad. El diagnóstico fue como
recibir una puñalada en el corazón», rememora Lucchin.
Lo que ni los
médicos ni ella ni su marido intuían entonces es que Sammy lograría lo
imposible. Vivió 28 años, doblando el pronóstico inicial y
convirtiéndose en el paciente de progeria más longevo conocido hasta ahora. El
pasado 5 de octubre de 2024 su corazón se paró mientras cenaba con sus amigos.
«Nos ha dejado tantas cosas en herencia. Como que lo más importante es amarse;
dar amor y recibir amor, el amor que viene de Dios», explica su madre a Alfa
y Omega desde su casa en Tezze sul Brenta. Allí, 4.000 personas entre
familiares, amigos, vecinos, obispos y autoridades civiles asistieron a su
funeral. Incluso el cardenal Pietro Parolin envió un mensaje en
el que definía como «una gracia» el haberlo conocido personalmente. «Él ha sido
una gran luz encendida en la noche del mundo», escribió el purpurado.
Sammy era
enormemente querido. Y a ese amor que recibió desde niño, él correspondió con
una conmovedora carta-testamento que es un canto a la vida y una honda
profesión de fe. Durante el funeral se leyó este texto, en el que escribía:
«Antes de nada, quiero que sepáis que he vivido mi vida felizmente, sin
excepción». Explicaba que, evidentemente, la progeria había marcado
profundamente su existencia y que el camino no había sido fácil. Pero aseguraba
que no había librado «batalla» ninguna contra la enfermedad, sino que había
vivido «solo una vida abrazada como vino, con sus dificultades, pero siempre
espléndida, un regalo que me ha sido dado por Dios».
También reconocía
que no quería morir, aunque estaba preparado, y que esperaba que, cuando
llegase la hora, pudiera mirar a la muerte como lo hacía san Francisco de Asís,
como «la hermana muerte». «Debo toda mi vida a Dios, cada una de las cosas
hermosas. La fe me ha acompañado y no sería lo que soy sin mi fe. Él ha hecho
de mi vida algo extraordinario», confesaba el joven en esta misiva, cuya
existencia sus padres desconocían. No la recibieron hasta que falleció. Uno de
sus amigos la custodiaba desde 2017. La escribió con solo 22 años. Acababa de
volver de Boston, donde recibía tratamiento desde niño y donde le habían
explicado que la situación de su corazón era muy grave. «Conocíamos la
profundidad de su fe, pero no hasta ese punto», relata Basso.
Sammy condensó
en esas líneas, además de su fe, la esencia de su vida. Su gusto por las cosas
sencillas, por estar siempre en compañía, por celebrar, por querer y cuidar de
los suyos y por reír. «Decía continuamente que la vida es digna de ser vivida
siempre, en todo momento, con todas las dificultades que se presenten»,
recuerda su madre. Era el chico del millón de amigos. Hace unos años, sus más
cercanos le preguntaron: «Dinos qué te cuesta más hacer y nosotros intentaremos
que lo consigas». Les contó que le resultaba difícil caminar durante mucho
tiempo, y ya no digamos correr. Y así, nacieron los Sammy Runners.
Comenzaron a participar en carreras con Sammy, al que empujaban en una silla de
ruedas. En abril honrarán su memoria corriendo el maratón de Boston. Un gesto
con el que además recaudarán fondos para la investigación de la progeria.
Lo harán
precisamente en la ciudad donde se encuentra la Progeria Research
Foundation, la organización mundial más importante de investigación sobre
la enfermedad y que conocía muy bien Sammy. «Soñaba con ir a Boston con todo el
grupo», cuentan sus padres. Le encantaba participar en las carreras y en
agradecimiento a sus amigos en 2023, tras el maratón de Roma, los llevó
a ver al Papa. Aunque no era la primera vez que hablaba con
Francisco. En 2013, le llamó por teléfono a casa. A día de hoy, ni
Laura ni Amerigo saben de qué hablaron. Solo saben que el Papa se interesó de
corazón por saber cómo estaba el joven; quien, como los Sammy Runners, corría
cada día, pero en una carrera contra el tiempo.
Su reloj iba
más rápido
Por eso amaba
tanto la vida porque, para él, el reloj iba más rápido. Y, por eso, no dejaba
de sonreír. «No recuerdo un solo día en que se levantara de mal humor»,
rememora Basso quien, al otro lado de la línea, sale en ayuda de Laura cuando a
esta se le entrecorta la voz. Fueron ellos los que inculcaron en Sammy la fe
desde que era niño. Una fe vivida en una casa de puertas abiertas por una
familia que nunca puso freno a los sueños de su hijo. «Siempre tenía cosas que
hacer, citas y compromisos. De vez en cuando, le decíamos que se calmara un
poco», añade. Cada vez respondía que no. Era testarudo, decidido y curioso. Esa
forma de ser le ayudó a superar sus crisis de fe en la adolescencia, cuando no
comprendía por qué Dios le había hecho así.
Sammy conocía
en carne propia lo que la progeria hacía en un cuerpo, pero también la quiso
conocer como científico. Para ello estudió biología molecular. Pasó
de ser el paciente de los grandes expertos mundiales en la enfermedad, como el
español Carlos López-Otín o Leslie Gordon, a convertirse en su
colega de laboratorio. Basso asegura que, para Sammy, la fe y la ciencia iban
en paralelo, no eran excluyentes: «Siempre vio la ciencia como un instrumento
de Dios, que guiaba las manos de los investigadores y de los médicos para ayudar
a las personas. Decía que descubrir algo nuevo era como encontrar la firma de
Dios en el fondo de un cuadro».
Sammy
colaboraba con la Progeria Research Foundation, con el Centro Italiano
de Investigación de Bolonia y había creado una empresa dedicada al
análisis genético. Investigaba su propia enfermedad con dedicación; pero no
para él mismo, porque sabía que no hallaría a tiempo una cura. «La enfermedad
ya había hecho lo que tenía que hacer con su cuerpo, pero quería seguir
estudiándola para ayudar a los que vendrían después como él. Lo hacía como un
acto de generosidad», apunta su madre.
Echando la
vista atrás, Laura y Amerigo reconocen que nunca se hubieran imaginado que la
vida de Sammy iba a ser así. En el funeral por su hijo, ellos también leyeron
unas líneas. Recordaron que su fe le hizo capaz de no emplear fuerzas en
quejarse, sino en ver más allá de su enfermedad. Y concluían: «Te damos
inmensamente las gracias, querido Sammy, por haber llegado a nuestra familia
como un regalo especial». No lo fue solo para sus padres. Su vida fue, para
quienes le conocieron, un regalo que ya es eterno, que ha superado por fin los
pronósticos y las ataduras del tiempo.
Una
enfermedad ultrarrara y aún sin cura
En 2005 la
familia Basso fundó la Asociación Italiana de Progeria Sammy Basso (www.aiprosab.org).
Como explican los padres del joven, la asociación se creó por expresa petición
suya. «Se preguntaba por qué no se hablaba de la progeria, así que nos dijo:
“Fundemos nosotros la asociación”». Sammy poco a poco se convirtió en el rostro
visible de una enfermedad rara e incurable que afecta a una persona por cada
ocho millones de nacimientos y tiene una incidencia en el mundo de una persona
por cada 20 millones. Hoy en día se estima que hay unos 130 casos reconocidos
de esta patología, aunque podrían superar los 300 debido a la falta de
diagnóstico adecuado en los países más pobres. El síndrome de progeria de
Hutchinson-Gilford provoca el envejecimiento prematuro y acelerado de los
tejidos debido a una mutación genética puntual en una de las dos copias del gen
LMNA que produce la acumulación de la progerina, una proteína tóxica. Por ello,
la mayoría de los pacientes no superan la adolescencia, sobre todo por
afecciones cardíacas.
Tras casi 20
años de actividad, la Asociación Italiana de Progeria Sammy Basso ha logrado
dar una importante visibilidad a la enfermedad pudiendo así financiar distintos
proyectos de investigación.
Ángeles Conde Mir
Fuente: Alfa y Omega