Saber de su existencia es un don del Cielo, que nos permite conocer su presencia constante en la liturgia, y confiar en la asignación de un protector escogido y único para cada ser humano
Museo del Prado. Dominio público |
Una religiosa, superiora en un convento de clausura, me dio
a conocer el doble significado de la lamparita que parpadea y acompaña
los sagrarios del mundo en los que se mantiene guardado a Nuestro
Señor sacramentado. Por un lado, es un faro que viene a indicar que Jesucristo se
encuentra –bajo la especie del pan– en el interior de esa cárcel voluntaria de
amor que es el tabernáculo (basta que la luz esté apagada para que sepamos que
no contiene al Rey de Reyes). Por el otro, el brillo trémulo –muchas veces rojo
como la sangre, a causa de su envoltorio en una tulipa de cristal de ese mismo
color– representa las miríadas de ángeles que acompañan a Jesús en
esa presencia misteriosa. Dichos ángeles no logran superar el estupor al que se
refería San Pedro Crisólogo, al considerar que las magnalia
Dei (las maravillas de Dios a favor de los hombres) superan con creces
la inabarcable capacidad de entendimiento de los espíritus puros.
El Imperio de la Razón que devino de la Revolución Francesa (impositora
del primer pensamiento woke) caricaturizó la existencia de los
ángeles, entre los muchísimos desprecios que manifestó hacia el contenido
de la fe católica, y los discursos de sus ideólogos cautivaron a no pocos
fieles, que renegaron de la angelología al convertirla en una
patraña azucarada para niños, recurso destinado a las viejas beatas que solo
saben suspirar y poner los ojos en blanco, motivo de chascarrillos de
sacristía, de una producción seriada de inútiles bebés cabezones que se añaden a
las pinturas y a las esculturas de orden piadoso, rellenos alados para las
calles de los retablos y para los mausoleos de las familias adineradas,
elemento esotérico en las consultas de nigromantes.
Sin embargo, el último Catecismo de la Iglesia
Católica, promovido y promulgado por San Juan Pablo II, y en
buena medida organizado y escrito por el que más adelante fuera su
sucesor, Benedicto XVI (es decir, por un filósofo y un teólogo
que pertenecen a la modernidad), no ha cambiado su parecer acerca de los
espíritus puros, que tienen encomendada la misión de actuar como servidores
y mensajeros de Dios. No en vano, desde el primero de los Libros Sagrados
aparecen como compañeros de avatares de los hombres insignes del
Antiguo Testamento. Y son ángeles los que acompañan la vida terrenal de Cristo,
su Resurrección y Ascensión al cielo, incluso algunos de los episodios más
emotivos de los primeros pasos de la Iglesia recién instituida. Saber
de su existencia es un don del Cielo, que nos permite conocer su presencia
constante en la liturgia, y confiar en la asignación de un protector escogido y
único para cada ser humano.
Me detengo en el Ángel de la Guarda, protector singular que desde el
candor infantil de su invocación (los hijos de los cristianos viejos se dirigen
a él como a un buen amigo) es compañero fiel a lo largo de
nuestra vida. Así lo entienden los santos de todos los tiempos, que le muestran
devoción y confianza a partes iguales. Pensemos en la alianza cotidiana
del Cura de Ars con el espíritu que le protegía de las
asechanzas de los demonios; pensemos en San Josemaría Escrivá, que
tuvo por costumbre hablar con él –también con su arcángel ministerial, aliado
para vivir un sacerdocio santo– y saludar al que acompañaba a cada una de las
personas con las que mantenía trato; pensemos en Santa Teresa de
Calcuta, en el Padre Pío y en otros fundadores, en tantos
religiosos y fieles laicos que han visto cómo se les solucionaban problemas
humanamente irresolubles cuando los fiaron a sus ángeles.
También yo he sido testigo de esas intervenciones.
Me vienen a la memoria tres situaciones: la primera de
ellas ocurrió en la playa de Kanamai, en el litoral de Mombasa. Me encontraba
allí como monitor de un campamento de escolares kenianos. Santi
Eguidazu, miembro del Opus Dei que murió ahogado en el océano unas horas
después, en el ejercicio heroico de salvar de las olas a un muchacho
que no sabía nadar, había tocado el corazón de un pequeño (no recuerdo si
era pagano o musulmán) al asegurarle que podía y debía hacerse buen amigo de su
ángel custodio. "Pero yo no soy cristiano", le apuntó el niño con
frustración. "Dios nos quiere tanto", le reveló Santi, "que ni
siquiera exige el bautismo para entregarnos un ángel que nos guarde".
"Entonces, ¿estás seguro de que lo tengo?", vaciló el muchacho de
color. "Por supuesto. Y está esperando a que le empieces a pedir su
ayuda". Me lo contó de viva voz el protagonista de aquella conversación,
minutos después de que sacáramos del mar el cuerpo sin vida de Santiago
Eguidazu.
La segunda sucedió en la sede de una
asociación que protege la vida de los no nacidos a través del cuidado de las
madres que se ven coaccionadas a acudir a los abortorios. Los
responsables de la organización debían resolver un caso urgente, y para ello
precisaban una cantidad concreta de dinero que no tenían. Solo
dos personas estaban al tanto de la imperiosa situación, ambas devotas de los
ángeles. Cuando parecía lógico que fuera a perderse la oportunidad de resolver
aquella urgencia de la que pendía la vida de una criatura y el bienestar de su
madre, sonó el timbre. Se trataba de un hombre que, sonriente y sin mediar
palabra, entregó un sobre a la persona que le abrió la puerta antes de
marcharse por donde había venido. En aquel envoltorio estaba la cantidad
exacta –ni un euro de más ni de menos– que hizo posible la operación
de rescate.
La tercera la protagonizó un amigo íntimo.
A los diecisiete años, sin saber apenas inglés, fue a pasar el curso escolar en
un pueblo de los Estados Unidos. Cuando tomó el vuelo de ida, hizo escala en
el aeropuerto ingles de Heathrow. Allí tenía el tiempo justo para
hacer un enlace en otra terminal, a la que no sabía cómo llegar porque no
entendía las indicaciones del personal de tierra, que no hablaba español.
Angustiado porque faltaba poco tiempo para que fuera a despegar el avión que
iba a llevarle a América, invocó a su ángel de la guarda. Inmediatamente
alguien le tocó en el hombro. Al darse la vuelta se encontró son un desconocido
de agradable aspecto, quien con amabilidad y en nuestra lengua le preguntó la
razón de su apuro. Mi amigo vio los cielos abiertos. Le mostró su tarjeta de
embarque y le rogó que le explicara el camino que debía tomar hasta la puerta
de la que partía su nuevo vuelo. "¡Qué casualidad!", sonrió aquel
tipo, "yo también viajo en ese avión". Compartiendo una conversación
en la que hablaron de todo y de nada, tomaron un autobús que los llevó por las
pistas hasta las escalerillas de embarque. Una vez en el interior del avión, se
despidieron junto a una de las cortinillas que separaba la zona de business de
la de turista. "En cuanto despegue y podamos quitarnos los cinturones de
seguridad", le propuso mi amigo, que tenía su plaza en la cola del
aparato, "vendré a verte". Y así hizo, aunque todo quedó en un
intento; por más que lo buscó y preguntó a las azafatas y los auxiliares de
vuelo, el misterioso bienhechor no se encontraba entre los pasajeros.
Ángel de mi guarda', de Antonio Mata.
Miguel Aranguren
Publicado en Woman Essentia.
Fuente: ReligiónenLibertad