COMENTARIO AL EVANGELIO DE NUESTRO OBISPO D. CÉSAR: «ALEGRÍA Y CONVERSIÓN»

 Dos mujeres: dos alianzas

Dominio público

Domingo IV de Adviento. A las puertas de la Navidad, la Iglesia fija la mirada en Belén, pequeña aldea de Judá, donde nacerá el Mesías según el profeta Miqueas. Allí está «la que debe dar a luz», es decir, su madre. Esta mujer es María de Nazaret. El Evangelio habla de ella con una precisión extraordinaria cuando, al enterarse por el anuncio del ángel de que su pariente Isabel espera un hijo a pesar de su vejez, acude con prisa a las montañas de Judá para ayudarle en sus trabajos. 

El encuentro entre María e Isabel es un pasaje entrañable cargado de profecía y espiritualidad. Puede decirse que Isabel es el símbolo del pueblo que espera al Mesías. Su milagrosa concepción en la vejez indica que Dios hace fecundo un pueblo estéril, es decir, incapaz de realizar la salvación anunciada por los profetas. María, por el contrario, una joven virgen judía, que acaba de recibir el anuncio de que será la madre del Mesías, corre a su encuentro y la saluda probablemente con el típico saludo judío, «la paz contigo». 

 Dice el evangelista que, al escuchar el saludo, el niño que Isabel llevaba en su seno «saltó en su seno». Al punto, Isabel se llenó de Espíritu Santo y, con voz alta, exclamó: «Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1,42-45). 

Nada de lo que dice Isabel es constatable a la vista. Todo es fruto del Espíritu: el salto del niño; la proclamación de María como «madre del Señor»; y el título de «bienaventurada» por causa de su fe es el núcleo de la escena. Aunque en ambas mujeres ha actuado Dios, en María ha mostrado la sobreabundancia de la gracia porque ha concebido virginalmente al Mesías. Isabel le rinde homenaje y la proclama dichosa por haber creído. No hay que olvidar que el niño que salta en el seno de Isabel es Juan Bautista, precursor de Cristo. Es un salto de gozo ante la cercanía del Mesías; pero también refleja la alegría de las generaciones actuales y futuras que presienten la salvación que María lleva en su seno. 

Miqueas había dicho del hijo que la mujer daría a luz en Belén que «el mismo será la paz». Se trata de la paz entre Dios y los hombres, la que cantarán los ángeles en Navidad. Y la paz es la síntesis de todos los bienes mesiánicos. Se explica así, por tanto, que, ante semejante dicha, salte el precursor en el seno de su madre. 

 Esta escena realiza la profecía sobre el Dios que se convertirá en el «Enmanuel», el Dios con nosotros. Su entrada en el mundo es obra de Dios y convierte el encuentro de las dos mujeres en la estampa de la profecía y el cumplimiento. El pueblo de la primera alianza se abre a la segunda, la definitiva. La estéril da paso a la Virgen que, por la fe, se convierte en la Madre del Mesías y de su descendencia. Lo prometido en el Génesis se cumple en la fe de María. La esperanza de Israel y de los pueblos está a punto de cumplirse. Este domingo cuarto de Adviento es el pórtico de la Navidad. Y la prisa de María por llegar a las montañas de Judá recuerda la prisa del heraldo que trae la buena nueva de la salvación. 

Hoy el mundo, como entonces, anhela la salvación. No es una salvación realizada por el hombre; se trata de la obra de Dios, la paz que acaba con el pecado y con la muerte. La paz que reconcilia al hombre con Dios de modo definitivo y le abre un horizonte insospechado. La actitud para comprender este misterio sólo puede ser la de María: creer que la palabra de Dios se cumplirá ahora y siempre. 

+ César Franco

Administrador Apostólico

Fuente: Diócesis de Segovia