Es sabido que los cristianos fueron llamados en la primitiva iglesia «iluminados». El rito bautismal se concibió como una «iluminación» mediante la cual el neófito era rescatado de las tinieblas para participar del reino de la luz de Cristo (cf. Col 1,13).
Curación del ciego Bartimeo. Dominio público |
El
milagro que se proclama hoy en la eucaristía dominical se explica en este
contexto. El ciego Bartimeo, pidiendo limosna al borde del camino por donde
pasa Jesús, es el símbolo del hombre que espera salir de la oscuridad a la luz;
al oír que Jesús pasa cerca, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, te
compasión de mí» (Mc 10,47). Estas palabras, que han entrado en la liturgia y
que cantamos en griego (kirie eleison), expresan la fe en Jesús de
manera solemne y clara.
El
evangelista dice que «muchos le increpaban para que se callara, pero él gritaba
más: Hijo de David, ten compasión de mí». Comentando esta escena, un estudioso
del evangelio dice con sagacidad: «En los márgenes de la batalla, junto al
camino, se sienta un ciego que lleva tiempo viviendo en el reino de la
oscuridad y que, al oír el rumor de la marchad del libertador, se pone a gritar
con todas sus fuerzas pidiendo socorro antes de que la esperanza desaparezca en
el horizonte. Como el adivino griego Tiresias, este ciego, irónicamente, ve con
más claridad que el pueblo vidente alrededor de él, quien trata de apagar su
perspicacia».
Al
darse cuenta de esta paradoja, Jesús se detiene y pide que llamen al ciego y,
cuando lo tiene delante, le hace esta pregunta: «¿Qué quieres que te haga?». El
ciego le contesta: «Rabbuní, que recobre la vista». Jesús le dice: «Anda, tu fe
te ha salvado». El evangelista comenta: «Al momento recobró la vista y los
seguía por el camino».
Jesús
habla de la fe que salva, porque es la fe lo que el ciego ha manifestado
llamando a Jesús «rabunní», palabra aramea que significa «maestro mío». La fe
aparece como elemento liberador de la oscuridad y tránsito a la luz. No hay que
olvidar, además, que este hecho sucede cuando Jesús camina hacia Jerusalén,
lugar donde tendrá lugar su muerte y resurrección. Y esto explica que el ciego,
una vez curado, le siga por el camino, que es una forma singular de presentarlo
ya como discípulo de Jesús.
La
visión física ha venido precedida de una súplica creyente —ten compasión de mí—
que abre los ojos del ciego a la luz de este mundo que es Cristo, capaz de
iluminar las oscuridades más profundas del ser humano. La escena evangélica,
con su simplicidad y dramatismo, se convierte en una presentación de Jesús, Luz
del mundo y mesías compasivo de la radical indigencia del hombre. Al mismo
tiempo, el contraste entre el ciego que grita y la muchedumbre que le ordena
callar resalta la gran paradoja de quienes son realmente los que ven a Jesús de
verdad y los que, aun formando parte de su compañía, son incapaces de ver el
drama de los hombres que gritan porque quieren ver.
Son
muchos los que yacen al borde del camino con la esperanza de que la luz les
cure su ceguera; muchos los que gritan compasión sin conocer expresamente a
Jesús; muchos los que dejarían todo lo que tienen, como el ciego que deja su
manto, con tal de ver iluminado su propia drama. La compasión de Jesús debe
contagiar a los cristianos para detectar las necesidades del hombre —físicas y espirituales—y conducirlo a Cristo
para que las ilumine con la luz de la resurrección. Si Jesús nos ha
dicho que somos la luz del mundo, no podemos esconderla debajo del celemín y, menos aún, impedir que
los ciegos no tengan acceso a la iluminación de la fe.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia