El yo dominante actuaría como un tren desbocado causando estragos a menos que hubiera algo que lo detuviera
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Si a veces nos sentimos abrumados por lo
abismal de la vida, puede ser porque no estamos dejando suficiente espacio en
nuestra vida para la
oración . Porque, como observó San Juan Pablo II, “la oración es la
revelación de ese abismo que es el corazón del ser humano, una profundidad que
viene de Dios y que sólo Dios puede colmar”. Vencemos el abismo llenando el
abismo con la oración.
Por su propia
concepción, la oración tiene como fin protegernos. El Catecismo nos
enseña que “la oración es una batalla contra el yo posesivo y dominante”
(2730). Y el yo dominante actuaría como un tren desbocado que causaría estragos
si no hubiera algo que lo detuviera. La oración nos protege de los peores
aspectos de nosotros mismos, liberándonos para vivir nuestro verdadero yo.
“Cuanto más profundamente me abandono a Dios”, dice el Siervo de Dios Romano Guardini, “cuanto más
completamente le dejo penetrar en mi ser, más poderosamente adquiere autoridad
sobre mí, más me convierto en mí mismo”.
La prioridad de
la oración en la fe cristiana apunta a un hecho incontestable: para ser yo
mismo, necesito a Alguien más. Sin la oración, mi vida se fragmenta
rápidamente. No olvidemos la segunda ley de la termodinámica: existe una
tendencia natural de todo sistema aislado a degenerar en un estado más
desordenado. En otras palabras, las cosas siempre van del orden al desorden. Lo
que impide esto es algún poder que sostiene el buen orden. “El mandamiento de
adorar solo al Señor integra al hombre y lo salva de una desintegración sin
fin” ( CIC 2114).
En la oración
recibimos una seguridad y una fortaleza que de otro modo no podríamos
conseguir. “La oración transforma esa parte de nuestra vida que nos agobia y
nos aplasta, y cambia la naturaleza de esa pobreza. Transforma esa necesidad,
esa deficiencia, esa pobreza en una dependencia de Alguien más”.
Padre Peter John
Cameron, OP
Fuente: Aleteia