Los
misterios de Dios y de la fe en Cristo son inexpresables en palabras humanas,
las únicas que tenemos para hablar de ellos.
Ascensión del Señor. Dominio público |
Para
explicar el retorno al Padre, después de su vida en esta tierra, Jesús habla de
«volver» al Padre. Vino a este mundo para retornar al suyo primordial. «Salí
del Padre […] y me voy al Padre» (Jn 16,28). Con estas palabras describe la
Ascensión al cielo, que los evangelistas presentan como ser llevado o levantado
al cielo. Para indicar que habla de algo perceptible y a la vez misterioso, los
Hechos de los Apóstoles dice que «una nube se lo quitó de la vista» a los testigos.
Dado
que la nube es un elemento simbólico de las teofanías, es fácil deducir que el
escritor quiere decir que lo que narra —la entrada de Jesús en el mundo
celeste— no puede ser descrito como una acontecimiento meramente físico. Lo
mismo sucede con la otra afirmación de esta fiesta recogida en el Credo: «se
sentó a la derecha del Padre». En el Oriente, sentarse a la derecha del rey es
participar de su gloria y realeza. Jesús, debido a su condición divina, se
sienta junto al Padre, lugar que le corresponde por derecho.
Culmina
de esta manera la vida de Jesús en este mundo creado. Pero no es el fin de su
compañía fraterna y gozosa. Antes de partir, dice a los suyos: «Sabed que yo
estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20).
Todo parece una incomprensible paradoja: Se va, pero se queda. Así es. Si lo
pensamos bien, es la consecuencia de su encarnación. Una vez que el Hijo de
Dios ha asumido nuestra carne, no puede ya desprenderse de ella. La carne
humana nos une definitivamente a él.
Y,
aunque sube al Padre, se queda con nosotros. Se entiende, pues, que cuando san
Pablo tiene que explicar este misterio, afirme que nosotros también hemos
subido con él al cielo y nos hemos sentado junto a él. Es de una lógica
perfecta. El Cristo que asciende al cielo nos lleva con él porque sube con
nuestra carne; cabe decir, por tanto, que ya estamos sentados con él junto a su
Padre. Es un misterio reconfortante. No estamos solos ni abandonados. El hombre
no es un ser solitario, sino que goza de la compañía de Cristo.
De
ahí que el evangelio de este domingo termine diciendo que los apóstoles «se
fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra
con las señales que los acompañaban» (Mc 16,20). Si lo pensamos bien, saber que
Cristo coopera con nosotros en cuanto hacemos y confirma su palabra con los
gestos que nos acompañan, es el mayor consuelo y la alegría plena.
Conviene
meditarlo cuando nos asaltan pensamientos negativos: la Iglesia va a la deriva,
nuestro trabajo es inútil o estéril. Nos falla la fe. Si el Señor Resucitado
coopera con nosotros, ¿qué podemos temer? ¿cuál es nuestra duda? Quizás
olvidamos el exceso de confianza que Cristo ha tenido con nosotros al dejar en
nuestras manos la tarea que no deja de ser suya: edificar la Iglesia.
O
quizás seguimos pensando que, al subir al cielo, se ha desentendido de este
mundo. Contemplamos la Ascensión desde un nivel mítico, sin raíces en la
tierra. Y no es así. Su vuelta al Padre es para quedarse con nosotros de forma
más plena y definitiva, como el atleta que llega a la meta, alcanza el triunfo
y nos lo devuelve convertido en un trofeo que nos pertenece, puesto que lo ha
logrado con la carne que un día asumió para hacernos verdaderamente sus
hermanos y poder disfrutar con él de su victoria. En realidad, Jesús sube al
Padre para quedarse más firmemente entre nosotros.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia