Ofrecemos el texto de la homilía del Papa Francisco en la Vigilia Pascual de este Sábado Santo, celebrada en la Basílica de San Pedro en el Vaticano
Crédito: Captura Youtube Vatican News |
A continuación, la homilía del
Santo Padre de este 30 de marzo de 2024:
Las mujeres van al sepulcro a la
luz del amanecer, pero dentro de sí llevan aún la oscuridad de la noche. Aunque
van de camino, siguen paralizadas, su corazón se ha quedado a los pies de la
cruz.
Su vista está nublada por las
lágrimas del Viernes Santo, se encuentran inmovilizadas por el dolor,
encerradas en la sensación de que se ha terminado todo, y que el acontecimiento
de Jesús ha sido ya sellado con una piedra.
Y es precisamente la piedra la que
está en el centro de sus pensamientos. Se preguntan: «¿Quién nos correrá la
piedra de la entrada del sepulcro?» (Mc 16,3).
Cuando llegan al lugar, sin
embargo, la fuerza sorprendente de la Pascua las impacta: «al mirar — dice el
texto—, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande» (Mc
16,4).
Detengámonos, queridos hermanos y
hermanas, a considerar estos dos momentos, que nos llevan a la alegría inaudita
de la Pascua: en primer lugar, las mujeres se preguntan angustiadas quién nos
correrá la piedra, después, al mirar, ven que ya había sido corrida. Para
empezar, está la pregunta que abruma su corazón partido por el dolor: ¿quién
nos correrá la piedra del sepulcro?
Esa piedra representa el final de
la historia de Jesús, sepultada en la oscuridad de la muerte. Él, la vida que
vino al mundo, ha muerto; Él, que manifestó el amor misericordioso del Padre,
no recibió misericordia; Él, que alivió a los pecadores del yugo de la condena,
fue condenado a la cruz.
El Príncipe de la paz, que liberó a
una adúltera de la furia violenta de las piedras, yace en el sepulcro detrás de
una gran piedra. Aquella roca, obstáculo infranqueable, era el símbolo de lo
que las mujeres llevaban en el corazón, el final de su esperanza.
Todo se había hecho pedazos contra
esta losa, con el misterio oscuro de un trágico dolor que había impedido hacer
realidad sus sueños. Hermanos y hermanas, esto nos puede suceder también a
nosotros.
A veces sentimos que una lápida ha
sido colocada pesadamente en la entrada de nuestro corazón, sofocando la vida,
apagando la confianza, encerrándonos en el sepulcro de los miedos y de las
amarguras, bloqueando el camino hacia la alegría y la esperanza.
Son “escollos de muerte” y los
encontramos, a lo largo del camino, en todas las experiencias y situaciones que
nos roban el entusiasmo y la fuerza para seguir adelante; en los sufrimientos
que nos asaltan y en la muerte de nuestros seres queridos, que dejan en
nosotros vacíos imposibles de colmar.
Los encontramos en los fracasos y
en los miedos que nos impiden realizar el bien que deseamos; en todas las
cerrazones que frenan nuestros impulsos de generosidad y no nos permiten
abrirnos al amor; los encontramos en los muros del egoísmo y de la indiferencia,
que repelen el compromiso por construir ciudades y sociedades más justas y
dignas para el hombre; los encontramos en todos los anhelos de paz quebrantados
por la crueldad del odio y la ferocidad de la guerra.
Cuando experimentamos estas
desilusiones, tenemos la sensación de que muchos sueños están destinados a
hacerse añicos y también nosotros nos preguntamos angustiados: ¿quién nos
correrá la piedra del sepulcro?
Y, sin embargo, aquellas mismas
mujeres que tenían la oscuridad en el corazón nos testifican algo
extraordinario: al mirar, vieron que la piedra había sido corrida; era una
piedra muy grande.
Es la Pascua de Cristo, la fuerza
de Dios, la victoria de la vida sobre la muerte, el triunfo de la luz sobre las
tinieblas, el renacimiento de la esperanza entre los escombros del fracaso.
Es el Señor, el Dios de lo
imposible que, para siempre, hizo correr la piedra y comenzó a abrir nuestros
corazones para que la esperanza no tenga fin. Hacia Él, entonces, también
nosotros debemos mirar.
El segundo momento, miremos a
Jesús. Él, después de haber asumido nuestra humanidad, bajó a los abismos de la
muerte y los atravesó con la potencia de su vida divina, abriendo una brecha
infinita de luz para cada uno de nosotros.
Resucitado por el Padre en su
carne, que también es la nuestra con la fuerza del Espíritu Santo, abrió una
página nueva para el género humano. Desde aquel momento, si nos dejamos llevar
de la mano por Jesús, ninguna experiencia de fracaso o de dolor, por más que
nos hiera, puede tener la última palabra sobre el sentido y el destino de
nuestra vida. Desde aquel momento, si nos dejamos aferrar por el Resucitado,
ninguna derrota, ningún sufrimiento, ninguna muerte podrá detener nuestro
camino hacia la plenitud de la vida.
Desde aquel momento, “nosotros los
cristianos decimos que la historia tiene un sentido, un sentido que abraza
todo, un sentido que no está contaminado por el absurdo y la oscuridad, un
sentido que nosotros llamamos Dios. Hacia Él confluyen todas las aguas de
nuestra transformación; estas no se hunden en los abismos de la nada y del
absurdo porque su sepulcro está vacío y Él, que estaba muerto, se ha mostrado
como viviente” (K. RAHNER, Che cos’è la risurrezione? Meditazione sul Venerdì
santo e sulla Pasqua, Brescia 2005, 33-35).
Hermanos y hermanas, Jesús es
nuestra Pascua, Aquel que nos hace pasar de la oscuridad a la luz, que se ha
unido a nosotros para siempre y nos salva de los abismos del pecado y de la
muerte, atrayéndonos hacia el ímpetu luminoso del perdón y de la vida eterna.
Hermanos y hermanas, mirémoslo a
Él, acojamos a Jesús, Dios de la vida, en nuestras vidas, renovémosle hoy
nuestro “sí” y ningún escollo podrá sofocar nuestro corazón, ninguna tumba
podrá encerrar la alegría de vivir, ningún fracaso podrá llevarnos a la desesperación.
Hermanos y hermanas, mirémoslo a Él
y pidámosle que la potencia de su resurrección corra las rocas que oprimen
nuestra alma.
Mirémoslo a Él, el Resucitado, y
caminemos con la certeza de que en el trasfondo oscuro de nuestras expectativas
y de nuestra muerte está ya presente la vida eterna que Él vino a traer.
Hermana, hermano, queridísimo, deja
que tu corazón estalle de júbilo en esta noche santa. Cantemos la resurrección
de Jesús juntos: «Cantadlo, comarcas lejanas, ríos y llanuras, desiertos y
montañas […] cantad al Señor de la vida que surge desde la tumba, más brillante
que mil soles. Pueblos destruidos por el mal y golpeados por la injusticia,
pueblos sin tierra, pueblos mártires, alejad en esta noche los cantores de la
desesperación. El varón de dolores ya no está en prisión, ha abierto una brecha
en el muro, se da prisa por llegar hasta nosotros. Que nazca de la oscuridad el
grito inesperado: está vivo, ha resucitado. Y vosotros, hermanos y hermanas,
pequeños y grandes […] vosotros en el esfuerzo de vivir, vosotros que os sentís
indignos de cantar […] que una llama nueva atraviese vuestro corazón, que un
frescor nuevo invada vuestra voz. Es la Pascua del Señor, hermanos y hermanas,
es la fiesta de los vivientes» (J-Y. QUELLEC, Dieu par la face nord, Ottignies
1998, 85-86).
Por Papa
Francisco
Fuente: ACI
Prensa