Santo Tomás de Aquino, san Agustín y santa Teresita del Niño Jesús son algunos de los santos, Doctores de la Iglesia, que han respondido a esta pregunta
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Ante la muerte de un familiar o ser querido es
muy normal preguntarse si verdaderamente volveremos a verlo una vez que ambos
estemos en el Cielo. Santo
Tomás de Aquino dice que «la contemplación de la Esencia divina
no absorbe a los santos de tal modo que les impida percibir las cosas
sensibles, contemplar las criaturas y sus propias acciones. A la inversa, esta
percepción, contemplación y acción no pueden distraerlos de la visión beatífica
de Dios. Así sucedió con Nuestro Señor aquí en la tierra» (Summa Theologica 30,84).
San Agustín decía
que los bienaventurados formarán una ciudad donde todos tendrán «una sola alma
y un solo corazón», de tal manera que, en la perfección de esta unidad, los
pensamientos de cada uno no se ocultarán a los demás.
San Francisco
Javier, en misión a las Indias, escribió con nostalgia sobre San
Ignacio de Loyola, su padre espiritual:
«Dices, en el exceso de tu amistad por mí, que
deseas ardientemente verme una vez más antes de morir. Solo Dios, que ve en los
corazones, sabe cuán viva y profunda impresión ha causado en mi alma este dulce
testimonio de tu amor por mí. Cada vez que lo recuerdo -y esto sucede a menudo-
las lágrimas brotan involuntariamente de mis ojos.
Ruego a Dios que, si no podemos volver a vernos
en la tierra, disfrutemos juntos en una eternidad feliz del descanso que no se
puede encontrar en la vida presente. De hecho, no volveremos a vernos en la
tierra más que a través de cartas. Pero en el Cielo, ¡ah, será cara a cara! Y
entonces ¡cómo nos abrazaremos!»
Cartas de San Francisco Javier, 93, n. 3
En la oración fúnebre (encomendación del cuerpo
del difunto), la Iglesia reza:
«Señor, en este momento en que este rostro que
nos era tan querido desaparecerá para siempre de nuestros ojos, elevamos
nuestra mirada hacia ti: concédenos que este hermano nuestro, N., pueda
contemplarte cara a cara en tu reino, y reviva en nosotros la esperanza de
volver a verlo contigo y de vivir con él en tu presencia por los siglos de los
siglos. Amén.
Gran felicidad
En el Cielo
volveremos a encontrarnos con nuestros seres queridos, aunque la visión de Dios
sea más fuerte que cualquier otra cosa. ¡Qué gran felicidad, después de haber
llorado su ausencia durante tantos años, amargados por la añoranza que solo se
extingue en la tumba! «Dios mío», exclamó san
Francisco de Sales, «si la buena amistad humana es tan
agradablemente encantadora, ¿qué será ver la sagrada suavidad del amor
recíproco de los bienaventurados?».
En su
autobiografía, santa Teresa escribió: «Me di cuenta de que en el Carmelo
todavía podía haber separaciones, que solo en el Cielo la unión será completa y
eterna» (n. 284).
En el Cielo nos
veremos y nos amaremos de verdad. Este pensamiento suaviza mucho la herida
abierta en nuestro corazón cuando vemos partir hacia la vida eterna a alguien a
quien amamos entrañablemente. No nos dejemos arrastrar por la desesperación.
No somos
paganos. Lo que nos espera más allá de la tumba, si somos fieles a Dios y a su
santa ley, es la visión beatífica del Señor y, en esa visión, los seres
queridos que nos precedieron en la muerte. Y nunca más los perderemos, porque
ya no habrá luto, llanto, tristeza ni dolor.
En este mundo
es difícil sostener la amistad contra la ingratitud y otras dificultades. En el
Cielo, sin embargo, nos amaremos en Dios, en una amistad pura, sublime, como la
de los elegidos. Allí no habrá miradas indiferentes.
El Reino de
Dios
San Francisco
de Sales solía decir: «¡Qué preciosa es esta amistad y qué necesario es amar en
la tierra como se ama en el cielo!». Consideraba la verdadera amistad cristiana
como un preludio y un anticipo del Cielo:
«Si nuestra
amistad se transforma en caridad, devoción y perfección cristiana, ¡oh Dios,
qué preciosa será! Oh, qué bueno es amar en la tierra como se ama en el cielo,
y aprender a estimarnos en esta vida como nos estimaremos y amaremos
eternamente en la otra».
Los corazones
unidos aquí por los lazos de una amistad pura y sobrenatural permanecerán
siempre unidos en el Cielo. San Vicente de Paúl tuvo una visión consoladora a
la muerte de santa Francisca Chantal, fundadora de la Visitación. Sabiendo de
la gran enfermedad de la santa, San Vicente se puso a rezar por ella. Vio un
pequeño orbe de fuego que surgía de la tierra y se unía a otro orbe más grande
y brillante en el aire.
Ambos se
elevaron más, entraron y se vertieron en otro orbe, infinitamente más grande y
brillante que el primero. Interiormente, el santo escuchó la explicación del
misterio. El primer globo era el alma de santa Chantal, el segundo la de san
Francisco de Sales y el tercero la Esencia Divina. Las dos almas estaban
unidas, y ambas a Dios, a su Principio Soberano.
La esperanza de la Iglesia es la vida eterna,
donde el Reino de Dios será completo. Jesús dijo a Pilato: «Mi reino no es de
este mundo» (Jn 18,36). Por eso, la Iglesia espera vigilante la venida del
Señor. Ésta era la esperanza de los Apóstoles:
«Cuando Cristo, nuestra vida, se manifieste,
entonces también vosotros os manifestaréis con Él en la gloria» (Col 3,4).
«Queridos hermanos, desde ahora somos hijos de
Dios, pero lo que hemos de llegar a ser aún no se ha revelado. Sabemos que,
cuando se manifieste, seremos semejantes a Dios, porque le veremos tal como es»
(1 Jn 3,2).
«Pero nosotros somos ciudadanos del cielo.
Desde allí esperamos con impaciencia al Salvador, el Señor Jesucristo, que
transformará nuestro cuerpo miserable, haciéndolo semejante a su cuerpo
glorioso, en virtud del poder que tiene de someter a sí mismo toda criatura»
(Flp 3,20).
La Iglesia sabe que es peregrina en este mundo.
El término parroquia significa «tierra de exilio». San Pablo expresa bien esta
realidad:
«Sabemos que todo el tiempo que pasamos en el
cuerpo es un exilio lejos del Señor. Caminamos en la fe y no en la vista.
Estamos, repito, llenos de confianza, prefiriendo alejarnos de este cuerpo para
morar con el Señor» (2 Co 5,6).
Para esta esperanza, la Iglesia busca la
santidad, porque sabe que sin ella «nadie puede ver al Señor» (Hb 12, 14).
Santidad
En definitiva, ser cristiano es anhelar el
Cielo, aspirar a la santidad y, para ello, desprenderse de las satisfacciones
terrenas y aspirar a las celestiales. Dios ha hecho que todo en esta vida sea
precario, fugaz, transitorio, para que no nos acostumbremos a vivir en la
tierra como si esto fuera el Cielo. El destino de la Iglesia es el Cielo, la
tierra es el camino.
«Entonces vi un cielo nuevo y una tierra nueva,
porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar ya no
existía. Vi descender del cielo, procedente de Dios, la Ciudad Santa, la nueva
Jerusalén, como una esposa ataviada para su esposo. Al mismo tiempo, oí una
gran voz desde el trono que decía:
‘He aquí el tabernáculo de Dios con los
hombres. Él habitará con ellos y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con
ellos. Enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni luto, ni
llanto, ni dolor, porque la primera condición ha pasado’. Entonces el que está
sentado en el trono dijo: ‘He aquí, yo renuevo todas las cosas’.
Y dijo: ‘Escribe, porque estas palabras son
verdaderas y fieles’. De nuevo me dijo: ‘¡Está listo! Yo soy el Alfa y la
Omega, el Principio y el Fin. Al que tenga sed le daré a beber gratuitamente de
la fuente de agua viva. El vencedor heredará todo esto, y yo seré su Dios, y él
será mi hijo'».
Ap 21,1-7
Felipe Aquino
Fuente: Aleteia