A pesar de que todavía presenta algunos síntomas de una gripe que le provoca dificultades respiratorias, el Papa Francisco no ha faltado, a pesar del frío, a su tradicional cita con la Inmaculada Concepción en Roma.
Acto de veneración a la Inmaculada Concepción este 8 de diciembre. Crédito: Daniel Ibáñez. Dominio público |
El Santo Padre ha llegado hasta los
pies de esta bella estatua situada frente a la embajada de España ante la Santa
Sede a las 4:00 horas (hora de Roma), después de haber hecho entrega de la Rosa
de Oro a la Virgen Populi Romani de la Basílica Santa María Mayor, por la que el
Pontífice siente una especial devoción.
El
protagonista del acto de veneración a la Inmaculada Concepción ha sido, de
nuevo, el anhelo de paz en el mundo, un pedido que el Pontífice ya hizo a la
Virgen el año pasado, cuando tuvo que interrumpir su oración debido a las
lágrimas que recorrieron su rostro al recordar el sufrimiento del pueblo
ucraniano.
Este
año, la guerra en Ucrania se ha recrudecido y un nuevo conflicto azota Tierra
Santa. Por ello, el ruego del Santo Padre a la Virgen María —con “el corazón
dividido entre la esperanza y la angustia”—, no podía ser otro: que se
silencien las armas y cese el fuego.
En su oración, leída a baja voz, el
Papa Francisco ha agradecido a la Virgen por vigilar y cuidar “en silencio” de
todos los que la necesitan.
El
Santo Padre también ha señalado que “el mal no tiene ni la primera ni la última
palabra” y que “nuestro destino no es la muerte, sino la vida”.
De
una manera especial ha pedido por las madres que sufren por sus hijos y también
por las mujeres víctimas de la violencia.
Asimismo,
ha rogado a la Inmaculada mirar “al pueblo atormentado de Ucrania, al pueblo
palestino y al pueblo israelí, sumidos de nuevo en la espiral de la violencia”.
Tras
la oración, el Papa Francisco se dirigió a saludar a los periodistas, a quienes
también animó a rezar por la paz.
A
continuación, la oración que el Papa Francisco rezó en esta Solemnidad de la
Inmaculada Concepción:
¡Virgen Inmaculada!
Venimos a ti con el corazón dividido entre la
esperanza y la angustia.
Te necesitamos, Madre nuestra.
Pero ante todo queremos darte las gracias
porque en silencio, como es tu estilo,
vigilas esta ciudad
que hoy te envuelve en flores para expresarte su amor.
En silencio, día y noche, velas por nosotros:
sobre las familias, con sus alegrías y
preocupaciones -lo sabes bien-;
sobre los lugares de estudio y de trabajo;
sobre las instituciones y los cargos públicos;
sobre los hospitales y las residencias de ancianos;
sobre las cárceles; sobre los que viven en la calle; en las parroquias y en
todas las comunidades de la Iglesia de Roma.
Gracias
por tu presencia discreta y constante,
que
nos da consuelo y esperanza.
Te
necesitamos, Madre,
porque
tú eres la Inmaculada Concepción.
Tu
persona, el hecho mismo de que existas
nos
recuerda que el mal no tiene ni la primera ni la última palabra;
que
nuestro destino no es la muerte, sino la vida,
no
es el odio sino la fraternidad, no es el conflicto sino la armonía,
no
es la guerra, sino la paz.
Mirándote,
nos sentimos confirmados en esta fe
que
los acontecimientos a veces ponen a prueba.
Y
tú, Madre, vuelve tus ojos de misericordia
sobre
todos los pueblos oprimidos por la injusticia y la pobreza,
probados
por la guerra: Madre, mira al pueblo atormentado de Ucrania,
al
pueblo palestino y al pueblo israelí,
sumidos
de nuevo en la espiral de la violencia.
Hoy,
Madre Santa, traemos aquí, bajo tu mirada
a
tantas madres que, como tú, están doloridas.
Madres
que lloran a sus hijos asesinados por la guerra y el terrorismo.
Las
madres que los ven partir en viajes de desesperada esperanza.
Y
también las madres que intentan desatarlos de las ataduras de la adicción,
y
las que los velan durante una larga y dura enfermedad.
Hoy,
María, te necesitamos como mujer,
para
confiarte a todas las mujeres que han sufrido violencia
y
a las que aún son víctimas de ella,
en
esta ciudad, en Italia y en todas las partes del mundo.
Tú
las conoces una a una, conoces sus rostros.
Seca,
te rogamos, sus lágrimas y las de sus seres queridos.
Y
ayúdanos a hacer un camino de educación y purificación,
reconociendo
y contrarrestando la violencia que acecha
en
nuestros corazones y mentes
y
pidiendo a Dios que nos libre de ella.
Muéstranos
de nuevo, oh Madre, el camino de la conversión,
porque
no hay paz sin perdón
y
no hay perdón sin arrepentimiento.
El
mundo cambia si cambian los corazones;
y
cada uno debe decir: empieza por el mío.
Pero
sólo Dios puede cambiar el corazón humano
con
su gracia: la gracia en la que tú, María,
estás
inmersa desde el primer momento.
La
gracia de Jesucristo, nuestro Señor,
a
quien engendraste en la carne,
que
murió y resucitó por nosotros, y que tú siempre nos señalas.
Él
es la salvación, para todo hombre y para el mundo.
¡Ven,
Señor Jesús!
Venga
a nosotros tu reino de amor, de justicia y de paz.
Amén.
Por Almudena
Martínez-Bordiú
Fuente: ACI