LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO
II. Su venida gloriosa.
III. La esperanza en el día
del Señor.
“En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: - «En aquellos días, después de esa
gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las
estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al
Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los
ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a
horizonte.
Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen
tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis
vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no
pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis
palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del
cielo ni el Hijo, sólo el Padre»” (Marcos 13,24-32).
I.
Dice el Señor: Tengo designios de paz y no de aflicción, me invocaréis y Yo os
escucharé, os congregaré sacándoos de los países y comarcas por donde os
dispersé. Son palabras de Dios que nos hace llegar el Profeta Jeremías en la
Antífona de entrada de la Misa.
Jesucristo cumplió la misión que el Padre le confió, pero
su obra, en cierto modo, no está aún acabada. Volverá al fin de los tiempos
para terminar lo que comenzó. Desde los primeros siglos, la Iglesia confiesa su
fe en esta segunda venida gloriosa de Cristo, cuando vendrá, glorioso y
triunfante, a juzgar a vivos y muertos. «La Sagrada Escritura ‑enseña el
Catecismo Romano‑ nos testifica estas dos venidas del Hijo de Dios. Una,
cuando, por nuestra salvación, tomó carne y se hizo hombre en el seno de la
Virgen. Otra, cuando vendrá al fin del mundo a juzgar a todos los hombres; esta
última es llamada día del Señor».
La liturgia de la Misa, cuando ya faltan pocos días para
que termine el año litúrgico, nos recuerda esta verdad de fe. La Primera
lectura nos presenta el anuncio que de ella hizo el Profeta Daniel: En aquel
tiempo se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: serán
tiempos difíciles. Y llegará la plenitud de la salvación, con la resurrección
del cuerpo, para todos los inscritos en el libro. Los que duermen en el polvo
despertarán: unos para vida perpetua, otros para ignominia perpetua.
Los
sabios, quienes entendieron de verdad el sentido de la vida aquí en la tierra y
fueron fieles, brillarán como el fulgor del firmamento. El Profeta anuncia a
continuación la especial gloria para todos aquellos que, mediante el apostolado
en cualquiera de sus formas, contribuyeron a la salvación de otros: los que
enseñaron a muchos la justicia brillarán como las estrellas por toda la
eternidad.
Los cristianos de la primera época, deseosos de ver el
rostro glorioso de Cristo, repetían la dulce invocación: ¡Ven, Señor Jesús!.
Era una jaculatoria tantas veces repetida que incluso quedó plasmada en arameo,
la lengua que hablaban Jesús y los Apóstoles, en los escritos primitivos. Hoy,
traducida a los diversos idiomas, ha quedado como una de las aclamaciones
posibles en la Santa Misa, después de la consagración y adoración.
Cuando
Cristo se hace realmente presente sobre el altar, la Iglesia le manifiesta el
deseo de verle glorioso. De esa forma, «la liturgia de la tierra se armoniza
con la del Cielo. Y ahora, como en cada una de las Misas, llega a nuestro
corazón necesitado de consuelo la respuesta tranquilizadora: El que da
testimonio de estas cosas dice: Sí, voy enseguida».
Y
aunque no haya llegado aún el momento de estar con Él en el Cielo, anticipa
este instante dichoso al venir a nuestra alma, pocos instantes después, en el
momento de la Comunión. «Que la invocación apasionada de la Iglesia: Ven, Señor
Jesús ‑pedía el Papa Juan Pablo II‑, se convierta en el suspiro espontáneo de
vuestro corazón, jamás satisfecho del presente, porque tiende al "todavía
no" del cumplimiento prometido», cuando con nuestros propios cuerpos ya
gloriosos encontremos la plenitud en Dios. Ahora, en la intimidad de nuestra
alma, le decimos a Jesús: Vultum tuum, Domine, requiram, buscaré, Señor, tu
rostro, el que un día, con la ayuda de tu gracia, tedré la dicha de ver cara a
cara.
II.
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, // mi suerte está en tu mano. //
Tengo presente al Señor, // con Él a mi derecha no vacilaré. // Por eso se me
alegra el corazón, // se gozan mis entrañas, // y mi carne descansa serena: //
Porque no me entregarás a la muerte // ni dejarás a tu fiel conocer la
corrupción. Este Salmo responsorial de la Misa se refiere a Cristo, como se
interpreta en los Hechos de los Apóstoles, y en él está anunciada la
resurrección de nuestros cuerpos al final de los tiempos.
Verdaderamente
podemos decir en la intimidad de nuestro corazón que el Señor es el lote de mi
heredad y mi copa, lo que me ha tocado en suerte, y se llena de alegría mi
corazón, se goza lo más íntimo de mi ser, y en Él descanso sereno, ahora y al
fin de los tiempos. Cristo es la gran suerte de nuestra vida. Él está sentado a
la derecha de Dios y espera el tiempo que falta.
Al fin de los tiempos, leemos en el Evangelio de la Misa,
verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad;
enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, del
extremo de la tierra al extremo del cielo. Si en su Encarnación pasó oculto o
ignorado, y en su Pasión se ocultó por completo su divinidad, al fin de los
siglos vendrá rodeado de majestad y gloria, como anunció el Profeta Daniel, con
grandes señales en la tierra y en el cielo: el sol se oscurecerá y la luna no
dará su resplandor, y las estrellas del cielo caerán, y las potestades de los
cielos se conmoverán.
Vendrá como Redentor del mundo, como Rey, Juez y Señor
del Universo, «no para ser de nuevo juzgado ‑enseñan los Padres de la Iglesia‑,
sino para llamar a su tribunal a aquellos por quienes fue llevado a juicio.
Aquel que antes, mientras era juzgado, guardó silencio refrescará la memoria de
los malhechores que osaron insultarle cuando estaba en la cruz, y les dirá:
Esto hicisteis y yo callé.
»Entonces, por razones de su clemente providencia, vino a
enseñar a los hombres con suave persuasión; en esa otra ocasión, futura, lo
quieran o no, los hombres tendrán que someterse necesariamente a su reinado
(...). Por esa razón, en nuestra profesión de fe, tal como la hemos recibido
por tradición, decimos que creemos en aquel que subió al cielo, y está sentado
a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y
muertos, y su reino no tendrá fin».
Y se mostrará glorioso a quienes le fueron
fieles a lo largo de los siglos, y también ante quienes le negaron, o le
persiguieron, o vivieron como si su Muerte en la Cruz hubiera sido un
acontecimiento sin importancia. La humanidad entera se dará cuenta de cómo Dios
Padre le ensalzó y le dio un nombre superior a todo nombre, a fin de que al nombre
de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno, y
toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor para la gloria del Padre.
¡Cómo debemos dar por bien empleados nuestros esfuerzos
por seguir a Cristo, ese cúmulo de cosas pequeñas, de servicios casi
intrascendentes, que procuramos hacer cada día por Dios, y que quizá nadie
ve...! Jesús nos tratará, si somos fieles, como a sus amigos de siempre. Por
eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena.
III.
Me enseñarás el sendero de la vida, // me saciarás de gozo en tu presencia, //
de alegría perpetua a tu derecha, continúa el Salmo responsorial.
La segunda venida de Cristo es designada frecuentemente en
la Sagrada Escritura con el término griego parusía, que en el lenguaje profano
significaba la entrada solemne de un emperador en una ciudad o provincia, donde
era saludado como salvador de aquella tierra. El momento de la entrada, que
siempre tenía algo de inesperado, era tenido como día de fiesta y, a veces, era
el punto de partida para un nuevo cómputo del tiempo: se quería indicar que con
aquel acontecimiento comenzaba algo nuevo. Para nosotros, la llegada de Cristo
será la gran fiesta, pues el alma se unirá de nuevo a su propio cuerpo, y
comenzará un «nuevo cómputo del tiempo», una nueva forma de existencia, donde
cada uno ‑cuerpo y alma‑ dará gloria a Dios en una eternidad sin fin.
La esperanza en este día del Señor fue para los primeros
cristianos un estímulo para perseverar y tener paciencia ante las adversidades.
San Pablo lo recuerda en incontables ocasiones. También a nosotros nos ayudará
a ser fieles al Señor, especialmente si alguna vez el ambiente que nos rodea es
adverso y está lleno de dificultades. Debemos dar gracias a Dios en todo momento
por vosotros, hermanos ‑escribe el Apóstol a los cristianos de Tesalónica‑,
como es justo, porque vuestra fe crece de modo extraordinario y rebosa la
caridad de unos con otros, hasta el punto de que nos gloriamos de vosotros en
las iglesias de Dios por vuestra paciencia y fe en todas las persecuciones y
tribulaciones que soportáis. Esto es señal del justo juicio, en el que sois
estimados dignos del reino de Dios, por el que ahora padecéis.
El Señor permite que en ocasiones suframos algo por ser
fieles a sus enseñanzas, o que nos llegue la enfermedad o el dolor, para que
aumentemos nuestra confianza en Él, vivamos mejor el desprendimiento de la
honra, de la salud, del dinero..., para hacernos dignos del reino que nos tiene
preparado.
También
para que, metidos en medio del mundo, recordemos que «el reino de Dios,
iniciado aquí abajo en la Iglesia de Cristo, no es de este mundo, cuya figura
pasa, y su crecimiento propio no puede confundirse con el progreso de la
civilización, de la ciencia o de la técnica humanas, sino que consiste en
conocer cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en
esperar cada vez con más fuerza los bienes eternos, en corresponder cada vez
más ardientemente al amor de Dios, en dispensar cada vez más abundantemente la gracia
y la santidad entre los hombres».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org