Después de la muerte no se rompen los lazos con quienes fueron nuestros compañeros de camino. Hoy dedicamos nuestras oraciones a todos aquellos que aún están purificándose en el Purgatorio de las huellas que dejaron en su alma los pecados.
Dominio público |
I. En este mes de noviembre la Iglesia nos invita con más
insistencia a rezar y a ofrecer sufragios por los fieles difuntos del
Purgatorio. Con estos hermanos nuestros, que «también han sido partícipes de la
fragilidad propia de todo ser humano, sentimos el deber que es a la vez una
necesidad del corazón de ofrecerles la ayuda afectuosa de nuestra oración, a
fin de que cualquier eventual residuo de debilidad humana, que todavía pudiera
retrasar su encuentro feliz con Dios, sea definitivamente borrado».
En el Cielo no puede entrar nada manchado, ni quien obre
abominación y mentira, sino sólo los escritos en el libro de la vida. El alma
afeada por faltas y pecados veniales no puede entrar en la morada de Dios: para
llegar a la eterna bienaventuranza es preciso estar limpio de toda culpa. El
Cielo no tiene puertas escribe Santa Catalina de Génova, y cualquiera que desee
entrar puede hacerlo, porque Dios es todo misericordia y permanece con los
brazos abiertos para admitirlos en su gloria. Pero tan puro es el ser de Dios
que si un alma advierte en sí el menor rastro de imperfección, y al mismo
tiempo ve que el Purgatorio ha sido ordenado para borrar tales manchas, se
introduce en él y considera una gran merced que se le permita limpiarlas de
esta forma. El mayor sufrimiento de esas almas es el de haber pecado contra la
bondad divina y el no haber purificado el alma en esta vida. El Purgatorio no
es un infierno menor, sino la antesala del Cielo, donde el alma se limpia y
esclarece.
Y si no se ha expiado en la tierra, es mucho lo que el alma ha
de limpiar allí: pecados veniales, que tanto retrasan la unión con Dios; faltas
de amor y de delicadeza con el Señor; también la inclinación al pecado,
adquirida en la primera caída y aumentada por nuestros pecados personales...
Además, todos los pecados y faltas ya perdonados en la Confesión dejan en el
alma una deuda insatisfecha, un equilibrio roto, que exige ser reparado en esta
vida o en la otra. Y es posible que las disposiciones de los pecados ya
perdonados sigan enraizadas en el alma a la hora de la muerte, si no fueron
eliminadas por una purificación constante y generosa en esta vida. Al morir, el
alma las percibe con absoluta claridad, y tendrá, por el deseo de estar con
Dios, un anhelo inmenso de librarse de estas malas disposiciones. El Purgatorio
se presenta en ese instante como la oportunidad única para conseguirlo.
En este lugar de purificación, el alma experimenta un dolor y
sufrimiento intensísimos: un fuego «más doloroso que cualquier cosa que un
hombre pueda padecer en esta vida». Pero también existe mucha alegría, porque
sabe que, en definitiva, ha ganado la batalla y le espera, más o menos pronto,
el encuentro con Dios.
El alma que ha de ir al Purgatorio es semejante a un aventurero
al borde del desierto. El sol quema, el calor es sofocante, dispone de poca
agua; divisa a lo lejos, más allá del gran desierto que se interpone, la
montaña en que se encuentra su tesoro, la montaña en la que soplan brisas
frescas y en la que podrá descansar eternamente. Y se pone en marcha, dispuesto
a recorrer a pie aquella larga distancia, en la que el calor asfixiante le hace
caer una y otra vez.
La diferencia entre ambos está en que aquélla, a diferencia del
aventurero, sabe con toda seguridad que llegará a la montaña que le espera en
la lejanía: por sofocantes que sean, el sol y la arena no podrán separarla de
Dios.
Nosotros aquí en la tierra podemos ayudar mucho a estas almas a
pasar más deprisa ese largo desierto que las separa de Dios. Y también,
mediante la expiación de nuestras faltas y pecados, haremos más corto nuestro
paso por aquel lugar de purificación. Si, con la ayuda de la gracia, somos
generosos en la práctica de la penitencia, en el ofrecimiento del dolor y en el
amor al sacramento del perdón, podemos ir directamente al Cielo. Eso hicieron
los santos. Y ellos nos invitan a imitarlos.
II. Podemos ayudar mucho y de distintas maneras a las almas que
se preparan para entrar en el Cielo y permanecen aún en el Purgatorio, en medio
de indecibles penas y sufrimientos. Sabemos que «la unión de los viadores con
los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe,
antes bien..., se robustece con la comunicación de bienes espirituales».
¡Estemos ahora más unidos a los que nos han precedido!
La Segunda lectura de la Misa nos recuerda que Judas Macabeo,
habiendo hecho una colecta, envió mil dracmas de plata a Jerusalén, para que se
ofreciese un sacrificio por los pecados de los que habían muerto en la batalla,
porque consideraba que a los que han muerto después de una vida piadosa les
estaba reservada una gracia grande. Y añade el autor sagrado: es, pues, muy
santo y saludable rogar por los difuntos, para que se vean libres de sus
pecados. Desde siempre la Iglesia ofreció sufragios y oraciones por los fieles
difuntos. San Isidoro de Sevilla afirmaba ya en su tiempo que ofrecer
sacrificios y oraciones por el descanso de los difuntos era una costumbre
observada en toda la Iglesia. Por eso asegura el Santo, se piensa que se trata
de una costumbre enseñada por los mismos Apóstoles.
La Santa Misa, que tiene un valor infinito, es lo más importante
que tenemos para ofrecer por las almas del Purgatorio. También podemos ofrecer
por ellas las indulgencias que ganamos en la tierra; nuestras oraciones, de
modo especial el Santo Rosario; el trabajo, el dolor, las contrariedades, etc.
Estos sufragios son la mejor manera de manifestar nuestro amor a los que nos
han precedido y esperan su encuentro con Dios; de modo particular hemos de orar
por nuestros parientes y amigos. Nuestros padres ocuparán siempre un lugar de
honor en estas oraciones. Ellos también nos ayudan mucho en ese intercambio de
bienes espirituales de la Comunión de los Santos. «Las ánimas benditas del
purgatorio. Por caridad, por justicia, y por un egoísmo disculpable -¡pueden
tanto delante de Dios! tenlas muy en cuenta en tus sacrificios y en tu oración.
»Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: "Mis buenas
amigas las almas del purgatorio..."».
III. Esforcémonos por hacer penitencia en esta vida, nos anima
Santa Teresa: «¡Qué dulce será la muerte de quien de todos sus pecados la
tiene hecha, y no ha de ir al Purgatorio!».
Las almas del Purgatorio, mientras se purifican, no adquieren
mérito alguno. Su tarea es mucho más áspera, más difícil y dolorosa que
cualquier otra que exista en la tierra: están sufriendo todos los horrores del
hombre que muere en el desierto... y, sin embargo, esto no les hace crecer en
caridad, como hubiera sucedido en la tierra aceptando el dolor por amor a Dios.
Pero en el Purgatorio no hay rebeldía: aunque tuvieran que permanecer en él
hasta el final de los tiempos se quedarían de buen grado, tal es su deseo de
purificación.
Nosotros, además de aliviarlas y de acortarles el tiempo de su
purificación, sí que podemos merecer y, por tanto, purificar con más prontitud
y eficacia nuestras propias tendencias desordenadas.
El dolor, la enfermedad, el sufrimiento son una gracia
extraordinaria del Señor para reparar nuestras faltas y pecados. Nuestro paso
por la tierra, mientras esperamos contemplar a Dios, debería ser un tiempo de
purificación. Con la penitencia el alma se rejuvenece y se dispone para la
Vida. «No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el
amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido
en la tierra. El Señor ha dispuesto que pasemos esta breve jornada de nuestra existencia
trabajando y, como su Unigénito, haciendo el bien (Hech 10, 38). Entretanto,
hemos de estar alerta, a la escucha de aquellas llamadas que San Ignacio de
Antioquía notaba en su alma, al acercarse la hora del martirio: ven al Padre
(S. Ignacio de Antioquía, Epístola ad Romanos, 7: PG 5, 694), ven hacia tu
Padre, que te espera ansioso».
¡Qué bueno y grande es el deseo de llegar al Cielo sin pasar por
el Purgatorio! Pero ha de ser un deseo eficaz que nos lleve a purificar nuestra
vida, con la ayuda de la gracia. Nuestra Madre, que es Refugio de los pecadores
nuestro refugio, nos obtendrá las gracias necesarias si de verdad nos
determinamos a convertir nuestra vida en un spatium verae paenitentiae, un
tiempo de reparación por tantas cosas malas e inútiles.