Una novela encantadora del sacerdote español J.L. Martín Descalzo, que nos interpela sobre nuestra fe y nos hace sonreír
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El famoso sacerdote español José Luis Martín Descalzo (1930-1991)
fue también periodista y escritor brillante. Su trabajo recibió galardones en
todas las categorías: novela, cuento, teatro, ensayo, prensa y poesía.
La novela que aquí reseñamos, La frontera de Dios,
obtuvo el Premio Nadal en 1956. Es una obra encantadora que nos saca muchas
sonrisas, mientras nos interpela sobre un tema importantísimo de la vida
espiritual: la peligrosa tibieza.
Urgidos de un milagro
Esta ficción ocurre en los años cincuenta y comienza con una
situación límite. Los habitantes de un pueblecito español, llamado Torre de
Muza, tienen un grave problema y no
hay manera de solucionarlo con recursos humanos. Así las cosas, no les ha
quedado más remedio que acudir a Dios y pedirle un
milagro.
Todo el pueblo se ha reunido al pie de la laguna seca, bajo un sol
inclemente, para rogar al Padre del cielo: «Que llueva, que
llueva».
Hace meses que soportan una terrible sequía y les
urge un aguacero, porque, de lo contrario, toda la cosecha de uvas y cereales
se perderá.
Están de rodillas, delante de la cruz quebrada. Hasta hace unos
días, allí se alzaba una cruz de piedra, que era
la insignia del pueblo, pero cualquier día amaneció en el suelo, partida en
tres pedazos. Nadie supo cómo sucedió, pero la misma gente de Torre decía que
«…había caído empujada por los pecados del pueblo».
Locura colectiva
«Señor, tened misericordia de nosotros… Mándanos la lluvia», dice
quien dirige la oración colectiva, y todo el pueblo, arrodillado, repite.
Lo llamativo es que la oración no es liderada por el párroco del
pueblo. Es un joven
quien los guía, y, además, dice estar allí en contra de su
voluntad.
Pero, adicionalmente, en medio de la oración reparte regaños con
mucha autoridad: «Queréis que llueva en vuestras viñas solo para emborracharos…
cuando se mueren de hambre vuestros hijos os acordáis de Dios» (Pág. 12).
La situación es muy tensa. Las rogativas del gentío suben al cielo en medio del sofoco,
el miedo y la vergüenza. Se presiente que algo grande
ocurrirá en cualquier momento…
Entonces, en medio de los padrenuestros y las avemarías sucede lo
inimaginable: las piedras que estaban en el suelo, lentamente se juntan, y,
ante la mirada atónita de todos, la
cruz rota se recompone sola, y se erige en su puesto. ¡Milagro!
La gente llora, se abraza, y trata de tocar la cruz, en medio de
un griterío ensordecedor. No era para menos. Dios se ha manifestado de manera
extraordinaria, ha bajado a Torre de Muza.
Ahora están más que contentos porque suponen que, con la cruz en
pie, la tan anhelada lluvia caerá en cualquier momento; pero los planes de Dios
eran otros…
Los 347 habitantes
El narrador comienza a presentarnos a los habitantes de este
pueblecito de casas descoloridas.
Aparecen los infaltables de cualquier pueblo: el alcalde, el
sacerdote, el tabernero y el médico.
Asimismo, los pintorescos, esos que son conocidos por sus apodos:
doña Conejo, Tose, Las Chiquininas, Sátrapa y La Mártir.
Pero entre tantos personajes, quien despierta la curiosidad del
lector es el joven que dirigía la oración.
¿Por qué los habitantes de Torre confían en sus
plegarias? ¿Será un seminarista? ¿O tal vez un joven con dones
especiales?
Se llama Renato y
es el recogido del pueblo. Sobre su biografía solo añadiré dos cosas: que
es el guardavías;
es decir, el encargado de dar paso a los trenes que pasan por Torre; y
que rezaba el
Padrenuestro muy despacio, para estar más tiempo cerca de Dios.
Todos quieren «su» milagro
Como era de esperarse, después del portentoso milagro de la cruz,
la vida del pueblo no volvió a ser igual.
¿Quedaron todos inundados de la presencia Divina? ¿Se
arrepintieron de su mal actuar y cambiaron?
No, nada de eso sucedió, porque tristemente la mayoría no percibió lo importante del
milagro: que el mismísimo Dios del cielo había estado en medio del pueblo.
Para ellos fue como un truco de magia.
Lo distinto es que ahora hacían fila ante la puerta de Renato.
Cada uno le llevó su dolencia, para que «le hiciera el milagrito»: fulano con
su úlcera, mengano con su parálisis, y doña Asunción con un costal de achaques
surtidos.
¿Y Renato? La vida del piadoso guardavías, que transcurría
apaciblemente en su humilde casita, al pie de la estación del tren, se
descarriló. Ahora, trata
inútilmente de explicarles que él no hace ningún milagro, que son cosas de
Dios.
Y nada que llueve…
Lo anterior es solo el comienzo de una novela muy entretenida.
De allí en adelante, el narrador nos muestra de cerca la vida -y los pecados-
de algunos de los pobladores de Torre, en medio de la sequía y la bronca generalizada porque «Renato no
hace llover».
Como es de suponer, la situación se va agravando y la noticia de
los milagros que suceden por intermedio de Renato, se va regando hasta llegar a
los periódicos de Madrid, y, claro, el asunto se sale de control.
Esta novela atrapa al lector porque tiene tema, personajes
atractivos, una narración muy amena con frases brillantes y un gran final.
La frontera, zona de los tibios
Además de Renato, el otro personaje principal es el padre
Macario, párroco de
Torre. Está desahuciado,
y desde su cama nos da su visión del pueblo, de los milagros que están
ocurriendo y de la fe cristiana.
En medio de sus conversaciones con el sacerdote del pueblo vecino,
expone su teoría sobre lo que él llama «La frontera de Dios».
Con esa frase se refiere al territorio donde duermen plácidamente los tibios,
es decir, los bautizados que se
creen muy buenos cristianos porque van a misa, asisten al círculo Bíblico y
hasta dan generosas limosnas, pero están muy lejos de Dios, porque no aman.
Básicamente, su espiritualidad consiste en
cumplir con lo que manda la Iglesia, abstenerse de hacer locuras y rezar
cuando están en problemas, para sacar «un milagro de contrabando».
No les interesa encontrarse con Dios, solo
quieren sus favores.
Interesantísimas son todas las reflexiones del padre Macario. Esto
dijo a propósito de su propia tibieza:
«Ya te digo sinceramente que la otra vida no me preocupa porque yo
vaya a ir al cielo o al infierno.
Lo que me asusta es la cara de aburrimiento de Dios mandándome a un sitio o a
otro«.
¿Cómo cruzar la frontera?
Me parece que la
pequeña María Belén tiene la clave de esta historia. Esta niña de
nueve años, hizo parte del primer grupo que tocó la puerta de Renato en busca
de un milagro.
Ella llevó su
canario muerto tres días atrás, y, colocándolo en las manos de Renato le
dijo: «¿Cómo voy a enterrarle ahora otra vez?… ¿Me lo curas?«.
Sin que Renato dijera
media palabra, el pajarito revivió en las manos del guardavías,
quien fue el primer sorprendido.
El lector también
queda muy sorprendido, cuando a renglón seguido, se entera de que María Belén
era coja y tenía la columna torcida.
Bien lo dijo el padre
Macario: «Hacia el Amor hay un camino recto: el amor». Por ese
camino se cruza la frontera que nos lleva al encuentro con Dios.
Claudia
Elena Rodríguez
Fuente: Aleteia