Desde los comienzos del cristianismo, la Iglesia ha reconocido que, entre sus hijos, «Dios elige siempre a algunos que, siguiendo más de cerca el ejemplo de Cristo, dan testimonio preclaro del reino de los cielos con el derramamiento de su sangre o con el ejercicio heroico de sus virtudes» (Constitución apostólica Divinus perfectionis magister).
![]() |
Retrato de Isabel la católica. Dominio público |
Si bien, al principio, los únicos
considerados santos eran principalmente la Virgen María, los apóstoles y los
mártires; con el paso de los siglos se ha visto que la santidad se puede vivir
desde muy diferentes estados de vida. Por eso, no es raro encontrarse en el
santoral desde papas hasta neófitos, y desde emperadores y reyes hasta mendigos.
A este catálogo se van sumando nuevos miembros entre
los propuestos como dignos de ser canonizados. Entre estos candidatos que
esperan su oportunidad, se encuentra un personaje fundamental en la Historia de
España, Isabel I, reina propietaria de Castilla y León, y reina consorte de
Aragón; aunque ha pasado a la posteridad con el nombre de Isabel la
Católica.
Su causa de canonización es
especialmente compleja por todas las circunstancias que rodean su figura, su
vida y su reinado, todos los cuales son estudiados con mucho detalle. Sin
embargo, conforme pasa el tiempo y progresan las investigaciones, a muchos les
extraña que no esté ya en los altares, acompañando a sus antepasados, los
santos reyes Fernando III de Castilla y León e Isabel de Portugal.
Por eso, cada vez hay más voces que reclaman su canonización, y para ello
presentan toda clase de razones. Nosotros vamos a dar aquí un resumen de cinco
de ellas para entender por qué debería salir adelante su causa de beatificación
y canonización.
«Una mujer fuerte,
¿quién la hallará?» (Prov 31, 10)
Cuando se propone a
alguien para ser canonizado, es fundamental demostrar que practicó las virtudes
en un grado superior al que se puede ver en un cristiano normal, es decir, en
un grado heroico. Isabel dio, en este sentido, grandes ejemplos, como así lo reconocía
el cronista Pedro Mártir de Anglería cuando
tuvo que escribir acerca de su fallecimiento, pues la comparó con un espejo de
todas las virtudes. El clérigo Andrés Bernáldez, en su crónica sobre el reinado
de los Reyes Católicos, no duda en describirla como «mujer
muy esforzadísima, muy poderosa, prudentísima, sabia, honestísima, casta,
devota, discreta, cristianísima, verdadera, clara, sin engaño».
Aunque son muchas las virtudes que practicó, al tener
que ser breves, vamos a centrarnos en una que le fue muy valiosa y reconocida
por quienes la conocían: su sincera y profunda fe. De esto dejó un
testimonio en su testamento, donde «creyendo y confesando firmemente todo lo
que la Santa Iglesia Católica de Roma tiene, cree y confiesa y predica, […]
protesto desde ahora y para aquel artículo postrero de vivir y de morir en esta
santa fe católica». Aunque esto puede sonar en otros testamentos como una
fórmula protocolaria, en ella era un compromiso serio que cumplió al pie de la
letra. Para poder vivir esta fe, Isabel se convirtió en una mujer de
oración. A pesar de la carga que implicaba el gobernar todo un reino tan
extenso y complejo como era Castilla, la reina reservaba largos ratos del día a
la oración, pues, como recogió el capellán de los reyes Lucio Marineo Sículo,
llegó a ser «como un sacerdote entregado al culto de Dios, de la Virgen, de
los santos, rezando las horas canónicas como los sacerdotes y otras muchas
oraciones y devociones particulares».
Entre esos santos a los que la reina guarda especial
devoción se encuentran San Juan evangelista y San Francisco de Asís.
El primero es considerado como su especial abogado, y tan vinculado se sintió a
este apóstol que no dudó en tomar su símbolo, el águila, como suyo propio. El
segundo es también para ella su especial padre y abogado, y es que Isabel tuvo
una especial afinidad por la espiritualidad franciscana, la cual
irá calando en ella hasta pedir ser enterrada con el hábito de la orden.
Esta vida de oración
también la movió a buenos confesores que la guiaron en su camino espiritual.
Para esta delicada misión, Isabel supo escoger a dos personas idóneas: el jerónimo fray Hernando de Talavera y el franciscano fray Francisco Jiménez de Cisneros.
Ambos eran reconocidos como religiosos de vida austera y virtuosa, y ambos se
convirtieron en confidentes y consejeros de la reina. Es especialmente célebre
el episodio que tuvo Isabel con Hernando con motivo de la primera vez que ella
se iba a confesar con él. La tradición mandaba que ambos estuvieran de
rodillas, pero el jerónimo se sentó. Cuando Isabel le avisó de que no era la
costumbre, Hernando le recordó que aquello era el tribunal
de Dios y que allí él hacía sus veces. Eso le bastó a la reina para
retenerlo como su confesor hasta que el jerónimo se quedó en Granada para ser
el primer arzobispo de la antigua capital nazarí. Esta anécdota también muestra
la práctica de una virtud que no se suele asociar a la gente de su posición, la
humildad.
«Su marido se fía de
ella, pues no le faltan riquezas» (Prov 31, 11)
La práctica de las
virtudes no se quedaba meramente en la manera en la que se gobernaba a sí
misma, también en la manera en la cual trataba al prójimo. Para conocer esto,
hay que ver cómo era su trato tanto con los que la rodeaban como con los más
desfavorecidos. En el primer grupo, tenemos que empezar con sus relaciones con
su familia. Aunque su matrimonio había sido, en buena medida, fruto del deseo
de vincular las coronas de Castilla y Aragón, Isabel y Fernando se amaron y
supieron actuar en unión y concordia. Este afecto de la reina se muestra en su solicitud testamentaria de que, aunque
hubiera pedido ser enterrada en Granada, si su marido pedía ser sepultado en
otro lugar, su cuerpo fuera llevado a él, para estar siempre unidos.
También fue una madre preocupada por sus hijos,
a los cuales dio la mejor educación posible para lo que se esperaba de cada uno
de ellos. Sin embargo, aquí es donde tuvo que mostrarse como una mujer de
carácter para afrontar las penas que le trajeron. Tuvo que enterrar a dos
hijos, su primogénita Isabel y su heredero, el príncipe Juan. Comprobó, además,
que su hija Juana, la que debía sucederla en el trono, daba muestras de que
podría haber sacado algún rasgo de inestabilidad mental que ya había mostrado
su propia madre, Isabel de Portugal.
A pesar de esto, supo mostrar su cuidado por
todos sus hijos, estuvieran o no presentes. Dos ejemplos de esta
sensibilidad se encuentran en su testamento. Quiso que su primogénita fuera
enterrada en Granada para estar cerca de ella, aunque al final no se hizo, y
mandó que a su hijo Juan se le construyera una sepultura de alabastro.
Esto último es muy interesante si se tiene en cuenta que para su propio
entierro ordenó que se preparara una sencilla tumba lisa en el suelo,
sin más adorno que una simple inscripción. Isabel mostró aquí que sus virtudes,
como la austeridad, fueron fruto de un trabajo de años que
terminaron por mostrarse en todo su esplendor en el momento de su muerte.
Junto
a su familia, hubo muchos que se vieron beneficiados por su cercanía, como eran
los miembros de su corte. La reina era una mujer que se preocupaba porque solo
fueran admitidas gentes de buenas costumbres. Debido a esto, por ejemplo,
buscaba confesores que fueran aptos para ese papel tan importante, como ya se
ha dicho antes, además de buenos preceptores para sus hijos. También consiguió
contar en su corte con gente que también va camino de ser canonizada, como la
venerable Teresa Enríquez «la Loca del Sacramento»; o que ya ha llegado, como así ha sucedido con Santa Beatriz de Silva, fundadora de la orden concepcionista y a quien
Isabel ayudó en esta empresa.
No obstante, también sabía ser magnánima ante ciertos
deslices, pues no tuvo problemas, por ejemplo, en tener cerca a los hijos del
gran cardenal Mendoza y mostrarles su cariño. Fray Hernando no estaba muy
conforme porque supondría ver esto una aceptación del quebrantamiento
del celibato al que estaba obligado Mendoza como clérigo; pero la
reina los llamaba con gracia «los lindos pecados del cardenal». Tampoco mostró
ningún problema en tener a su lado gente que venía de familias conversas, como
el cronista Hernando del Pulgar; o de familias humildes, tal era el
caso del propio cardenal Cisneros.
No solo la corte se vio beneficiada, también Isabel
mostró una especial atención hacia los pobres y necesitados. Esta
faceta la acompañó toda su vida, como muestran tanto los nombramientos de
limosneros reales, como los gastos recogidos en los libros de cuentas, donde se
ven los que se beneficiaron por su caridad, aunque seguramente fueron mucho más
de los que constan oficialmente. Por eso, cuando se lee en su testamento
la generosidad que muestra hacia toda clase de personas, se
entiende que no lo hacía por ser lo que mandaba el protocolo, era continuar y
terminar lo que había sido una constante en su vida. Por eso, en el documento
aparecen pobres a los que se manda dar nuevos vestidos con el
dinero que debería ir para tener unos funerales suntuosos; doncellas a
las que quiere que se les garantice una dote apropiada tanto para casarse como
para entrar en la vida religiosa si así lo quisieran; cautivos
cristianos, por los cuales da buenas cantidades para que fueran redimidos;
criados, proveedores y otros miembros de su corte, incluyendo a los criados que
todavía vivían de su madre Isabel; y hospitales. Con respecto a esto último, no
hay que olvidar que ella tiene reconocido el título de ser la creadora de los
hospitales de campaña durante la Guerra de Granada, una iniciativa
por la cual muchos militares estarán siempre en deuda con la reina.
«Se ciñe la cintura
con firmeza y despliega la fuerza de sus brazos» (Prov 31, 17)
Esa fe que es el
alma que anima que anima su vida privada, es también la que va a influir en su
papel como soberana de Castilla. Isabel tenía claro que ella era la reina, y
que ese cargo no era ni un premio, ni algo de lo que beneficiarse, sino que había subido al trono para cumplir el último
mandato de Cristo, aunque no aparezca a simple vista a la hora de acercarse
a su reinado y a la manera en la que ella misma se comportaba: «Id, pues, y
haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he
mandado» (Mt 28, 19-20). Por eso, para Isabel ser reina la ponía en una
situación difícil pues, como le recordó a su marido en una carta, un monarca
tenía que rendir cuentas ante Dios por
sus acciones; y en su testamento volvió a recordar esta idea al señalar que
«si nadie ante Él se puede justificar, menos aún los que de grandes reinos y
estados hemos de dar cuenta».
Isabel va a
mostrarse como una reina justa y
prudente, que antepone las necesidades de su reino a las suyas propias,
pues, tal y como recogió Mártir de
Anglería, se convirtió en el amparo de los inocentes y, también, el freno
de los malvados y enemigos del reino. Para eso, buscó rodearse de gente
preparada que la aconsejara en los asuntos de Estado, aunque la responsabilidad
última recaía sobre ella. Isabel era consciente de ello y, por eso, en su testamento
reconoce que hubo momentos en los que tendría que haber obrado de otra manera,
especialmente a la hora de hacer ciertas concesiones, y busca que se
rectifiquen en la medida de lo posible.
Lo que sí se puede
decir, a modo de resumen de su reinado, es que fue una bendición para Castilla. Cuando ella subió
al trono, la situación era caótica en muchos niveles, tanto político como
económico, social y religioso. Sin embargo, en el momento de su muerte, Isabel
dejaba al con lo necesario para poder hacer al frente a los retos a los que se
va a exponer España como potencia de primer orden a nivel internacional.
Además, también al
fallecer podía decir que había contribuido con esa misión mencionada antes de
extender la fe católica de diferentes maneras. Una de ellas fue, justamente,
conseguir que toda la Península estuviera en manos cristianas al conquistar el
último bastión musulmán, el Reino nazarí de Granada. Esta victoria, tan
celebrada en toda Europa, fue una de las razones por las cuales el Papa Alejandro VI emitió la bula Si convenit en 1494 para
concederles el título de Reyes Católicos.
Otra manera en la
cual contribuyó a esta difusión de la fe fue con el impulso de la reforma de la
Iglesia en España. En esos momentos, el clero, tanto alto como bajo, ya fuera
secular como regular, presentaba una situación un tanto dispar pues, junto a
clérigos que no se tomaban en serio sus obligaciones, había quienes querían
llevar una vida a la altura de su misión y dignidad. Es curioso que en la corte
de la reina Isabel vamos a encontrar esa dualidad en sus dos grandes
cardenales: Mendoza, de familia noble pero que no cumplía con todo rigor sus
deberes clericales; y Cisneros, un franciscano austero y fiel a sus votos. Ante
esto, la reina va a actuar promoviendo la reforma del clero español con la
ayuda de colaboradores como el propio Cisneros
y Talavera. Se ha señalado tradicionalmente que esta política de los Reyes
Católicos fue una de las razones por las cuales España
escapó de la propagación de la Reforma protestante. Sin embargo, en esta
empresa, también ayudó como cortafuegos frente a las ideas luteranas la
institución seguramente más conocida que implantaron Isabel y Fernando, la
Inquisición.
«Abre sus manos al
necesitado y tiende sus brazos al pobre» (Prov 31, 20)
Una de las razones
para canonizar a Isabel tiene que ver, justamente, con esa idea de promover la evangelización. Cuando la reina
dio su licencia y ayuda a Cristóbal Colón en su empresa, no pudo imaginar que,
cuando, iba a tener en sus manos el destino de todo un continente. Aquí es
donde Isabel mostró de una manera clara cómo veía a sus súbditos y cuál era el
espíritu que inspiraba sus acciones de gobierno.
Cuando Colón volvió
a España tras su primer viaje y trajo con él a una representación de los
indígenas con lo que se encontró, suscitaron muchas preguntas sobre qué
política había que emplear con esos extraños. Muchos monarcas y príncipes
hubieran visto a los americanos como personas que podían, y debían, ser
sometidos como siervos y como esclavos sin ningún cargo de conciencia porque no
parecían «humanos» al ser tan diferentes a todos los que había conocido Europa
hasta entonces. Además, con la revalorización del mundo clásico, no hubiera
costado encontrar ejemplos de grandes personajes griegos y romanos para tomar
políticas en esa dirección. Sin embargo, cuando unos pocos años más tarde
llegaron los primeros americanos esclavizados a la Península, Isabel dio un
golpe inesperado. Ordenó que todos ellos
fueran liberados y devueltos a sus familias, porque eran tan súbditos
suyos como los habitantes de sus reinos peninsulares.
Ella tenía claro que
había recibido la misión, que había sido ratificada desde Roma por petición
suya, de «procurar de inducir y traer los pueblos de ellas y convertirlos a
nuestra santa fe católica», como
recogió en el codicilio que firmó días antes de su muerte. Eso también
implicaba algo fundamental, y era reconocer a los indígenas como seres humanos,
iguales a los que vivían en sus dominios peninsulares, y debían ser tratados
como tales. Por eso escribió esta orden en el codicilio: «no consientan ni den lugar que los indios,
vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar,
reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, más manden que sean bien y justamente tratados, y si
algún agravio han recibido, lo remedien y provean». Además, a la vista de esto,
podemos entender que así fue la manera en la que Isabel quiso gobernar todos
sus dominios.
Este papel tan
humano, o mejor dicho, tan cristiano de Isabel ha conseguido que le lleguen
toda clase de reconocimientos desde la propia América. Se han levantados
estatuas en su honor a lo largo de todo el continente recordando su papel como
madre del Nuevo Mundo. Por eso, no es sorprendente que entre los principales
valedores de su canonización haya tantos americanos desde que una mujer
argentina la impulsara en 1957 al solicitarla al Papa
Pío XII.
«Sus
hijos se levantan y la llaman dichosa, su marido proclama su alabanza» (Prov
31, 28)
La última razón que
vamos a dar no es, de lejos, la menos importante, pues sin ésta no se habría
puesto en marcha todo este proceso. Es verdad que, cuando moría un rey, lo
normal es que se le dedicaran toda clase de elogios exaltando sus cualidades,
sus victorias y su importancia. Sin embargo, con Isabel, estos elogios tienen
un matiz muy diferente, algo que se resalta cuando se compara con los que ha
recibido Fernando el Católico. El aragonés ha sido ampliamente alabado dentro y
fuera de España como uno de los reyes más importantes del país y de Europa por
su habilidad política y militar, y
su manera de reafirmar la autoridad real. Pero nunca se pensó que mereciera ser
canonizado. Con Isabel, las alabanzas se transformaron en el reconocimiento de
que había sido una mujer que había
vivido las virtudes cristianas en un grado heroico.
Ya sus propios
contemporáneos reconocieron que se trataba de una mujer excepcional, más allá
de lo que se podría esperar de una reina. Aunque se podrían multiplicar los
testimonios, vamos a señalar dos por su importancia. Uno es su propio marido,
quien afirmaba que «murió tan santa y
católicamente como vivió, de que es de esperar que Nuestro Señor la tiene
en su gloria»; y en su testamento señaló que ella había sido «en su vida ejemplar
en todos actos de virtud e del temor de Dios». El otro es el propio Cristóbal Colón, el cual escribió al poco de
morir la reina: «Su vida fue siempre católica y santa, y pronta a todas las
cosas de su santo servicio; y por esto se debe creer que está en su santa
gloria».
Esta fama no solo la
compartían los españoles de su tiempo, también fuera era reconocida como una
gran reina. Un importante embajador italiano en España, el conde Baldassarre de Castiglione,
sentenciaba que «no ha habido en nuestra época en el mundo más claro ejemplo de
verdadera bondad, de grandeza de espíritu, de prudencia, de religión, de
honestidad, de cortesía, de liberalidad, en definitiva, de todas las virtudes,
que la Reina Isabel».
No obstante, es aún
más interesante el testimonio que se va a dar de la santidad de Isabel en 1505
en Roma. En ese año, se celebraron los solemnes
funerales por su eterno descanso y el encargo de elaborar el sermón
para la ocasión fue Ludovico Bruno,
obispo de Acqui. Aunque no lo predicó durante el funeral, el texto fue
impreso y difundido. En él, Ludovico muestra a la reina como un ejemplo de
todas las virtudes y cómo las puso en práctica en grado heroico ante la Curia
romana, e incluso señala como prueba de su santidad que, cuando su cortejo fúnebre
llegó a Granada pocas semanas después de su fallecimiento, el cuerpo estaba
íntegro. Tampoco dudó en vincularla con otros ejemplos de santidad por parte de
reyes.
Pudiera parecer que,
como el impulso a la causa de
canonización no llegó hasta el siglo XX, se perdió la conciencia de su
santidad después del fallecimiento de los que la conocieron. Sin embargo, hay
testimonios muy interesantes que muestran lo contrario, como el del beato obispo de Tlaxcala y Osma, Juan de
Palafox, en el s. XVII. Él no duda en comparar a Isabel nada menos que con una
de las grandes místicas, Santa Teresa de
Jesús, pues llega a decir «si la santa hubiera sido reina, fuera otra
Católica doña Isabel; y si esta esclarecida princesa fuese religiosa […] fuera
otra santa Teresa».
Otra alabanza muy
interesante procede del historiador del siglo XIX Modesto
Lafuente, autor de una Historia de España que superó a la que había
realizado el padre Juan de Mariana. Modesto escribió sobre Isabel y que muestra
las diferentes opiniones que había sobre ella y Fernando: «La magnanimidad y la
virtud, la devoción y el espíritu caballeresco de la Reina, descuellan sobre la
política fría y calculadora, reservada y astuta del rey. Los altos
pensamientos, las inspiraciones elevadas vienen de la Reina. El rey es grande,
la Reina eminente. Tendrá España príncipes que igualen o excedan a Fernando:
vendrá su nieto rodeado de gloria y asombrando al mundo: pasarán generaciones,
dinastías y siglos, antes que aparezca otra Isabel». En esto, hay que señalar,
coincide con el padre Mariana, que ya había dicho de la reina que «Su muerte
fue tan llorada y endechada cuanto su vida lo merecía, y su valor y prudencia y
las demás virtudes tan aventajadas, que la menor de sus alabanzas es haber sido la más excelente y valerosa princesa que el
mundo tuvo, no solo en sus tiempos, sino en muchos siglos antes».
Conclusión
Cuando el doctor
Toledo, médico personal de Isabel, anotó el fallecimiento de la soberana, no
dudó en llamarla «Católica y santa reina». Con pocas palabras se puede recoger
tanto la manera en la que vivió como la fama que tiene desde su muerte. Los
años de investigación para su causa de beatificación y canonización han servido
para conocer mejor a uno de los personajes más importantes de la Historia de
España y para dar cada vez más motivos para que suba a los altares. Los
testimonios que dejó ella y que han dado de ella nos la muestran como una mujer que vivió de manera heroica su
condición de católica tanto a nivel personal como en sus relaciones con los
demás y en su papel como soberana de uno de los reinos más importantes
de la Europa de los siglos XV y XVI. Conforme más se la estudia y conoce, más
claro queda que, a pesar de que no ha dejado de ser alabada, aún queda una
última deuda que saldar, el reconocimiento de que fue una reina tan católica
como santa.
Fuente:
El Debate