En este segundo domingo de Cuaresma, el Papa reflexionó sobre el relato evangélico de la Transfiguración, que nos enseña la importancia de estar con Jesús
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"Estando con Él, de hecho, aprendemos a
reconocer, en su rostro, la belleza luminosa del amor que se entrega, incluso
cuando lleva las marcas de la cruz", afirmó.
¿En qué consiste la belleza como Hijo de Dios
con la que Jesús se revela en el monte, junto a Pedro, Santiago y Juan? ¿Qué
ven los discípulos? Son preguntas que el Papa Francisco planteó a los miles de
fieles y peregrinos reunidos en una soleada y fresca Plaza de San Pedro este
segundo domingo de Cuaresma para la oración mariana del Ángelus. El Pontífice
los invitó a detenerse un momento en la escena del Evangelio
del día (Mt 17, 1-9) que narra la Transfiguración de Cristo.
¿Acaso los discípulos ven un efecto
espectacular? “No, no es eso”, dijo el Pontífice, aclarando que “ven la luz de
la santidad de Dios brillando en el rostro y en los vestidos de Jesús, imagen
perfecta del Padre”.
“Pero Dios es Amor, continuó, y así los
discípulos han visto con sus propios ojos la belleza y el esplendor del Amor
divino encarnado en Cristo. Un anticipo del paraíso”. “¡Qué sorpresa para los
discípulos!”, aseveró Bergoglio, acotando: “Hacía tanto tiempo que tenían ante
sus ojos el rostro del Amor, ¡y nunca se habían dado cuenta de su belleza! Solo
ahora se dan cuenta, con inmensa alegría”.
Cristo, luz que ilumina el camino
El Santo Padre observó que, “en realidad, Jesús
les está formando con esta experiencia, los está preparando para un paso aún
más importante”. “En efecto -añadió el Papa-, de pronto tendrán que saber
reconocer en Él la misma belleza cuando suba a la cruz y su rostro quede
desfigurado”.
“Pedro se esfuerza por comprender: le gustaría
detener el tiempo, poner la escena en "pausa", quedarse allí y
prolongar esta maravillosa experiencia; pero Jesús no se lo permite”,
prosiguió. “Su luz, en efecto, no puede reducirse a un ‘momento mágico’. Se
convertiría, entonces, en algo falso, artificial, que se disolvería en la
niebla de los sentimientos pasajeros. Al contrario, Cristo es la luz que guía
el camino, como la columna de fuego para el pueblo en el desierto (cf. Ex
13,21). La belleza de Jesús no aleja a los discípulos de la realidad de la
vida, sino que les da fuerza para seguirle hasta Jerusalén, hasta la cruz”.
Llevemos a los demás la luz que hemos recibido
Para el Santo Padre, “este Evangelio también
nos traza un camino: nos enseña lo importante que es estar con Jesús, incluso
cuando no es fácil comprender todo lo que dice y hace por nosotros”. “Estando
con Él, en efecto, aprendemos a reconocer, en su rostro, la belleza luminosa
del amor que se entrega, incluso cuando lleva las marcas de la cruz”.
“Y es en su escuela donde aprendemos a captar
la misma belleza en los rostros de las personas que caminan a nuestro lado cada
día: familiares, amigos, compañeros, aquellos que de las formas más diversas
nos cuidan”.
“¡Cuántos rostros luminosos, cuántas sonrisas,
cuántas arrugas, cuántas lágrimas y cicatrices hablan de amor a nuestro
alrededor!”, exclamó el Papa, invitando a aprender a reconocerlos y llenarnos
nuestro corazón de ellos. También nos anima a ponernos en camino para llevar a
los demás la luz que hemos recibido, con las obras concretas del amor (cf. 1 Jn
3, 18), sumergiéndonos más generosamente en nuestras ocupaciones cotidianas,
amando, sirviendo y perdonando con más entusiasmo y disponibilidad.
De ahí la invitación del Pontífice a
interrogarnos: “¿Reconocemos la luz del amor de Dios en nuestra vida? ¿Lo
reconocemos con alegría y gratitud en los rostros de las personas que nos aman?
¿Buscamos a nuestro alrededor signos de esta luz, que llena nuestros corazones
y los abre al amor y al servicio? ¿O preferimos los fuegos de paja de los ídolos,
que nos alejan y nos encierran en nosotros mismos?”.
Y, como es costumbre al final de sus
alocuciones previas al Ángelus, el Santo Padre invocó a la Virgen María, para
que Ella, “que conservó la luz de su Hijo en su corazón, incluso en la
oscuridad del Calvario, nos acompañe siempre en el camino del amor”.
Sebastián Sansón Ferrari – Ciudad del Vaticano
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