Infancia espiritual
Dominio público |
I. Jesús se
enfada con los discípulos cuando intentan alejarle a los niños que se
arremolinan a su alrededor. Él está a gusto con las criaturas. Nosotros hemos
de acercarnos a Belén con las disposiciones de los niños: con sencillez, sin
prejuicios, con el alma abierta de par en par. Es más, es necesario hacerse
como niño para entrar al Reino de los Cielos: si no os convertís como niños no
entraréis al Reino de los Cielos (Mateo 18, 3), dirá el Señor en otra ocasión.
Jesús no recomienda la puerilidad, sino la inocencia y la sencillez. El niño carece
de todo sentimiento de suficiencia, necesita constantemente de sus padres, y lo
sabe. Así debe ser el cristiano delante de su Padre Dios: un ser que es todo
necesidad. El niño vive con plenitud el presente y nada más; el adulto vive con
excesiva inquietud por el “mañana”, dejando vacío el “hoy”, que es lo que debe
vivir con intensidad por amor a Jesús.
II. A lo largo
del Evangelio encontramos que se escoge lo pequeño para confundir a lo grande.
Abre la boca de los que saben menos, y cierra la de los que parecen sabios.
Nosotros, al reconocer a Jesús en la gruta de Belén como al Mesías prometido,
hemos de hacerlo con el espíritu, la sencillez y la audacia de los pequeños.
Hacerse interiormente como niños, siendo mayores, puede ser tarea costosa:
requiere reciedumbre y fortaleza en la voluntad, y un gran abandono en Dios.
Este abandono, que lleva consigo una inmensa paz, sólo se consigue cuando
quedamos indefensos ante el Señor. “Se pequeños exige abandonarse como se
abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños”
(J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa).
III. Esta vida
de infancia es posible si tenemos enraizada nuestra conciencia de hijos de
Dios. El misterio de la filiación divina, fundamento de nuestra vida
espiritual, es una de las consecuencias de la Redención. Al ser hijos de Dios
somos herederos de la gloria. Vamos a procurar ser dignos de tal herencia y
tener con Dios una piedad filial, tierna y sincera. Los niños no son demasiado
sensibles al ridículo, ni tienen esos temores y falsos respetos humanos que
engendran la soberbia y la preocupación por el “qué dirán”. El niño cae
frecuentemente, pero se levanta con prontitud y ligereza y olvida con facilidad
las experiencias negativas. Sencillez y docilidad es lo que nos pide el Señor:
trato amable con los demás, y siempre dispuesto a ser enseñado ante los
misterios de Dios. Aprenderemos a ser niños cuando contemplamos a Jesús Niño en
brazos de su Madre.