La fuerza la obtuvo de la Eucaristía casi diaria: “No hay pluma con la que pueda escribir lo feliz que soy después de cada Comunión... En estos momentos estoy tan feliz que no quiero cambiar mi lecho de sufrimiento por ningún otro”.
Santa Anna Shaffer, mística. Dominio público |
Anna
nació en Mindelstetten, Baviera, Alemania, el 18 de febrero de 1882. Era la
tercera de seis hermanos. Su padre era carpintero y falleció siendo
relativamente joven. Su infancia fue feliz, era buena estudiante y se la
describía como “tranquila, modesta y devota”.
Una experiencia transformante en su
Primera Comunión
Con
11 años recibió su Primera Comunión y en ese mismo día Anna tuvo una profunda experiencia
de Dios. Solo años más tarde dio algunas pinceladas de lo que debió vivir y
que califica como el día más hermoso de su vida. En esa misma jornada también
escribió una carta a Jesús, en la que le hacía algunas importantes promesas: “Jesús mío, hazme holocausto por
todas las deshonras y ofensas que se cometen contra Ti”.
Anna visualizaba su
entrega a Cristo como misionera religiosa no como más tarde resultarían las
cosas. Dada la pobreza económica de su familia, tuvo que ponerse a trabajar
para conseguir el dinero de la dote para ingresar en la institución religiosa.
Así que con 13 años empezó
a trabajar en labores domésticas y agrícolas en Ratisbona y más tarde
en Sandersdorf y Landshut.
Tres
años más tarde, con 16 años, Anna se consagró a la Virgen con una fórmula en la
que se decía: “Yo... te elijo hoy como mi abogada e
intercesora, y me comprometo a no abandonarte nunca”. Y así fue, pues a lo
largo de su vida su relación con María fue íntima y le ayudó a perseverar en su
cruz e, incluso, se le apareció en sueños.
Llamada al dolor
En
junio de 1898, Anna tuvo una visión en la que Jesús se le apareció como el Buen
Pastor anunciándole un largo y arduo sufrimiento: Jesús tenía un rosario en la
mano, debía rezarlo, y también le explicó “que tendría que sufrir mucho, mucho...”. Al día siguiente, presa
del pánico, Anna huyó de Landshut y nadie pudo convencerla de volver a su
trabajo.
En
su siguiente tarea se encargaba de limpiar manteles y sábanas. El 4 de febrero
de 1901, Anna y otra criada lavaban la ropa en una caldera con agua y lejía
hirviendo. En un momento dado, el tubo de la caldera se soltó y Anna se
encaramó encima para colocarlo correctamente. En ese momento resbaló y se precipitó en la
caldera quemándose las piernas hasta las rodillas. Fue llevada al
hospital de Kösching inmediatamente, pero todos los intentos de tratamiento
fracasaron, por lo que fue desahuciada. Sin embargo, contra todo pronóstico su
salud se estabilizó.
Ante
la imposibilidad de hacer algo por ella, a los tres meses fue dada de alta con un dolor por las
quemaduras que no cesaba, las heridas de los pies no sanaban y las llagas
seguían abiertas. Las atenciones médicas de dos hospitales universitarios
no tuvieron éxito, y más bien los tratamientos aplicados fueron especialmente
dolorosos.
El
hecho es que en mayo de 1902 fue dada de alta definitivamente como inválida, y
solo recibió una pensión de 9 marcos. La gente conocida estuvo cerca, como su
párroco, que casi todos los días le traía la comunión, y entre él y algunas
otras personas la sostuvieron materialmente a ella y a su madre.
Expiación
En
otro tiempo huyó, pero en la nueva situación Anna vio claro que su momento había llegado. Así que, fiel a su
consagración al amor de Cristo, decidió que su sufrimiento no fuera en vano,
por lo que ofreció su vida y su dolor al Señor como una expiación por los
pecados y desagravio a Jesús. Su vida fue oración, penitencia y expiación.
Años
más tarde, el 4 de octubre de 1910 tuvo unas nuevas visiones que ella llamó
“sueños” en los que Jesús le confirmó su plan: “Te he aceptado para expiación de mi Santísimo Sacramento”.
En la mañana de ese día, mientras recibía la Sagrada Comunión de manos de su
párroco, cinco rayos de fuego, como relámpagos, golpearon sus manos, pies y
corazón: “Inmediatamente comenzó
un dolor inmenso en estas partes del cuerpo. He podido sufrir este dolor
sin interrupción desde octubre de 1910”.
Éxtasis, amor y más dolor
Con
esto, el Señor ennobleció
el sufrimiento de Anna uniéndolo al suyo. Ella misma le imitaba, no en la
rebeldía ni en el cuestionamiento, sino en la entrega, en el espíritu de
sacrificio, en el amor, como Cristo en la cruz: “¡En el sufrimiento aprendí a amarte!”, escribió entonces.
Unos
años más tarde, el día de
san Marcos de 1923, entró en éxtasis y padeció los sufrimientos del Viernes
Santo. Su salud se deterioró rápidamente: parálisis espástica de las
piernas, calambres severos por una dolencia en la médula espinal y cáncer en
los intestinos. Muchos se preguntan cómo Anna puedía soportar tanto
sufrimiento. Pero se pone aún peor: se cae y sufre lesiones cerebrales, lo que
afecta gravemente su capacidad para hablar. Desde este momento ella también llevó ocultos los estigmas de
Cristo.
"No quiero cambiar mi lecho de
sufrimiento por ningún otro"
La fuerza la obtuvo de
la Eucaristía casi diaria: “No
hay pluma con la que pueda escribir lo feliz que soy después de cada Comunión... En estos momentos estoy tan feliz
que no quiero cambiar mi lecho de sufrimiento por ningún otro”. Está claro
que el Señor no solo colocó pesadas cruces sobre ella, sino que también le dio
consuelo celestial.
Anna
creció más y más en su amor a Jesucristo, lo que le permitió dedicarse a las
necesidades e intenciones de los demás. De hecho su vida fue conocida y su reputación incluso va más allá de las
fronteras alemanas, llegando a recibir numerosas cartas de apoyo y de
petición de intercesión de Austria, Suiza y otros países más lejanos. Ella,
desde su lecho, también escribió
cartas de aliento, recibió numerosos visitantes y oraba por quien se lo pedía.
El 5 de octubre de 1925 murió orando, una vez más, con sus últimas fuerzas:
“¡Jesús, te amo!”.
Canonización por el Papa Benedicto XVI
El
Papa Benedicto XVI fue el encargado de canonizarla. En aquella ocasión, el
Santo Padre dijo de Anna Schäffer que, a pesar de no haber podido ingresar en
una congregación religiosa, “la
habitación de la enferma se transformó en una celda conventual, y el
sufrimiento en servicio misionero. Al principio se rebeló contra su
destino, pero enseguida, comprendió que su situación fue una llamada amorosa
del Crucificado para que le siguiera”.
Y
continuó el Papa: “Fortificada
por la comunión cotidiana se convirtió en una intercesora infatigable en la
oración, y un espejo del amor de Dios para muchas personas en búsqueda de
consejo. Que su apostolado de oración y de sufrimiento, de ofrenda y de
expiación sea para los creyentes de su tierra un ejemplo luminoso. Que su
intercesión intensifique la pastoral de los enfermos en cuidados paliativos, en
su benéfico trabajo”.
Fernando de
Navascués
Fuente: ReL