Dale Recinella relata esta experiencia, de la que sacó una gran lección
Dale Recinella ha acompañado en estas décadas a 35 presos que estaban en el corredor de la muerte |
¿Por qué un prestigioso abogado de finanzas de Wall Street y
graduado en Notre Dame Law School decide dejarlo todo para acompañar
espiritualmente a presos del corredor de la muerte en Florida? Esto es lo que
hizo hace 30 años Dale
Recinella, un asistente espiritual que día a día está con estos presos y
les habla de Dios. Esto lo ha hecho durante todos estos años gracias a su
esposa Susan, en nombre de la Archidiócesis de Miami.
Más de 35
presos del corredor de la muerte han estado con él estos años y ha
estado presente en 18 de sus ejecuciones. Es una tarea dura y muy complicada,
pues estos presos han cometido en el pasado horrendos crímenes debidos a los
cuales el precio a pagar es el de su propia vida.
Hasta estos criminales, entre los que hay asesinos en serie y
responsables de otros abominables crímenes, tienen derecho al arrepentimiento y
que se les hable de la
misericordia de Dios. Por eso, ha aguantado tantos años en una pastoral
tan singular a pesar de que podía haber disfrutado a tiempo completo de su
ático en Miami comprado gracias al gran trabajo que tenía en Wall Street.
En un artículo publicado para los medios vaticanos, Dale Recinella habla de uno de
estos casos y de cómo Jesús fue a buscar a la oveja perdida. Esta es
su experiencia de un complicado caso en el que el preso estaba condenado por el
abominable crimen de asesinar niños.
Así lo comenta este asistente católico en Vatican News:
¿A quién quiere salvar Dios?
“Hace varios años,
un criminal notorio, condenado a muerte en Florida, solicitó iniciar encuentros
pastorales conmigo. Estaba casi paralizado ante la idea. Estaba seguro
que para esto se necesitaba a alguien mucho más preparado, con mucha más
experiencia, con mucho más algo, con mucho más todo.
Seguramente Dios no podía pedirme que celebrase encuentros
pastorales con un hombre, cuando el solo pensamiento de sus crímenes, el solo
pensamiento de estrecharle la mano y rezar con él, esas mismas manos que han
hecho cosas indecibles a alguien querido por alguien, me provocaban repugnancia, horror y repulsión.
Todos los crímenes que cometen los condenados a muerte son
horrendos. Todos los crímenes son repugnantes. Pero estos en particular fueron el tema de mis peores
pesadillas. Ciertamente, yo no era la persona adecuada para esta
tarea. Me dirigí a un sacerdote de la diócesis en busca de asistencia
espiritual. Esperaba de todo corazón que este anciano sacerdote comprendiera mi
angustia y, movido a compasión, me dijera que dejara que otro se enfrentara a
las monstruosidades que este hombre había hecho en víctimas inocentes de la
edad de mis hijos.
‘No creo que tengas derecho a elegir, Dale’. Sacudía la cabeza con
tristeza. Este otrora joven sacerdote, ahora con el pelo casi tan gris como el
mío, que aparentemente se había vuelto así en una sola noche desde que comencé
la asistencia espiritual a los condenados a muerte es mi asistente espiritual. ¡No creo que tengas derecho a
decidir a qué personas Dios te pide que sirvas!’.
-‘Pero debe haber un límite, una frontera, algo que ni siquiera
Dios me puede pedir que cruce’.
-‘Ciertamente no lo hay en este caso, no cuando se trata de llevar
la buena noticia a quienes más lo necesitan. ¿Te imaginas a alguien que necesite más las buenas nuevas de
Jesucristo que este chico?’.
-‘No claro que no. ¿Pero por qué yo?’.
-‘No tenemos derecho a hacer esta pregunta. Jesús anuló definitivamente esta
pregunta cuando se dejó crucificar, diciendo: ‘No sea mi voluntad, sino la
tuya'’.
-‘Si hubo alguien que tuvo derecho a gritar '¿Por qué a mí?', fue
Jesús, el Hijo de Dios, pero no lo hizo. Así que tampoco tenemos derecho a
hacer eso. La razón por la que os envía es porque este hombre lo pidió. Si te niegas, no sólo le estás
diciendo no a los condenados, le estás diciendo no a Cristo”.
-‘Es un poco tarde para hacer eso, ¿no?’. Estaba avergonzado por
mi tono sarcástico, pero, de hecho, me parecía que Dios me estaba empujando
mucho más profundo de lo que nunca quise ir.
El sacerdote colocó su mano sobre mi hombro de manera cortés, como
un padre hablando con su hijo adolescente. ‘Creo que dijiste que sí hace mucho
tiempo, pero aún no lo sabías. Dijiste que sí cuando te bautizaste y cuando recibiste
la Confirmación. Dices que sí cada vez que recibes la Eucaristía. Ahora te
estás dando cuenta de lo que significa ese 'sí'’.
Antes de que concluyera mi primera reunión pastoral con el infame
recluso, la noticia se extendió por el corredor de la muerte. No solo los
presos, sino también el personal estaban bastante impresionados de que
contemplase la posibilidad de que un hombre así, un vil asesino en serie de niños y niñas, pueda ser digno
del perdón y la redención de Dios. Es Dios, sólo Dios, quien es capaz de
otorgarla.
Cuando pasé el control para salir del edificio, vi a dos guardias
apostados entre mí y la entrada al túnel, que va desde el corredor de la muerte
hasta la parte delantera de la prisión. Saludé a los dos guardias porque los
conocía bien y siempre me habían tratado con amabilidad.
No me devolvieron el saludo. Cuando me alejé un paso de ellos, no
se movieron ni un centímetro. Me di cuenta de que no estaban allí para asegurarse
de que podía irme. Estaban ahí para pararme.
‘Se está
esforzando mucho con este tipo, capellán’. El guardia más joven, que se
elevaba sobre mí, hablaba con los brazos fuertemente cruzados mientras escupió
hábilmente saliva mezclada con tabaco a una pulgada de mi zapato. Supe
instintivamente que esta demostración de puntería cuidadosa no pretendía
amenazarme sino enfatizar sus palabras.
‘Normalmente estamos a favor de su trabajo en este edificio’. El
guardia más viejo y más bajo tomó su turno para sermonearme. ‘Sabe que apoyamos
sus esfuerzos. Pero esto
es un error. Dios quiere que este hombre vaya al infierno’.
En el momento de la pausa antes de contestar, pedí al Espíritu
Santo que me sugiriera las palabras adecuadas. Sabía que estos dos hombres eran
cristianos conocedores de la Biblia.
‘Te escucho’. Levanté mis manos con las palmas hacia arriba en
señal de rendición. ‘Pero no
tengo otra opción’.
‘¡Claro que tiene elección!’, el guardia más joven me agredió
verbalmente. ‘Nadie la obliga a conocer a ese hombre’.
‘En realidad no es tan así. Es Jesús quien no me da opción. Jesús dijo que deja a los
noventa y nueve justos en el desierto y va en busca de los que se han perdido’.
‘¡Nunca he leído esto en la Biblia!’. El guardia más joven se puso
rígido en su convicción, pero miré sin rodeos al guardia mayor, que sabía que
era diácono en su iglesia.
‘Sí…’. Sacudió la cabeza con disgusto y dejó caer los brazos a los
costados. ‘Sí… realmente
lo dice’.
‘No tengo otra opción, señor’. Hablé más bajo a los dos guardias
que a su vez se sentían derrotados y oprimidos por el peso de las exigencias
del Evangelio. ‘Al venir aquí como ministro del Evangelio, debo estar dispuesto a ir en busca
de las ovejas que Jesús buscaría. Y Jesús iría en busca de este mismo
hombre".
El diálogo terminó aquí. Los dos guardias sacudieron la cabeza con disgusto y
se alejaron, dejándome libre el paso.
Durante más de un año me reuní con ese prisionero todos los meses
para que recibiera asistencia pastoral. Nunca se convirtió en una tarea fácil.
Pero Dios, en su infinita misericordia hacia mi fragilidad, me permitió comprender con
absoluta claridad que este hombre podía obtener el perdón y llegar un día al
cielo.
Este Dios, que es misericordia hasta infinito, se niega a limitar
Su obra de salvación a aquellas personas que puedo imaginar en el cielo. Dios
imagina a todos en el cielo.
El mayor deseo
de Dios es que nadie elija el infierno”.
Fuente: ReL