La credibilidad de la Iglesia se juega en su continuidad, afirma el cardenal guineano
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Cardenal Robert Sarah. Dominio público |
Ante
esa duda, "algunos miran a la Iglesia católica" y le piden "que
dé una razón para vivir juntos" y un "suplemento de alma para hacer
soportable la fría dureza de la sociedad de consumo", pero ¿sigue la
Iglesia "teniendo aún hoy en día los medios y la voluntad"
para ser "guardián y guía de la civilización"?
En
un reciente artículo en Le Figaro, Sarah recuerda la importancia de lo
sagrado para la sociedad, porque sin lo sagrado quedan abolidos "los
límites protectores" y "los vínculos se vuelven frágiles e
inconstantes". Pero la Iglesia no tiene otra realidad sagrada que ofrecer
que "su fe en Jesús", por lo que "debe dejar de pensar en sí
misma como algo suplementario al humanismo o a la ecología".
"Lo
sagrado para la Iglesia es, pues, la cadena ininterrumpida que la une con
certeza a Jesús", y sin esa "continuidad radical" pierde
toda "credibilidad".
Inmediatamente,
el cardenal Sarah introduce la cuestión de la continuidad litúrgica, lo que
enlaza sus palabras, aun sin nombrarlo, con el motu proprio Traditionis Custodes del
pasado 16 de julio: "Más allá de la querella de ritos, está en juego la credibilidad
de la Iglesia. Si ella afirma la continuidad entre lo que comúnmente se llama
la Misa de San Pío V y la Misa de Pablo VI,
entonces la Iglesia debe ser capaz de organizar su cohabitación pacífica y su
enriquecimiento mutuo. Si se excluyera radicalmente una en favor de la otra, si
se declararan irreconciliables, se reconocería implícitamente una
ruptura y un cambio de orientación".
Ofrecemos
a continuación el texto completo del cardenal Sarah, traducido por Jorge
Soley Climent para Infocatólica.
¡Nadie está de más en la Iglesia de Dios!
La
duda se ha apoderado del pensamiento occidental. Tanto los
intelectuales como los políticos ofrecen la misma impresión de decadencia.
Ante la ruptura de la solidaridad y la desintegración de las identidades,
algunos miran hacia la Iglesia católica. Le piden que dé una razón de
vivir juntos a individuos que han olvidado lo que les une como un solo
pueblo. Le piden un suplemento de alma para hacer soportable la fría dureza de
la sociedad de consumo. Cuando un sacerdote es asesinado,
todo el mundo se ve afectado y muchos se sienten golpeados en lo más profundo.
Pero,
¿es la Iglesia capaz de responder a estas apelaciones? Es cierto que ya ha
desempeñado este papel de guardián y guía de la civilización. En el ocaso del
Imperio Romano, fue capaz de transmitir la llama que los bárbaros amenazaban
con extinguir. Pero, ¿sigue teniendo aún hoy en día los medios y la
voluntad para hacerlo?
En
el fundamento de una civilización, sólo puede haber una realidad que la supere:
una invariante sagrada. Malraux lo señaló con realismo:
"La naturaleza de una civilización es lo que se construye alrededor de una
religión. Nuestra civilización es incapaz de construir un templo o una tumba.
Se verá obligada a reencontrar su valor fundamental o se descompondrá".
Sin
un fundamento sagrado, los límites protectores e infranqueables quedan abolidos. Un mundo
completamente profano se convierte en una vasta extensión de arenas movedizas.
Todo está tristemente abierto a los vientos de la arbitrariedad. Sin la
estabilidad de un fundamento que supera al hombre, la paz y la alegría -signos
de una civilización destinada a durar- son constantemente engullidas por el
sentimiento de precariedad. La angustia del peligro inminente es la marca de
los tiempos bárbaros. Sin fundamento sagrado, todos los vínculos se
vuelven frágiles e inconstantes.
Algunos
piden a la Iglesia católica que desempeñe este papel de fundamento sólido. Les
gustaría que asumiera esta función social: ser un sistema coherente de valores,
una matriz cultural y estética. Pero la Iglesia no tiene otra realidad
sagrada que ofrecer que su fe en Jesús, Dios hecho hombre. Su única
finalidad es hacer posible el encuentro de los hombres con la persona de Jesús.
La enseñanza moral y dogmática, así como la herencia mística y litúrgica, son
el marco y el medio para este encuentro fundamental y sagrado. De este
encuentro nace la civilización cristiana. La belleza y la cultura son sus
frutos.
Por
eso, para responder a las expectativas del mundo, la Iglesia debe reencontrarse
a sí misma y hacer suyas las palabras de San Pablo: "No quise
saber nada entre vosotros, sino a Jesús y a Jesús crucificado". Debe
dejar de pensar en sí misma como algo suplementario al humanismo o a la
ecología. Estas realidades, aunque buenas y justas, son para ella sólo
consecuencias de su único tesoro: la fe en Jesucristo.
Lo
sagrado para la Iglesia es, pues, la cadena ininterrumpida que la une con
certeza a Jesús. Una cadena de fe sin ruptura ni contradicción, una cadena de
oración y liturgia sin ruptura ni negación. Sin esta continuidad
radical, ¿qué credibilidad podría seguir teniendo la Iglesia? En la
Iglesia no hay cambios de opinión, sino un desarrollo orgánico y continuo que
llamamos tradición viva. Lo sagrado no se puede decretar, se recibe de Dios y
se transmite.
Por
eso, sin duda, Benedicto XVI pudo afirmar con autoridad:
"En la historia de la Liturgia hay crecimiento y progreso pero ninguna
ruptura. Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para
nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser improvisamente totalmente
prohibido o incluso perjudicial. Nos hace bien a todos conservar las riquezas
que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia y de darles el justo
puesto". En un momento en que algunos teólogos pretenden reabrir
la guerra litúrgica enfrentando el misal revisado por el Concilio de Trento con
el que se utiliza desde 1970, es urgente recordarlo. Si la Iglesia no es
capaz de preservar la continuidad pacífica de su vínculo con Cristo, no podrá
ofrecer al mundo "lo sagrado que une a las almas", en palabras
de Goethe.
Más
allá de la querella de ritos, está en juego la credibilidad de la Iglesia. Si
ella afirma la continuidad entre lo que comúnmente se llama la Misa de San
Pío V y la Misa de Pablo VI, entonces la Iglesia debe ser
capaz de organizar su cohabitación pacífica y su enriquecimiento mutuo. Si se
excluyera radicalmente una en favor de la otra, si se declararan
irreconciliables, se reconocería implícitamente una ruptura y un cambio de
orientación. Pero entonces la Iglesia ya no podría ofrecer al mundo esa
continuidad sagrada que es la única que puede darle la paz. Al mantener
en su seno una guerra litúrgica, la Iglesia pierde su credibilidad y se vuelve
sorda a las llamadas de los hombres. La paz litúrgica es el signo de la paz
que la Iglesia puede aportar al mundo.
Por
tanto, lo que está en juego es mucho más grave que una simple cuestión de
disciplina. Si reclamara un viraje de su fe o de su liturgia, ¿en nombre de qué
se atrevería la Iglesia a dirigirse al mundo? Su única legitimidad es
su coherencia en la continuidad.
Aún más, si los obispos, responsables de la cohabitación y del enriquecimiento mutuo de las dos formas litúrgicas, no ejercen su autoridad en este sentido, corren el riesgo de no aparecer ya como pastores, guardianes de la fe recibida y de las ovejas que les han sido confiadas, sino como dirigentes políticos: comisarios de la ideología del momento más que guardianes de la tradición perenne. Se arriesgan a perder la confianza de los hombres de buena voluntad. Un padre no puede introducir entre sus hijos fieles la desconfianza y la división. No puede humillar a unos poniéndolos en contra de otros. No puede condenar al ostracismo a algunos de sus sacerdotes.
La paz y la unidad que la Iglesia
pretende ofrecer al mundo deben ser vividas en primer lugar en su interior. En
materia litúrgica, ni la violencia pastoral ni la ideología partidista han dado
nunca frutos de unidad. El sufrimiento de los fieles y las expectativas del
mundo son demasiado grandes para meterse en estos caminos sin salida. ¡Nadie
está de más en la Iglesia de Dios!
Fuente: ReL