El fariseo y el publicano
II. La
hipocresía de los fariseos. Manifestaciones de la soberbia.
III. Aprender
del publicano de la parábola. Pedir la humildad.
“En aquel
tiempo, Jesús dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a
los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo,
otro publicano.
El fariseo, de
pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no
soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este
publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los
ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten
compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado
y aquél no. Porque todo el que se ensalce será humillado; y el que se humille
será ensalzado»” (Lucas 18,9-14).
I. El
Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde. La soberbia
es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el vicio
capital más peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las buenas
obras, haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz está
en lo más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada tan
difícil de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad.
«“A mí mismo,
con la admiración que me debo”. –Esto escribió en la primera página de un
libro. Y lo mismo podrían estampar muchos otros pobrecitos, en la última hoja
de su vida. ¡Qué pena, si tú y yo vivimos o terminamos así! –Vamos a hacer un
examen serio”». Pedimos al Señor que no nos deje caer en ese estado, e
imploramos cada día la virtud de la humildad.
II. El
Señor recomendará a sus discípulos: No hagáis como los fariseos. Todas sus
obras las hacen para ser vistos por los hombres (Mateo 23, 5). Para ser
humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra vida y nuestras
obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en cada momento. La
soberbia tiene manifestaciones en todos los aspectos de la vida: nos hace
susceptibles e impacientes, injustos en nuestros juicios y en nuestras
palabras. Se deleita en hablar de las propias acciones, luces, dificultades y
sufrimientos.
Inclina a
compararse y creerse mejor que los demás y a negarles las buenas cualidades.
Hace que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, o no nos obsequian
como esperábamos. Nosotros, con la gracia de Dios, hemos de alejarnos de la
oración del fariseo que se complacía en sí mismo, y repetir la oración del
publicano: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador.
III. Nuestra
oración debe ser como la del publicano (Lucas 18, 9-14): humilde, atenta,
confiada, Procurando que no sea un monólogo en el que nos damos vueltas a
nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer. La humildad es el
fundamento de toda nuestra relación con Dios y con los demás. Es la primera
piedra de este edificio que es nuestra vida interior.
La ayuda de la
Virgen Santísima es nuestra mejor garantía para ir adelante en esta virtud.
Cuando contemplamos su humilde ejemplo, podemos acabar nuestra oración con esta
petición: “Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este
querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi
personalidad sea la identificación contigo” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER. Es Cristo
que pasa).
Textos basados
en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente:
Almudi.org