Tenemos ejemplos de
personas que, sin pertenecer a la Iglesia, reciben de repente la gracia de la
fe en Cristo por caminos misteriosos que sólo Dios sabe
Es
sabido que Jesús circunscribió su ministerio público al pueblo de Israel. Era
consciente de haber sido enviado, como mesías de Israel, para realizar la nueva
alianza que los profetas habían anunciado.
Aun teniendo en cuenta esto, sabemos por los
evangelios que, en alguna ocasión, salió de las fronteras de Palestina y se
adentró en tierra de paganos, bien en la región de Tiro y Sidón, bien en la
Decápolis. Y también allí realizó milagros.
El Evangelio de este domingo narra el milagro realizado a una
mujer cananea, de la región de Tiro y Sidón, cuya hija estaba enferma. Como la
fama de Jesús se había extendido por los países vecinos, esta mujer se acercó a
Jesús invocándole con un título propio del mesías: «Ten compasión de mí, Señor
Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo» (Mt 15,22). En tiempos de
Jesús se consideraba que las enfermedades eran causadas por algún demonio; de
ahí que la mujer se expresara así.
Jesús
no respondió a la mujer y los discípulos le pidieron que la atendiera pues
caminaba gritando detrás de ellos. Es entonces cuando Jesús manifiesta la
conciencia de su misión: «Sólo he sido enviado a las ovejas descarriadas de
Israel». El relato, de gran realismo, continúa así: «Ella se acercó y se postró
ante él diciendo: Señor, ayúdame. Él le contestó: No está bien tomar el pan de
los hijos y echárselo a los perritos. Pero ella repuso: Tienes razón, Señor;
pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.
Jesús le respondió: Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas. En
aquel momento quedó curada su hija» (Mt 15,25-28).
En este diálogo sorprende la comparación que Jesús hace entre
los hijos que comen el pan y los perrillos que reciben las migajas. Jesús se
hace eco de la tensión que existía entre judíos y paganos que no podían comer
juntos y, posiblemente, prueba a la mujer que solicita un milagro. Lo que puede
parecer un desprecio se convierte, gracias a la fe de la mujer, en un aliciente
para seguir suplicando con humildad. La respuesta de Jesús no se hace esperar:
«Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas».
Este
elogio de la fe de una pagana es significativo, porque en diversas ocasiones
Jesús pone en contraste la fe de personajes y ciudades judías con la fe de los
paganos. Baste recordar las invectivas contra ciudades como Betsaida, Corozaín
y Cafarnaúm porque no han acogido su enseñanza ni comprendido sus milagros,
mientras gentes paganas se han abierto a su predicación y han reconocido la
salvación que trae. Cuando Jesús cura al criado de un centurión romano que
confía en que una sola palabra suya puede sanarlo, sin necesidad de que baje a
su casa, Jesús afirma: «En verdad os digo que ni en Israel he encontrado en
nadie tanta fe» (Mt 8,10).
La enseñanza de este Evangelio tiene siempre vigencia. Con
frecuencia, quienes nos profesamos cristianos podemos pensar que los que no
pertenecen a la Iglesia no tienen los «derechos» que el bautismo nos ha
concedido. Hay en esto una parte de verdad, pero no es toda la verdad.
Tenemos
ejemplos de personas que, sin pertenecer a la Iglesia, reciben de repente la
gracia de la fe en Cristo por caminos misteriosos que sólo Dios sabe. Y estas
personas, llamados conversos, una vez incorporados a la Iglesia, nos dan
ejemplo de amor y fidelidad a Cristo que echamos de menos en quienes
catalogamos como cristianos de toda la vida.
No
olvidemos la advertencia de Jesús admirado por la fe del centurión: «Os digo
que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y
Jacob en el reino de los cielos; en cambio, a los hijos del reino los echarán
fuera».
+ César Franco
Obispo de Segovia.