Aliviar a los demás de sus cargas
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Dominio público |
Sí, Padre, así te ha parecido mejor.
Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré.
Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso.
Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. (Mateo 11,25-30)
Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré.
Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso.
Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. (Mateo 11,25-30)
I. De manera bien
diferente a como muchos fariseos se comportaban con el pueblo, Jesús viene a
librar a los hombres de sus cargas más pesadas, echándolas sobre Sí mismo.
Venid a Mí todos los fatigados y agobiados -dice Jesús a los hombres de todos
los tiempos-, y Yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí,
que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras
almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera.
Junto a Cristo
se vuelven amables todas las fatigas, todo lo que podría ser más costoso en el
cumplimiento de la voluntad de Dios. El sacrificio junto a Cristo no es áspero y
rebelde, sino gustoso. Él llevó nuestros dolores y nuestras cargas más pesadas.
El Evangelio es una continua muestra de su preocupación por todos: «en todas
partes ha dejado ejemplos de su misericordia», escribe San Gregorio Magno.
Resucita a los
muertos, cura a los ciegos, a los leprosos, a los sordomudos, libera a los
endemoniados... Alguna vez ni siquiera espera a que le traigan al enfermo, sino
que dice: Yo iré y le curaré. Aun en el momento de la muerte se preocupa por
los que le rodean. Y allí se entrega con amor, como víctima de propiciación por
nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el
mundo.
Nosotros debemos
imitar al Señor: no sólo no echando preocupaciones innecesarias sobre los
demás, sino ayudando a sobrellevar las que tienen. Siempre que nos sea posible,
asistiremos a otros en su tarea humana, en las cargas que la misma vida impone:
«Cuando hayas terminado tu trabajo, haz el de tu hermano, ayudándole, por
Cristo, con tal delicadeza y naturalidad que ni el favorecido se dé cuenta de
que estás haciendo más de lo que en justicia debes.
»-¡Esto sí que es fina virtud de hijo de Dios!».
Nunca deberá
parecernos excesiva cualquier renuncia, cualquier sacrificio en bien de otro.
La caridad ha de estimularnos a mostrar nuestro aprecio con hechos muy
concretos, buscando la ocasión de ser útiles, de aligerar a los demás de algún
peso, de proporcionar alegrías a tantas personas que pueden recibir nuestra
colaboración, sabiendo que nunca nos excederemos suficientemente.
Liberar a los
demás de lo que les pesa, como haría Cristo en nuestro lugar. A veces
consistirá en prestar un pequeño servicio, en dar una palabra de ánimo y de
aliento, en ayudar a que esa persona mire al Maestro y adquiera un sentido más
positivo de su situación, en la que quizá se encuentre agobiada por hallarse
sola. Al mismo tiempo, podemos pensar en esos aspectos en los que de algún
modo, a veces sin querer, hacemos un poco más onerosa la vida de los demás: los
caprichos, los juicios precipitados, la crítica negativa, la falta de
consideración, la palabra que hiere.
II. El amor descubre en los demás la imagen divina, a
cuya semejanza hemos sido hechos; en todos reconocemos el precio sin medida que
ha costado su rescate: la misma Sangre de Cristo. Cuanto más intensa es la
caridad, en mayor estima se tiene al prójimo y, en consecuencia, crece la
solicitud ante sus necesidades y penas. No sólo vemos a quien sufre o pasa un
apuro, sino también a Cristo, que se ha identificado con todos los hombres: en
verdad os digo, cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a
Mí lo hicisteis. Cristo se hace presente en nosotros en la caridad. Él actúa
constantemente en el mundo a través de los miembros de su Cuerpo Místico. Por
eso, la unión vital con Jesús nos permite también a nosotros decir: venid a Mí
todos los fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré. La caridad es la realización
del Reino de Dios en el mundo.
Para ser fieles
discípulos del Señor hemos de pedir incesantemente que nos dé un corazón
semejante al suyo, capaz de compadecerse de tantos males como arrastra la
humanidad, principalmente el mal del pecado, que es, sobre todos los males, el
que más fuertemente agobia y deforma al hombre. La compasión fue el gesto
habitual de Jesús a la vista de las miserias y limitaciones de los hombres: Sintió
compasión de la muchedumbre..., recogen los Evangelistas en tonos diversos.
Cristo se conmueve ante toda suerte de desgracias que encontró a su paso por la
tierra, y esa actitud misericordiosa es su postura permanente frente a las
miserias humanas acumuladas a lo largo de los siglos. Si nosotros nos llamamos
discípulos de Cristo debemos llevar en nuestro corazón los mismos sentimientos
misericordiosos del Maestro.
Pidamos al Señor
en nuestra oración personal la ayuda de su gracia, para sentir compasión, en
primer lugar, por aquellos que sufren el mal inconmensurable del pecado, los
que están lejos de Dios. Así entenderemos cómo el apostolado de la Confesión es
la mayor de las obras de misericordia, pues damos la posibilidad a Dios de
verter su perdón generosísimo sobre quien se había alejado de la casa paterna.
¡Qué gran carga quitamos a quien estaba oprimido por el pecado y se acerca a la
Confesión! ¡Qué gran alivio!
Hoy puede ser un buen momento para preguntarnos:
¿a cuántas personas he llevado a hacer una buena Confesión?, ¿a qué otras puedo
ayudar? Quitar cargas a quienes viven más estrechamente ligados a nuestra vida
por tener la misma fe, el mismo espíritu, los mismos lazos de sangre, el mismo
trabajo...: «mirad, ciertamente, por todos los indigentes con benevolencia
general -insiste San León Magno-, pero acordaos especialmente de los que son
miembros del Cuerpo de Cristo y nos están unidos por la unidad de la fe
católica. Pues más debemos a los nuestros por la unión en la gracia que a los
extraños por la comunidad de naturaleza».
Aliviemos en la
medida en que nos sea posible a tantos que soportan la dura carga de la
ignorancia, especialmente de la ignorancia religiosa, que «alcanza hoy niveles
jamás vistos en ciertos países de tradición cristiana. Por imposición laicista
o por desorientación y negligencia lamentables, multitudes de jóvenes
bautizados están llegando a la adolescencia con total desconocimiento de las
más elementales nociones de la fe y la Moral y de los rudimentos mismos de la
piedad.
Ahora, enseñar al que no sabe significa, sobre todo, enseñar a los que
nada saben de Religión, significa "evangelizarles", es decir,
hablarles de Dios y de la vida cristiana». ¡Qué peso tan grande el de aquellos
que no conocen a Cristo, que han sido privados de la doctrina cristiana o están
imbuidos del error!
III. No encontraremos camino más seguro para seguir a
Cristo y para encontrar la propia felicidad que la preocupación sincera de
liberar o aligerar de su lastre a quienes van cansados y agobiados, pues Dios
dispuso las cosas «para que aprendamos a llevar las cargas unos de otros;
porque no hay ninguno sin defecto, ninguno sin carga; ninguno que sea
suficiente para sí, nadie tampoco que sea lo suficiente sabio para sí». Todos
nos necesitamos. La convivencia diaria requiere esas mutuas ayudas, sin las
cuales difícilmente podríamos ir adelante.
Y si alguna vez
nos encontramos nosotros con un peso que nos resulta demasiado duro para
nuestras fuerzas, no dejemos de oír las palabras del Señor: Venid a Mí. Sólo Él
restaura las fuerzas, sólo Él calma la sed. «Jesús dice ahora y siempre: Venid
a Mí todos los que andáis fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré.
Efectivamente, Jesús está en una actitud de invitación, de conocimiento y de
compasión por nosotros; es más, de ofrecimiento, de promesa, de amistad, de
bondad, de remedio a nuestros males, de confortador y, todavía más, de
alimento, de pan, de fuente de energía y de vida». Cristo es nuestro descanso.
El trato asiduo con Nuestra Madre Santa María nos enseña a compadecernos
de las necesidades del prójimo. Nada le pasó inadvertido a Ella, porque hasta
los más pequeños apuros se hicieron patentes ante el amor que llenó siempre su
Corazón. Ella nos facilitará el camino hacia Cristo cuando tengamos más
necesidad de descargar en Él nuestras preocupaciones: «sacarás fuerzas para
cumplir acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a
todos los hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras de
caridad y de justicia, alegre y fuerte, comprensivo con los demás y exigente
contigo mismo».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org