NUESTRO PADRE DIOS
II. Imitar a Jesús para ser buenos hijos de Dios Padre.
III. La filiación divina nos lleva a identificarnos con Cristo.
“En aquel tiempo,
exclamó Jesús: -«Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has
escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la
gente sencilla. Si, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi
Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el
Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mateo 11,25-27).
Cuando
Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró cerca del Horeb, el monte santo,
se le apareció Dios en una zarza que ardía sin consumirse. Allí recibió la
misión extraordinaria de su vida: sacar al pueblo elegido de la esclavitud a
que estaba sometido por los egipcios y llevarlo ala Tierra Prometida. Y como
garantía de la empresa, el Señor le dijo: Yo estoy contigo. No pudo imaginar
Moisés entonces hasta qué punto Dios iba a estar con él y con su pueblo en
medio de tantas vicisitudes y pruebas.
Tampoco
nosotros conocemos del todo -por nuestra limitación humana-hasta qué extremo
está Dios con nosotros en todos los momentos de la vida. Esta cercanía se hace
especialmente próxima cuando Dios ve que estamos recorriendo el camino hacia la
santidad. Está como un Padre que cuida de su hijo pequeño. Jesús, perfecto Dios
y perfecto Hombre, nos habla constantemente, a lo largo del Evangelio, de esta
cercanía de Dios en la vida de los hombres y de su amorosa paternidad.
Sólo
Él podía hacerlo, pues nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el
Hijo quiera revelarlo, nos dice en el Evangelio de la Misa. El Hijo conoce al
Padre con el mismo conocimiento con que el Padre conoce al Hijo. Jamás se ha
dado ni se dará una intimidad más perfecta. Es la identificación de saber y de
conocimiento que implica la unidad de la naturaleza divina. Jesús está
declarando con estas palabras su divinidad.
Y
como Hijo, que es consustancial con el Padre, nos manifiesta quién es Dios
Padre en relación a nosotros, y cómo en su bondad nos otorga el Don del
Espíritu Santo. Éste fue el núcleo de su revelación a los hombres: el misterio
de la Santísima Trinidad, y con él y en él la maravilla de la paternidad
divina. La última noche, cuando parece resumir en la intimidad del Cenáculo lo
que habían sido aquellos años de entrega y de confidencias profundas, declara:
Manifesté tu nombre a los que me diste. «Manifestar el nombre» era mostrar el
modo de ser, la esencia de alguien.
El
Señor nos dio a conocer la intimidad del misterio trinitario de Dios: su
paternidad, siempre próxima a los hombres. Son incontables las veces que Jesús
da a Dios el título de Padre en sus diálogos íntimos y en su doctrina a las
muchedumbres. Habla con detenimiento de su bondad como Padre: retribuye
cualquier pequeña acción, pondera todo lo bueno que hacemos, incluso lo que
nadie ve, es tan generoso que reparte sus dones sobre justos e injustos, anda
siempre solícito y providente sobre nuestras necesidades.
Con
frecuencia, el nombre de Padre viene citado como un estribillo que le fuera muy
grato repetir a Jesús. Nunca está lejos de nuestra vida, como no lo está el
padre que ve a su hijo pequeño solo y en peligro. Si buscamos agradarle en
todo, siempre le encontraremos a nuestro lado: «Cuando ames de verdad la
Voluntad de Dios, no dejarás de ver, aun en los momentos de mayor trepidación,
que nuestro Padre del Cielo está siempre cerca, muy cerca, a tu lado, con su
Amor eterno, con su cariño infinito».
II. Dios no es solamente el
hacedor del hombre, como el pintor lo es del cuadro; Dios es padre del hombre,
y de un modo misterioso y sobrenatural le hace partícipe de la naturaleza
divina. El Padre ha querido que nos llamemos hijos de Dios y que en verdad lo
seamos. Ser hijos de Dios no es una conquista nuestra, no es un progreso
humano, sino don divino, don inefable que hemos de considerar y de agradecer
frecuentemente todos los días.
La
filiación divina será el fundamento de nuestra alegría y de nuestra esperanza
al realizar la tarea que el Señor nos ha encomendado. Aquí estará la seguridad
ante los posibles temores y angustias: Padre, Padre mío, le diremos tantas
veces, acariciando este nombre suave y sonoro, jugoso y fuerte; ¡Padre!, le
gritaremos en momentos de alegría y en situaciones de peligro. «Llámale Padre
muchas veces al día, y dile -a solas, en tu corazón- que le quieres, que le
adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo».
Nuestra
participación en la filiación divina se realiza a través de Jesucristo: en la
medida en que nos empeñamos, con la ayuda de la gracia, en parecernos a Él, que
es el Primogénito de muchos hermanos sin dejar de ser el Unigénito del Padre.
Dios
Padre nos ve cada vez más como hijos suyos en la medida en que nos parecemos
más a su Hijo: si procuramos trabajar como Él, si tratamos con misericordia a
quienes vamos encontrando en las diversas circunstancias que componen un día
nuestro, si reparamos por los pecados del mundo, si somos agradecidos como lo
era Jesús. Y, de modo especial, si en la oración acudimos a nuestro Padre Dios
como lo hacía Jesucristo: prorrumpiendo frecuentemente en acciones de gracias y
actos de alabanza ante las continuas manifestaciones del amor que Dios nos
tiene.
Te
doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, leemos en el Evangelio de hoy.
Gracias, le decimos nosotros, porque me ha sucedido esto o aquello..., porque
esa persona se ha acercado a los sacramentos..., porque me ayudas a sacar la
familia adelante..., por poder desahogar mi corazón en la dirección
espiritual..., por todo... Nos portamos como buenos hijos de Dios cuando
nuestro pensamiento, nuestros afectos, se dirigen a Dios Padre con mucha
frecuencia; no sólo en los momentos difíciles, sino también en medio de la
alegría, para alabarle y bendecirle: Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser
a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios. Él
perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de
la fosa, y te colma de gracia y de ternura.
Hemos
de procurar mirar a las gentes como lo hacía el Maestro... ¡Qué distinto es el
mundo visto a través de la mirada de Cristo! Y es el Espíritu Santo el que nos
impulsa a asemejarnos más a Cristo. Porque los que son guiados por el Espíritu
de Dios, ésos son hijos de Dios. «Con el Espíritu se pertenece a Cristo
-comenta San Juan Crisóstomo-, se le posee, se compite en honor con los
ángeles. Con el Espíritu se crucifica la carne, se gusta el encanto de una vida
inmortal, se tiene la prenda de la resurrección futura, se avanza rápidamente
por el camino de la virtud». La filiación divina es el camino ancho para ir a
la Trinidad Beatísima.
III. Hemos meditado muchas
veces en la misericordia de Dios, que quiso hacerse hombre para que el hombre
en cierto modo se pudiera hacer Dios, se divinizara, participara de modo real
de la misma vida de Dios. La gracia santificante, que recibimos en los
sacramentos y a través de las buenas obras, nos va identificando con Cristo y
haciéndonos hijos en el Hijo, pues Dios Padre tiene un solo Hijo, y no cabe
acceder a la filiación divina más que en Cristo, unidos e identificados con Él,
como miembros de su Cuerpo Místico: vivo yo; pero ya no soy yo quien vive: es
Cristo quien vive en mí, escribía San Pablo a los Gálatas.
Por
esta razón, si nos dirigimos al Padre es Cristo quien ora en nosotros; cuando
renunciamos a algo por Él, es Él quien está detrás de este espíritu de
desasimiento; cuando queremos acercar a alguien a los sacramentos, nuestro afán
apostólico no es más que un reflejo del celo de Jesús por las almas. Por
benevolencia divina, nuestros trabajos y nuestros dolores completan los
trabajos y los dolores que el Señor sufrió por su Cuerpo místico, que es la
Iglesia. ¡Qué inmenso valor adquieren entonces el trabajo, el dolor, las
dificultades de los días corrientes!
Este
esfuerzo ascético que, con la ayuda de la gracia, nos lleva a identificarnos
cada vez más con el Señor, nos debe mover a tener los mismos sentimientos que Cristo
Jesús; y conforme nos identificamos con Él vamos creciendo en el sentido de la
filiación divina, somos -para decirlo de algún modo-más hijos de Dios. En la
vida humana no cabe ser «más o menos hijo» de un padre de la tierra, sino que
todos lo son por igual: cabe sólo ser buenos o malos hijos. En la vida
sobrenatural, conforme más santos seamos, somos más hijos de Dios; al meternos
más y más en la intimidad divina, llegamos a ser no sólo mejores hijos, sino
más hijos. Ésa debe ser la gran meta de la vida de un cristiano: un continuo
crecimiento en su filiación divina.
Nuestra
Madre, Santa María, es el modelo perfecto de esta grandeza sublime a la que
puede llegar la gracia divina cuando encuentra una correspondencia total. Nadie
ha estado, fuera de Cristo en su Santísima Humanidad, más cerca de Dios; ni
ninguna criatura puede llegar a ser, en la plenitud de sentido en la que la
Santísima Virgen lo fue, Hija de Dios Padre.
Pidámosle
que meta en nuestras almas la inquietud de buscar esas enseñanzas del Espíritu
Santo que nos impulsan a imitar a Jesús: bajo su influjo tendremos la urgencia,
la necesidad ardiente de volvernos hacia el Padre en todo momento, pero
especialmente en la Misa: le invocaremos Padre clementísimo, uniéndonos al
sacrificio de su Hijo; nos atreveremos a verle como Padre y llamarle Abba,
precisamente porque estamos ungidos por el Espíritu de su Hijo, que clama Abba,
Padre. Él es quien nos hace tener el hambre y la sed de Dios y de su gloria,
tan patentes en su Hijo Encarnado. Y el Padre es glorificado por nuestra
creciente semejanza con su Hijo Unigénito: Aquel que es poderoso sobre todas
las cosas para hacer mucho más de lo que podemos pedir o pensar.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org